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lunes, 11 de noviembre de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


El santo Job y sus tres compañeros

12. LAS TINIEBLAS, LA INSENSIBILIDAD, ETC.

Parécenos haber dicho lo bastante respecto a las penas interiores, pero como quiera que vienen a constituir la más pesada de las pruebas, nunca se estará sobradamente armado para aguantar el choque. Aun a riesgo de repetirnos, vamos a considerar con brevedad sus formas más dolorosas: las tinieblas del espíritu, la insensibilidad del corazón, la impotencia de la voluntad, y como consecuencia, la pobreza espiritual.
Provienen a veces estas penas del agotamiento físico, y el remedio será entonces proporcionar al cuerpo algo más de vigor. También pueden tener por causa la tibieza de la voluntad y el hábito del pecado. Estos dos azotes tienen el triste secreto de robar progresivamente la luz, la delicadeza, la fuerza y la abundancia, y de conducir a la ceguera, al endurecimiento, al entorpecimiento y a la miseria. Más en este caso, es la voluntad lo que se ha desviado: sin energía ya para cumplir el deber, ha dejado a la negligencia mezclarse en todo, lo mismo en las oraciones que en el trabajo interior y que en las obligaciones diarias, todo lo ha estragado la pereza.
¡Que el tibio y el pecador sacudan sin dilación este entorpecimiento de muerte y se apresuren a volver al fervor! : es todo lo que hemos de decirles. - Empero, las penas de que hablamos pueden ser involuntarias. El alma continúa siendo realmente generosa, y como no se siente movida por la devoción sensible, parécele hallarse sin fuerzas y sin vida, y no experimenta la impresión de hallar a Dios y gozar de su dulce presencia en la medida de sus deseos. Con todo, le busca lo mejor que puede, hace lo que está de su parte en la oración y fuera de ella, cueste lo que cueste y sin dejarse arredrar por la fatiga. Evidentemente el resultado no parece glorioso, por más que la voluntad no se separa un punto del deber. A estas almas generosas es a quienes nos dirigimos para decirles: «¡Paz a los hombres de buena voluntad! » Dios sólo es la causa de vuestro dolor; poneos por completo en sus manos y soportad con confianza su operación dolorosa, pero llena de vida.
Artículo 1º.- Las tinieblas del espíritu

Somos «hijos de la luz», y debemos amar la luz. Nunca poseeremos con sobrada abundancia la ciencia de los santos, nunca nuestra fe será suficientemente clara, sino que, por el contrario, quedará siempre oscura aquí abajo, sin llegar a ser clara visión. Sin embargo, la sombra disminuye, la luz aumenta con el estudio y la meditación, y mejor aún, a medida que el alma se hace más pura y se une más a Dios. Asimismo en nuestra conducta preferimos con razón el camino de la luz, por cuyo medio se ve con claridad el deber. ¡Es tan dulce y tan animosa la seguridad de que se hace la voluntad de Dios! Mas el Señor no quiere que siempre tengamos esta consolación. «Hoy -dice el venerable Luis de Blosio- el Sol de justicia extiende sus rayos sobre nuestra alma, disipa sus tinieblas, calma sus tempestades, os comunica una dichosa tranquilidad; pero si este astro brillante quiere ocultar su luz, ¿quién le forzará a esparcirla? Pues no dudéis que se oculta algunas veces, y preparaos para estos momentos de oscuridad en que, desapareciendo estas divinas claridades, quedaréis sumergidos en las tinieblas, en la turbación y en la agitación.»
La sequedad obstinada llega a ser una verdadera noche, a medida que los pensamientos vienen a ser más claros y los afectos más áridos. Dios cuenta con otros muchos medios para producir las tinieblas y hacerlas tan densas como le agrade, sea que se trate de nuestra vida interior o de la conducta del prójimo. Aterrada, desconcertada, el alma se preguntará si quizá Dios se habrá retirado descontento. Le parecerá que son inútiles sus trabajos, y que no adelanta ni en la virtud ni en la oración, y hasta es posible que el tentador abuse de esta dolorosa prueba para dar sus más terribles asaltos. Y «como por una parte -dice San Alfonso- las sugestiones del demonio son violentas, y la concupiscencia está excitada, y por otra, el alma en medio de esta oscuridad, sea cualquiera la resistencia de la voluntad, no sabe con todo discernir suficientemente si resiste como debe, o si consiente en las tentaciones, teme más y más haber perdido a Dios y hallarse por justo castigo de sus infidelidades en estos combates, abandonada por completo de El». Si pruebas de este género se repiten y se prolongan, pueden llegar a concebir crueles inquietudes aun respecto a su eterna salvación.
Alma de buena voluntad, ¿por qué tales temores? Dios ve el fondo de los corazones, ¿y va a ignorar que deseáis ser toda suya, y que vuestro único deseo es agradarle? ¿Ha cesado El de ser la bondad misma? En el fondo de sus amorosos rigores, ¿no veis su apasionada ternura santamente celosa de poseeros por completo? Sea que castigue vuestras infidelidades o que acumule pruebas, siempre es su corazón quien dirige a su mano. Tiene, empero, para con vos ese amor sabio y fuerte que prefiere la eternidad al tiempo, el cielo a la tierra; se propone haceros andar lo más posible por los caminos de la santidad. Son, pues, sus rigores la prueba de su amor, así como también la señal de su confianza. Cuando erais débiles aún, os atraía por medio de las caricias y tomaba mil precauciones, pero entre tantas dulzuras y miramientos no hubierais muerto vos mismo. Ahora que habéis cobrado fuerzas, deja de echar mano de ellos; «os priva de sus consolaciones, a fin de elevaros sobre la grosería de los sentidos y uniros a Sí de modo más excelente, más íntimo y más sólido mediante la fe pura y el puro espíritu. Para que esta purificación sea completa, es necesario que las privaciones se unan a los sufrimientos, al menos interiores, a las tentaciones, a las angustias, a las impotencias que a veces llegan hasta una especie de agonía. Todo esto sirve maravillosamente para librar al alma de su amor propio».
Después de esta advertencia general, examinaremos brevemente las principales pruebas de este género.
Desde luego, se ofrece la incertidumbre sobre el valor de nuestras oraciones, que nos parecen insignificantes.
Busquemos los medios de conservarnos atentos a Dios y hagamos cuanto esté de nuestra parte, pues El sabrá entender lo que hemos sabido decirle, y aceptará con agrado nuestra buena voluntad, y con ella se dará por satisfecho; que si es verdad que exige los esfuerzos, no pide, sin embargo, el éxito. La oración hecha en estas condiciones será sin consolación, más no sin fruto: puesto que es poderosa para mantenernos fieles a todos nuestros deberes, ilumina y alimenta más de lo que cabe pensar. Por lo demás, «la experiencia me ha enseñado -dice el P. de Caussade- que todas las personas de buena voluntad que se lamentan de esta suerte, saben orar mejor que las otras, porque su oración es más sencilla y más humilde».
Existe además la incertidumbre sobre el valor de nuestros actos de virtud. Mas «una cosa es-dice San Alfonso- hacer un buen acto: como rechazar la tentación, esperar en Dios, amarle, querer lo que El quiere, y otra conocer que se hace efectivamente este acto bueno. Este segundo punto, o sea, el conocimiento que tenemos de haber hecho algún bien, nos produce un gozo, pero el mérito del acto radica en el primero, es decir, en la ejecución de la buena obra. Se contenta, pues, Dios con el primero, y priva al alma del segundo, para quitarle toda satisfacción que nada añade al valor del acto, y El prefiere nuestro mérito a nuestra satisfacción». A Santa Juana de Chantal, que sufría terriblemente con esta pena, la consolaba San Francisco de Sales en estos términos: « El punto culminante de la santa religión es contentarse con actos desnudos, secos e insensibles, ejercitados por la sola voluntad superior. Hemos de adorar la amable Providencia y arrojarnos en sus brazos y en su regazo amoroso. Señor, si tal es vuestro beneplácito que yo no tenga gusto alguno por la práctica de las virtudes que vuestra gracia me ha otorgado, me someto a ello plenamente, aunque sea contra los sentimientos de mi voluntad; no quiero satisfacción de mi fe, ni de mi esperanza ni de mi caridad, sino poder decir en verdad, aunque sin gusto y sin sentimiento, que moriría antes que abandonar mi fe, mi esperanza y mi caridad.»
Otra incertidumbre versa sobre la victoria en las tentaciones, la cual es más penosa que el mismo combate, aunque éste hubiese sido tan tenaz y persistente que rayase en la obsesión. Que las almas de buena voluntad cobren ánimo y se tranquilicen: en los sentidos y en la imaginación pueden pasar multitud de cosas que no son actos voluntarios, en los que, por consiguiente, no hay pecado. Se habrá resistido como se debía, mas las tinieblas en que el alma se halla impiden ver con claridad lo que ha sucedido. La voluntad, sin embargo, no ha cambiado, y pronto lo sabrá por experiencia: se ofrece la ocasión de ofender a Dios por un simple pecado venial deliberado y huirá de él cuidadosamente, y preferiría mil muertes antes que cometerlo. Debe bastarnos haber velado, orado, luchado generosamente, sin que haya necesidad de estar completamente seguros de haber cumplido con el deber; y a veces, aun nos será provechoso no tener esta seguridad, pues en ello ganará no poco la humildad. Este fondo de corrupción que llevamos dentro de nosotros mismos, que sin la gracia de Dios nos conduciría a los desórdenes más espantosos, quiere el Señor hacérnosle sentir por experiencias mil veces repetidas. La evidencia de la victoria aminoraría la humillación, hasta pudiera poner en peligro la humildad, y Dios, dejándonos en la incertidumbre, refuerza la humillación y protege la humildad. Dura es la prueba, pero nos ofrece la incomparable ventaja de establecer sólidamente una virtud que es la base de la perfección.


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