El Testimonio de los
Mártires
INTRODUCCION
Quizá
este articulo ya se subió, sin embargo revise y no lo encontré por si ya lo
leyeron no está demás volverlo a meditar.
Al
leer este hermoso relato de estos dos mártires en distintas épocas uno se da
cuenta de la continuidad de la Iglesia de siempre y comprende que esta sangre
de mártires son los que forman o integran la estructura de la verdadera Iglesia
de Nuestro Señor Jesucristo y que estamos muy lejos hoy por hoy de estos
testimonios de valientes hombres y mujeres que forjaron con su sangre los
pueblos y las naciones otrora católicas de verdad.
Asistimos
a un triste espectáculo los que nos toco vivir en el actual siglo “de los
grandes y deslumbrantes descubrimientos”, pero un siglo que fenece porque ya no
tiene aquella sabia que circulaba por las venas de la sociedad. Se ha perdido
mucho lo cual es deplorable porque eso equivale a un alejamiento de Dios
impresionante como jamás se había visto.
En vez
de la confesión valiente de nuestra fe el cristiano de hoy se conduce por el
“respeto humano”, la comodidad, el “progreso” etc., siente vergüenza de llamarse católico porque debemos estar a la
“altura” del siglo actual, que triste espectáculo, que deplorable situación la
cual sin duda alguna tal actitud nos prepara un gran castigo de Dios.
Hoy
sentimos miedo de definirnos católicos, hoy hemos renunciado a la defensa de
aquellos valores por los que dieron la vida tantos hombres y mujeres en su
momento. Se nos podría tachar de cobardes? Porque no. Ese nombre es el más
adecuado a nuestro estado de católicos “cobardes” y si uno quiere no entrar en
esta clasificación luego estos mismos hombres lo tachan a uno de “rebeldes”
“desobedientes” o, lo que es peor, sediciosos, deben importarnos estos calificativos?
En absoluto. Para nosotros al igual que aquellos mártires esta primero la
gloria de Dios y nada más, es ella la que nos impulsa, a pesar de nuestras
flaquezas y debilidades, a dar mas y mas cada día, es por ella que nuestras vidas
sufren cada día un martirio MORAL y no de sangre como quisiéramos, es con ella
por quien nuestras lámparas se están extinguiendo lentamente hasta que el
divino Maestro Jesucristo las apague para siempre, y, finalmente es en ella, la
gloria divina, en las cuales nuestras almas deben consumirse sin temer al
enemigo sin hacer caso a los timoratos, sin escuchar a los cobardes que
prefieren amoldarse a este siglo por temor de VIVIR EN EL ANONIMATO.
— ¿Quién
eres TÚ?— preguntaba el tirano al hombre que le habían traído para que lo
juzgase.
—Soy
cristiano.
— ¿No
sabes que está prohibido por las leyes del Imperio pertenecer a esa secta?
—Soy
cristiano.
—Lo
que eres, es un loco. Vas a perder tu situación en el estado, tu familia, tus
bienes por una locura como ésa. ¡Vamos! insulta a Cristo, y te daré la libertad
y te devolveré tus bienes y te colmaré de honores.
—Hace
ochenta años que sirvo a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal: ¿por qué he de
insultarle? Soy cristiano.
—¿No
sabes que a quien hay que servir y adorar es a los dioses del Imperio? ¡Vamos!
echa unos granos de incienso en el brasero del altar de los dioses y te doy la
libertad.
—No
hay más que un solo Dios verdadero; a El sirvo, a El adoro. Soy cristiano.
—Pero
ese Cristo es un judío: ¿cómo ha de per Dios?
—Jesucristo
es Dios y el Dios verdadero. Soy cristiano.
— ¿Cómo
sabes que es Dios?
—Lee
el Evangelio y allí verás la prueba. Jesucristo fue muerto en la Cruz, y
resucitó al tercer día por su propia virtud. Eso sólo puede hacerlo un Dios.
Soy cristiano.
— ¿Tan
seguro estás de eso? Ya veremos si ante las fieras del Circo, no caes en la
cuenta de tu error. ¡Insensato!
—Las
fieras del Circo no podrán hacerme más daño que acabar con esta mi vida del
cuerpo; pero ello me permitirá ir a unirme con Cristo, mi 1 34 Señor. Ninguna
otra cosa he deseado más en mi vida, que ya es larga. Soy cristiano.
—Si tu
Cristo es Dios, lo mejor que podía hacerte *era librarte de las garras de las
fieras. . . y ¡ ya verás cómo no lo hace! —¡Claro está que podría hacerlo! Pero
yo le ruego que se apiade de mí, y no lo haga, como lo ha hecho con otros de
mis hermanos, y ¡ tú lo sabes bien! Porque yo quiero ya ir con El al Cielo. Soy
cristiano.
Furioso
el juez por la muletilla para él insoportable de ¡soy cristiano! le dijo
airado:
—¡Eras
cristiano hasta ahora! Mañana morirás entre los dientes de las fieras y dejarás
de ser cristiano.
—Jesucristo
ha dicho: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque
muriere vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá eternamente". Soy
cristiano.
—Y tú
¿crees eso que dijo tu Cristo? —Porque lo creo, estoy dispuesto a morir por
Cristo. Soy cristiano.
Diálogos
como éste, con idénticas palabras o con otras, pero en el mismo sentido, llenan
las páginas de la Historia de la Iglesia Católica desde su fundación a nuestros
días.
No
uno, no dos, no cien, millares y millares, en todos los pueblos y naciones,
bajo todas las latitudes, en hombres de toda condición y situación social,
ancianos, jóvenes, aun niños, hombres y mujeres. . . Y no eran mera palabrería.
. . En las hogueras, en el Circo, en las cárceles, en los tormentos, en el
ecúleo, ante las fieras animales y las fieras con figura de hombre, hasta el
último suspiro las repetían con la sonrisa en los labios, el gozo en el corazón
y la fe en el alma. Se necesitaría ser un necio para no ver en este hecho tan
universal, tan heroico, un testimonio de la verdad de la religión católica, de
la fuerza divina de la fe, y al mismo tiempo un homenaje de caridad y de amor a
Jesucristo, mayor que otro alguno que pudieran darle los hombres. Fuera de la
asistencia particular del Espíritu Santo, no cabe duda que es al innumerable
ejército de sus mártires, a quien la Iglesia Católica debe su desarrollo,
extensión y fuerza benéfica en este mundo.
Y como
Jesucristo, Dios no puede fallar a sus promesas, y ha prometido la vida eterna
del Cielo, a los que por su honor y el de su Iglesia dan ese augusto testimonio
de su amor y de su fe, la Iglesia canoniza a sus mártires.
Porque
la canonización, no es otra cosa, que la afirmación infalible de que el
canonizado está ya en la santa morada de los justos, recibiendo el premio eterno
de los que amaron a Dios sobre todas las cosas.
Que se
pruebe con todo rigor de verdad, en un proceso serio, escrupuloso, y digno, que
un hombre o una mujer católicos, han dado su vida por su fe, y la Iglesia no
dudará un ápice en elevarlos al honor de los altares.
Estos
recuerdos y estas consideraciones no se apartan ni un momento de mi mente, al
ir relatando en estas semblanzas, las heroicas muertes de tantos mexicanos de
todas las clases sociales y edades y condiciones que dieron su vida por Cristo
Rey en la persecución comunista-callista.
Y lo
confieso paladinamente. He querido recordarlos para que los que puedan hacerlo,
se muevan a entablar un proceso jurídico acerca de tan heroicos hechos de
nuestros hermanos, en vista de la introducción de su causa de beatificación
ante la Santa Sede, que sin ese proceso jurídico no puede prudentemente hacer
nada en ese sentido. Hoy, que viven todavía muchos de los testigos presenciales
de tales hechos, que conocieron y trataron de cerca a nuestros confesores de su
fe, el dicho proceso tendrá muchísimas más facilidades y buen resultado, que no
después de muchos años.
Los
religiosos de la Compañía de Jesús, considerándolo de su deber, lo han hecho
respecto de uno de nuestros hermanos el P. Agustín Pro, y ya sabemos cómo la causa de su martirio va por
buen camino. Pero ¡ es que hubo en aquella época también religiosos de las
beneméritas órdenes y Congregaciones religiosas, de Agustinos, Franciscanos,
del Inmaculado Corazón de María, etc; miembros distinguidísimos del venerable
clero secular, y en mayor número católicos seglares de nuestras clases humildes
y medias, cuyos martirios no sólo igualan en heroicidad al del Padre Pro, sino
que a veces lo superan, como el que voy a relatar en seguida! ¿Por qué no se ha
intentado siquiera, el necesario proceso acerca de ellos? Homónimo del noble y
valiente jefe de los cristeros de Colima, Eduardo Dionisio Ochoa, vivía en la
ranchería de Montitlán un venerable anciano ranchero, D. Dionisio Ochoa. Era de
aspecto respetabilísimo, con su larga barba y sus blancos cabellos, y sobre
todo por ese no sé qué que reviste como una aureola, con la que los artistas
representan la vida moral y cristiana de los santos en sus imágenes, al hombre
que ha vivido sin apartarse un ápice del sendero de las normas cristianas.
Tranquilo
y sereno en su porte, afable y bondadoso con todos, digno en sus palabras y en
sus hechos, diríase que era la reproducción viviente de uno de aquellos
venerables patriarcas bíblicos. Había educado en el temor y amor de Dios a su
numerosa familia, y dos de sus hijos, heridos en sus religiosos sentimientos,
en aquella tremenda persecución, impulsados y bendecidos por el mismo D.
Dionisio, habíanse unido a los cristeros del Volcán para vengar el honor de
Jesucristo Rey, vilipendiado por el puñado de malos mexicanos que militaban
bajo las órdenes impías de los perseguidores. 136
Cierto
día del mes de febrero de 1927, los callistas entraron en la ranchería y
encontraron al anciano, que por su misma edad, no había podido acompaña a sus
heroicos muchachos cristeros en la gran aventura.
Su
destacada figura y el mismo nombre de Dionisio Ochoa, ya famoso en la región
por las derrotas, que el joven Eduardo Dionisio había infligido a los
''guachos", hicieron que éstos se fijaran especialmente en él y le
aprehendieran.
Llevado
con la acostumbrada brutalidad a presencia del jefecillo de los callistas,
entablóse con él un diálogo; que en un proceso jurídico, estoy seguro, aparecería
con todos los caracteres de autenticidad:
-— ¿Cómo
se llama usted, viejo cristero?
—Dionisio
Ochoa, para servir a Dios —contestó el anciano.
—Usted
es de los cristeros ¿verdad?
—No,
porque estoy ya viejo, pero sí soy católico.
— ¿Dónde
andan los cristeros?
—No lo
sé; en algún lugar del Volcán.
— ¿Quién
es el jefe de ellos?
—Cristo
Rey.
—Ya,
ya sabemos —repuso el callista entre injurias— que por ese Cristo Rey andan en
armas. No se haga el tonto y conteste lo que le pregunto.
¿Quién
es el que los manda? —Cristo Rey —contestó el anciano sin inmutarse—. El es
quien los manda, y a mí también, porque ya le he dicho que soy católico. El es
nuestro jefe; El es el que nos manda.
—Bueno.
. . Y ¿quién les ayuda? ¿quién les da parque?
—Cristo
Rey es el que nos ayuda y nos da todo lo que necesitamos. Porque yo también soy
católico.
—Y
¿qué quieren los católicos con toda esa bola de su Cristo Rey? —Que triunfe el
reinado de Cristo Rey en México, porque El es nuestro verdadero Jefe y el que
nos manda, porque yo también soy católico.
Coléricos
los esbirros, por la serenidad y firmeza con que el anciano se declaraba súbdito
de Cristo Rey le echaron una soga al cuello e intentaron colgarlo de la rama de
un árbol cercano. La rama crujió con el peso del robusto anciano y desgajándose
rápidamente, se vino abajo, lastimando en su caída a los verdugos.
Con
nuevas imprecaciones, buscaron otra rama al parecer más robusta, pero al
levantar el cuerpo del anciano nuevamente esa rama se desgajó, golpeando también
a otros callistas ciegos de furor.
D.
Dionisio, cuando al caer la rama, se aflojaba el nudo corredizo en su garganta,
repetía con verdadera devoción y amor: ¡Viva Cristo Rey! Dos, tres, cuatro
veces más, intentaron suspenderle en las ramas de aquel 137 árbol con idéntico
resultado. Dijérase que la planta se negaba a cooperar en aquel crimen indigno.
—Ya os
he dicho —repetía el anciano a punto de perder el sentido por aquel tormento—,
que Cristo Rey es nuestro Jefe, que es El el que nos manda porque yo también
soy católico . . . como ellos ... El también nos da lo que necesitamos... El me
ha dado todo en mi vida... Él, El... ¡Viva Cristo Rey!
Los
callistas furiosos buscaron otro árbol más resistente, y al fin lograron suspender
al anciano Don Dionisio. . .Y todavía, cuentan los testigos, que como la lava
de un volcán logra romper la roca que se oponía a su salida, así a través de
aquella garganta cerrada y oprimida por la soga, se oyó salir el último latido
de aquel corazón generoso que decía / Viva Cristo Rey! Y ¿no os parece,
lectores míos, que este diálogo y estos hechos son como un eco que resuena a
través de diez y nueve siglos, de aquel diálogo primero con que he comenzado
este relato y que se encuentra en las actas del martirio de otro anciano, San
Policarpo? Pues ¿por qué éste, debidamente comprobado en un proceso, no había de
hacer que la misma Iglesia, que por aquél, se persuadió que Policarpo había
dado su vida por la fe cristiana y lo venera en los altares, no había de mover
a la misma santa e infalible Iglesia a declarar al anciano mexicano.
Don
Dionisio Ochoa, mártir de Cristo, muerto después del estallido de una bomba casera.
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