5.
La Muerte
¡Hay que morir! Más pronto
o más tarde, pero hay que morir. Cada siglo se llenan las casas y las ciudades
de gente nueva; la antigua ha ido a encerrarse en los sepulcros. Nacemos ya con
la soga al cuello, o sea, condenados a muerte. Por muy larga que sea nuestra
vida, vendrá un día y una hora que serán los últimos para nosotros, y esa hora
ya está señalada. Dios mío, os agradezco la paciencia con que me habéis
soportado. ¡Ojalá hubiera muerto antes de ofenderos! Ya que me dais tiempo para
remediar el mal, decidme lo que queréis de mí, que yo quiero obedeceros en
todo. Dentro de pocos años, ni yo, que esto escribo, ni vosotros, que lo leéis,
viviremos en esta tierra. Como hemos oído doblar para unos, así otros oirán que
las campanas tocan a muerto por nosotros. Como leemos los nombres de otros
escritos en los registros de defunción, así otros leerán los nuestros. En
resumen: que tenemos que morir sin remedio; y, lo que es más terrible, que
hemos de morir una sola vez; si erramos esa vez, erramos para siempre. ¡Qué pavor
sentiréis cuando os avisen que debéis recibir los Sacramentos y que no hay
tiempo que perder! Veréis entonces salir de vuestro aposento los padres, los
amigos, y quedaréis solos con el confesor y la enfermera para asistiros.
JESÚS mío, no quiero
esperar a la muerte para darme a Vos; habéis dicho que no sabéis rechazar al
alma que os busca: Buscad, y hallaréis; pues ahora os busco yo; haceos
encontrar por mí. Os amo, Bondad infinta; a Vos sólo quiero, y nada más. Habrá
Religioso que, en lo mejor de sus planes y preocupaciones mundanas, oirá que le
dicen: «Hermano, está usted muy mal; prepárese a la muerte» Entonces querrá el
enfermo arreglar bien las cuentas; pero, ¡ay!, que el horror y la confusión que
se apoderarán de él lo trastornarán de tal modo, que no sabrá qué hacer. Todo lo que ve y oye le
causa pena y temblor; entonces todas las rosas del mundo se le convertirán en
espinas; espinas serán los recuerdos de las diversiones pasadas; espinas las honras
alcanzadas y la vanidad que ostentó; espinas los amigos que le apartaban de
Dios; espinas los vanos lujos; y todo será espinas. ¡Qué terror le causará
entonces el pensar: «Dentro de poco habré traspuesto la vida, y no sé cuál será
mi eternidad, si la feliz o la desgraciada! » ¡Oh, las solas palabras de
Juicio, Infierno, Eternidad, qué espanto causarán a los pobres moribundos! Creo,
Redentor mío, que habéis muerto por mí; por vuestra Sangre espero mi salvación.
Os amo, Bondad infinita, y me arrepiento de haberos ofendido.
JESÚS mío, esperanza mía,
amor mío, tened piedad dé mí. Figuraos un Religioso en su última enfermedad. Antes
se le veía siempre por el monasterio bromeando o revolviéndolo todo; ahora está
postrado, perturbado: no habla, no ve, no oye. ¡Ah! Ya no piensa el desdichado
en sus planes, ni en sus vanidades; ante la vista tiene clavada la única idea
de la cuenta que tiene que dar a Dios. Los hermanos que lo rodean (de los
cuales uno llora, otro suspira, otro está mudo), el confesor que lo asiste, los
médicos reunidos en consulta, todo eso son señales fatales. Entonces el enfermo
ya no ríe, no piensa en pasatiempos; no piensa más que en la noticia terrible de
que su enfermedad es mortal. Y no queda más remedio: tal como está, entre
confusiones y tormentos de dolores, angustias y zozobras, tiene que salir del
mundo. Pero ¿cómo prepararse en tan breve tiempo, y estando la inteligencia tan
oscurecida? Pues no hay remedio: hay que partir; lo hecho, hecho está.
¡Oh Dios mío! ¿Cuál será
mi muerte? Yo quiero cambiar de vida; ayudadme, JESÚS mío, que estoy resuelto a
amaros de hoy en adelante con todo mi corazón. Ea, estrechadme con Vos y no
permitáis que de nuevo os abandone. Sí tuvieras que morir esta noche, ¡cuánto darías
por un año o por un mes más de vida! Pues
debes resolverte a hacer ahora lo que entonces no podrás hacer. ¿Quién sabe si
este año, este mes, esta semana, o quizás este mismo día; serán los últimos
para ti? ¿Quisierais morir en el estado en que os encontráis? ¿No? Pues ¿corno
os atrevéis a continuar en el mismo estado? Tenéis compasión de los que han
muerto repentinamente, porqué no tuvieron tiempo de prepararse. Y vosotros que
tenéis tiempo, ¿no os preparáis?
¡Ah Dios mío! No quiero
obligaron a relegarme al olvido. Os doy gracias por vuestra misericordia;
ayudadme a cambiar de vida. Veo que me queréis salvar; yo quiero también
salvarme para alabaros y amaros eternamente. Llegada la hora de la muerte se os
presentará el Crucifijo y os dirán que JESUCRISTO debe ser en aquella hora
vuestro único refugio y vuestro único consuelo. Pero para aquellos que amaron
poco al Crucificado, no les servirá éste de consuelo, sino de espanto. En
cambio, ¡qué gran consuelo será para el alma que lo dejó todo por su amor!
Amado JESÚS mío, Vos
seréis mi único amor en la vida y en la muerte. ¡Dios mío y todas mis
cosas! ¡Oh que terror causa al moribundo pecador el sólo nombre de
eternidad! Por eso no quiere: oír hablar más que de sus dolores, de los médicos
y de las medicinas; si se le quiere hablar del alma, se cansa, cambia de
conversación y dice: «Hágame el favor de dejarme descansar». Clamará el
infeliz: -«¡Oh, quién me diera tiempo para reformar mi vida!» Pero oirá que le
responden: -«¡Sal de este mundo!» -«¡Que llamen más médicos-dirá-; prueben
otras medicinas!... » -«¡Qué médicos ni qué medicinas!» Ya llegó la hora, y hay
que marchar a la eternidad. Aquel proficiscere, «parte ya», no aterra, sino
que consuela al que ama a Dios pensando que sale ya del peligro de perder el
bien que ama. «Sea hoy la paz tu mansión y tu casa la celestial Sión». ¡Hermoso
anuncio para el que muere con la segura esperanza de morir en gracia de Dios!
¡Ah JESÚS mío! Por
vuestra Sangre espero que me llevaréis al lugar de la paz, donde podré deciros:
-«¡Oh, amor mío, ya no tendré el temor de perderte!» -«Compadécete, Señor, de sus
gemidos y de sus lágrimas». No quiero, Dios mío, aguardar a la hora de la
muerte para llorar las ofensas que os he hecho; las detesto ya desde ahora y
las maldigo: me arrepiento de todo corazón y querría morir de dolor. Os amo,
Bondad infinita. Así quiero vivir y morir: llorando y amando. «Reconoce, Señor,
a tu criatura, que no es hechura de otros dioses, sino creada por Ti, Dios vivo
y verdadero». ¡Oh Dios mío, que me habéis creado, no me arrojéis lejos de Vos! Si
un tiempo os desprecié, ahora os amo más que a mí mismo y no quiero amar más
que a Vos.
Al presentarse JESÚS por
Viático, temblará el que le amó poco. En cambio, el que no amó más que a
Jesucristo se sentirá inundado de confianza y de ternura, viendo que viene para
acompañarle en el viaje a la eternidad. Al recibir la Extremaunción, el demonio
os traerá a la memoria los pecados cometidos con los sentidos. Procuremos
llorarlos antes que llegue la muerte. Cuando el moribundo haya recibido los
Sacramentos, se retirarán los parientes y los amigos, y quedará solo con el Crucifijo.
¡Ah JESÚS mío! Entonces;
cuando todos me hayan abandonado, no me abandonaréis: En Ti, Señor, esperé;
no quedaré eternamente confundido. Ya se presenta un sudor frío, se
oscurece la vista, se paralizan las pulsaciones, se enfrían las manos y los
pies, queda ya el enfermo como un cadáver y comienza la agonía. ¡ Ah! Ya
comenzó el pobre su travesía... Luego va faltando el aliento, se hace cada vez
más rara la respiración: son los anuncios de la muerte. El confesor enciende
una luz, que coloca en la mano del moribundo, y comienza a hacerle los actos
para bien morir. ¡Oh, candela fúnebre! Ilumina ya nuestras almas, porque de
poco servirá tu luz cuando ya no hay tiempo para reparar el mal.¡Oh Dios mío! A
la luz de esa lámpara siniestra, ¿qué aspecto tomarán las vanidades del mundo y
las ofensas hechas al Señor? Y por fin expira el moribundo: allá acabó para él
el tiempo y comienza la eternidad. ¡Oh momento que decide una felicidad eterna
o una desgracia eterna!
¡JESÚS mío, misericordia!
Perdonadme y ligadme con Vos tan fuertemente, que no me suelte en aquel trance.
Cuando ya el moribundo haya expirado, se volverá el sacerdote a los presentes,
y dirá: - «Ya acabó. Les acompaño
en el sentimiento.» - ¿Murió ya? -Sí; ya
murió: descanse en paz - Descanse en paz, si murió en paz con Dios;
pero si murió en su desgracia, no tendrá paz el infeliz mientras Dios
sea Dios. Luego que haya expirado,
las campanas tocarán a muerto; al poco rato se habrá difundido la noticia. Unos
dirán: «Era muy garboso, pero poco tenía de santo.» Otros dirán: «¿Quién sabe
si se habrá salvado?» Los parientes y los amigos, agobiados por la desgracia, no
querrán ni oír hablar de él: «No nos lo recuerden por favor». Si queréis verlo,
abrid aquella fosa y miradlo: ya no impecable en su vestido, bien ceñido el
busto, sino convertido en podredumbre de la que nacen los gusanos que le irán comiendo
las carnes, hasta no dejar de aquel cuerpo más que un esqueleto fétido, que
después se irá destrabando, separándose la cabeza del tronco y los huesos todos
entre sí. He aquí a qué quedará un día reducido este cuerpo, por el que tanto
ofendemos a Dios.
¡Oh Santos! Vosotros lo
comprendisteis, y por eso teníais siempre el cuerpo mortificado; y ahora
vuestros huesos son venerados como reliquias en los altares y vuestras almas
gozar de la vista de Dios, esperando el día último, en que vendrán vuestros
cuerpos a haceros compañía en la gloria como os la hicieron en el dolor. Si
estuviera yo en la eternidad, ¿qué no desearía haber hecho por Dios? Se asomaba
San Camilo de Lelis a las tumbas, y exclamaba: -¡Oh!, si los que aquí reposan
vivieran, ¿qué hago? Y nosotros, ¿qué hacemos? Señor, no me rechaces por mí
ingratitud. Los demás os ofenden sin luz; yo a plena luz. Tanto me habéis
iluminado para que conociera el mal que hacía pecando, y, sin embargo, hollando
vuestra gracia y vuestras luces, os he vuelto las espaldas. No seas terrible
para mí; sé mi esperanza en el día del dolor (Jr. 17,17).
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