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miércoles, 22 de agosto de 2018

LA CIUDAD DE DIOS. SAN AGUSTIN



Capítulo XI. Si puede uno juntamente estar vivo y muerto
Y si es un absurdo el decir que el hombre antes que llegue a la muerte está ya en la muerte (porque ¿a qué muerte diremos que se va acercando cuando va cumpliendo los días de su vida, si ya está en ella?), especialmente que es cosa muy dura y extraordinaria el que se diga que a un mismo tiempo está viviendo y muriendo, puesto que no puede estar en un solo instante velando y durmiendo; resta saber cuándo estará muriendo. Porque antes que venga la muerte no está muriendo, sino viviendo, y cuando hubiere ya venido estará muerto, y no muriendo. Así que aquello es todavía antes de la muerte, y esto ya después de la muerte ¿Cuándo, pues, está en la muerte? Porque entonces está muriendo; pues así como son tres cosas cuando decimos: antes de la muerte, en la muerte y después de la muerte, asi a cada una de éstas acomodamos otras tres, a cada una la suya cuando está viviendo, muriendo y muerto. ¿Cuándo diremos que estará muriendo, esto es, en la muerte, adonde ni esté viviendo, que es antes de la muerte; ni muerto, que es después de la muerte, sino muriendo, que es en la muerte? Con gran dificultad puede determinarse, porque entre tanto que reside el alma en el cuerpo, principalmente si está con sus sentidos, sin duda que vive el hombre, que consta de alma y cuerpo, y, por consiguiente, hemos de decir que todavía es antes de la muerte, y no en la muerte; y cuando se hubiere partido el alma y quitado todo el sentido del cuerpo, ya decimos que es después de la muerte, y que está muerto. Desaparece, pues, entre lo uno y lo otro; cuando está muriendo o en la muerte; porque si todavía vive es antes de la muerte, y si dejó de vivir ya es después de la muerte. Así que nunca puede entenderse y comprenderse cuándo esté muriendo o en la muerte.
Así también en el discurso del tiempo buscamos el presente y no le hallamos, porque no tiene espacio alguno aquello por donde se pasa del futuro nl pretérito. Pero conviene fijar la atención bastante para que no vengamos de esta manera a decir que no hay muerte alguna en el cuerpo. Porque si la hay, ¿cuándo es, pues ella no puede estar en nadie, ni alguno en ella? Cuando se vive, aun todavía no está, porque esto es antes de la muerte, y no en la muerte; y si se dejó de vivir, ya no está, porque también esto es ya después de la muerte, y no en la muerte. Y, por otra parte, si no hay muerte alguna antes o después, ¿qué es lo que llamamos antes de la muerte o después de la muerte? Porque también lo diremos vanamente si no hay muerte alguna. Y pluguiera, a Dios que, viviendo bien en el Paraíso, hubiéramos hecho que en realidad de verdad no la hubiera; pero ahora no sólo la hay, sino que también la que hay es tan molesta, que en ninguna manera tenemos palabra para explicarla ni traza alguna para excusarla. Hablemos, pues, conforme al uso y a la costumbre, porque no es razón que hablemos de otro modo, y digamos antes de la muerte primero que suceda la muerte, como lo dice la Sagrada Escritura: <Antes de la muerte no alabes a ningún hombre.> Digamos también cuando sucediere: después de la muerte de fulano o de zutano sucedió esto o aquello; digamos también del tiempo presente como pudiéramos, así como cuando decimos: muriendo fulano hizo testamento, y muriendo dejó esto y aquello a fulano y a zutano, aunque esto en ninguna manera lo pudo hacer nadie sino viviendo, y lo hizo antes de la muerte, y no en la muerte. Raciocinemos también, como lo hace la Escritura, que sin escrúpulo, alguno llama también muertos, no a los que se hallan después de la muerte, sino en la muerte; y así dice el real Profeta: <Porque en la muerte no hay quien se acuerde de ti.> Pues hasta que vivan y resuciten se dice muy bien que están en la muerte, como decimos que está uno metido en el sueño hasta que despierta; aunque a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; con todo, no podemos decir del mismo modo a los que ya han muerto que están muriendo. Porque no mueren todavía los que, respecto a la muerte del cuerpo, de que tratamos ahora, están ya separados de los cuerpos. Esto es lo que dije que no se podía explicar con palabras; ¿cómo a los que mueren decimos que viven, o cómo a los que ya han muerto, aun después de la muerte, todavía decimos que están en la muerte? Porque ¿cómo se hallan después de la muerte, si aún están en la muerte,
principalmente no pudiendo decir que están muriendo? Como a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; y a los que en el trabajo, trabajando; y a los que en la pena, penando; y a los que en la vida, viviendo. Pero a los muertos, antes que resuciten, decimos que están en la muerte; y, sin embargo, no podemos decir que están muriendo.
Por lo cual muy a propósito, y no sin que le cuadre, me parece que sucedió (cuando no fuese por industria humana, quizá por juicio divino) que este verbo moritur, que es morirse, en el idioma latino no le pudieron declinar los gramáticos por la regla que suelen declinarse sus semejantes. Porque del verbo oritur se deriva el pretérito ortus est y otros semejantes que se declinan por los participios del tiempo pretérito; pero del verbo moritur, si preguntásemos el tiempo pretérito, responderán mortuus est, duplicando la letra u. Porque así decimos mortuus, como fatuus, arduus, conspicuus y otros tales que no son del tiempo pretérito, sino que, como sus nombres, se declinan sin tiempo. Mas como para que se decline lo que no puede declinarse, pónese y constitúyese un nombre por participio del tiempo pretérito. Sucedió, pues, muy bien, que así como aquello que significa no se puede evitar en la realidad, así el mismo verbo no puede declinarse hablando. Podemos, sin embargo, con el auxilio y gracia de nuestro Redentor, a lo menos, declinar la muerte segunda. Porque ésta es la más grave y el colmo de todos los males, la cual sucede, no por la división del alma y del cuerpo, sino con la unión de ambos para la pena eterna. En ésta, por el contrario, no estarán los hombres, antes de la muerte, ni después de la muerte, sino que siempre se hallarán en la muerte; y, por consiguiente, nunca viviendo, ni jamás muertos, sino muriendo sin fin. Pues nunca le sucederá al hombre peor en la muerte que en donde habrá la misma muerte sin muerte.
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Capítulo XII. Con qué género de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantasen su mandamiento
Cuando se pregunta ¿con qué especie de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantaban el mandamiento que les puso, y si no le guardaban obediencia, si con la del alma o la del cuerpo, o con la de todo el hombre, o con la que se dice segunda? Responderemos que con todas. Porque la primera consta de las dos, y la segunda totalmente de todas. Pues así como toda la tierra consta de muchas tierras, y toda la Iglesia de muchas iglesias, así toda la muerte de todas. Porque la primera consta de las dos: de la del alma y de la del cuerpo; de manera que la primera sea muerte de todo el hombre, cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo paga por cierto tiempo sus penas; en la segunda queda el alma sin Dios y con el cuerpo, y satisface las penas eternas. Así que cuando Dios dijo al primer hombre, a quien colocó en el Paraíso, acerca del manjar que le mandaba no comiese: <El día que comiereis de él moriréis de muerte>, no sólo comprendió aquella amenaza la primera parte de la primera muerte, donde el alma queda privada de Dios; ni sola la última, donde el cuerpo queda privado del alma; ni tampoco solamente toda la primera, donde el alma padece sus penas separada de Dios y del cuerpo, sino que comprendió todo lo que hay de muerte hasta la última, que se llama la segunda, después de la cual no hay otra que la suceda.
Capítulo XIII. Cuál fue el primer castigo de la culpa de los primeros hombres
Apenas quebrantaron nuestros primeros padres el precepto, cuando los desamparó luego la divina gracia y quedaron confusos y avergonzados de ver la desnudez de sus cuerpos. Y así, con las hojas de higuera, que fueron acaso las primeras que, estando turbados, hallaron a mano, cubrieron sus partes vergonzosas, que antes, aunque eran los mismos miembros, no les causaban vergüenza. Sintieron, pues, un nuevo movimiento de su carne desobediente como una pena recíproca de su desobediencia. Porque ya el alma, que se había deleitado y usado mal de su propia libertad y se había desdeñado de obedecer a Dios, la iba dejando la obediencia que le solía guardar el cuerpo, y porque con su propia voluntad y albedrío desamparó al Señor, que era superior; al criado, que era su inferior, no le tenía a su albedrío, ni del todo tenía ya sujeta la carne como siempre la pudo tener si perseverara ella guardando la obediencia y subordinación a su Dios. Entonces, pues, la carne comenzó a desear contra el espíritu, y con esta batalla y lucha nacimos, trayendo con nosotros el origen de la muerte, y trayendo en nuestros miembros y en la naturaleza viciada y corrompida la guerra continuada con ella o la victoria contra el primer pecado.
Capítulo XIV. De las cualidades con que crió Dios al hombre, y en la desventura que cayó por el albedrío de su voluntad
Dios crió al hombre recto, como verdadero autor de las naturalezas, y no de los vicios; pero como éste se depravó en su propia voluntad, y por ello fue justamente condenado, engendró asimismo hijos malvados y condenados. Puesto que todos nos repre sentamos en aquel uno, cuando todos fuimos aquel uno que por la mujer cayó en el pecado, la cual fue formada de él antes del pecado. Aún no había criado y distribuido Dios particularmente la forma en que cada uno habíamos de vivir; pero existía ya la naturaleza seminal y fecunda de donde habíamos de nacer; de modo que estando ésta corrupta y viciada por causa del pecado, obligada al vínculo de la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre otro hombre que fuese de distinta condición. Y así del mal uso del libre albedrío nació el progreso y fomento de esta calamidad, la cual, desde su origen y principio depravado, como de una raíz corrompida, trae al linaje humano con la trabazón de las miserias hasta el abismo de la muerte segunda, que no tiene fin, a excepción de los que se escapan y libertan por beneficio de la divina gracia.



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