III
ETERNIDAD DE LAS PENAS
DEL INFIERNO
DEL INFIERNO
LA ETERNIDAD DE LAS PENAS
DEL INFIERNO ES UNA VERDAD DE FE
REVELADA
DEL INFIERNO ES UNA VERDAD DE FE
REVELADA
Dios mismo ha revelado a sus creaturas la eternidad de las penas que les
esperan en el infierno, si son bastante insensatas, perversas, ingratas y
enemigas de sí mismas para rebelarse contra las leyes de su santidad y de su
amor. Recuerda, caro lector, los numerosos testimonios ya citados en el curso
de esta obrita. Casi siempre, recordándonos la revelación misericordiosa que se
había dignado hacer de esta verdad saludable a nuestros primeros padres, el Señor
habla de la eternidad de las penas del infierno al mismo tiempo que de su existencia.
Así, por boca del patriarca Job y de Moisés, nos declara que en el infierno “
reina horror eterno, sempiternas horror” l. El texto original es aún más
fuerte, significando la palabra sempiternus, “siempre eterno” como si dijese
“eternamente eterno”.
Por medio del profeta Isaías nos repite la misma enseñanza, pues
no habrás olvidado aquel terrible apostrofe que dirige a todos los pecadores: “¿Quién de vosotros podrá habitar en el fuego devorador, (. . . ) en
las llamas eternas, cum ardoribus
sempiternis?”. Aquí también encontramos el adjetivo sempiternis. En el
Nuevo Testamento" aparece con frecuencia en los labios de Nuestro Señor y
en la pluma de sus Apóstoles eternidad del fuego y de las penas del infierno.
Recuerda otra vez, amado lector, algunos extractos que hemos citado. Trasladaré
únicamente aquellas palabras del Hijo de Dios, que resumen solamente todas las
demás, y son la sentencia que presidirá a nuestra eternidad: "¡Venid, benditos de mi Padre, y entrad en posesión del reino que os ha sido
preparado desde el principio del mundo! ( . . . ) ¡Apartaos de Mí, malditos!
¡Id al fuego eterno, que ha sido preparado para el demonio y sus ángeles!”. El
adorable Juez añade: “Éstos irán al suplicio eterno, y los justos entrarán a la
vida eterna, in supplicium aeternum, in vitam aeternam” .Estos oráculos del
Hijo de Dios no necesitan comentarios. En su luminosa claridad apoya la Iglesia
diecinueve siglos ha su divina enseñanza, soberana e infalible, tocante a la eternidad
propiamente dicha de la beatitud de los elegidos en el cielo y de las penas de
los condenados en el infierno.
La eternidad, pues, del infierno y de sus terribles castigos es una
verdad revelada, una verdad de fe católica, tan cierta como la existencia de
Dios y los demás misterios de la Religión cristiana.
EL INFIERNO ES NECESARIAMENTE
ETERNO, A CAUSA DE LA NATURALEZA
MISMA DE LA ETERNIDAD
ETERNO, A CAUSA DE LA NATURALEZA
MISMA DE LA ETERNIDAD
Mucho tiempo ha que la natural debilidad del entendimiento humano se
dobla bajo el peso del terrible misterio de la eternidad de los castigos de los
condenados. Ya en tiempos de Job y de Moisés, diecisiete o dieciocho siglos
antes de la era cristiana, ciertos entendimientos ligeros y ciertas conciencias
muy cargadas hablan de la mitigación, ya que no del término, de las penas del
infierno. “ Imagínanse, dice el libro de Job , que el infierno decrece y
envejece” Hoy día, como en todas las épocas, esta tendencia a mitigar y
abreviar las penas del infierno encuentra abogados más o menos directamente interesados
en el asunto; pero se; engañan. Sobre que su suposición no descansa sino en la imaginación,
y es directamente contraria a las afirmaciones divinas de Jesucristo y de su
Iglesia, parte de un concepto ¡absolutamente falso de la naturaleza de la eternidad.
No sólo no tendrán término ni alivio alguno las penas de los condenados, sino
que es metafísicamente imposible que lo tengan, pues a ello se opone de una
manera absoluta la naturaleza de la eternidad.
La eternidad, en efecto, no es como el tiempo, que se compone de una sucesión
de instantes, añadidos los unos a los otros, y cuyo conjunto forma los minutos,
las horas, los días, los años y los siglos. En el tiempo se puede variar, precisamente
porque se tiene el tiempo de variar. Pero si delante de nosotros no tenemos
día, ni hora, minuto, ni segundo, ¿no es evidente que no podemos pasar de un
estado a otro estado? pues esto es lo que sucede en la eternidad. En ella no
hay instantes que se sucedan a otros y que sean distintos. La eternidad es un
modo de duración y de existencia que no tiene nada de común con el de la
tierra; podemos conocerlo, mas no podemos comprenderlo. Es el misterio de la otra
vida, el misterio de la duración de Dios, que un día ha de ser nuestra
duración.
La eternidad, conforme dice Santo Tomás con la tradición, es “ toda
entera a la vez, tota simul . Es un presente siempre actual, indivisible,
inmutable. Allí no hay siglos acumulados sobre siglos, ni millones de siglos
añadidos a otros millones. Son modos éstos del todo terrestres y meramente
imaginarios de concebir la eternidad. Lo repito, la naturaleza misma de la
eternidad, que no se parece en nada a las sucesiones del tiempo, hace que en
ella sea radicalmente imposible todo cambio; ora en bien, ora en mal. Con respecto a las penas del infierno es, pues, imposible todo cambio; y
como la cesación o la simple mitigación de dichas penas constituiría
necesariamente un cambio, debemos concluir con entera certeza que las penas del
infierno son absolutamente eternas, inmutables, y que el sistema de las
mitigaciones no es más que una flaqueza del entendimiento o un capricho de la
imaginación y del sentimiento. Lo que acabo de resumir sobre la eternidad, lector
amado, es quizás un poco abstracto; pero cuanto más reflexiones sobre ello,
tanto más comprenderás su verdad. Como quiera que sea, comprendámoslo o no lo
comprendamos, descansemos en este punto sobre la clarísima y muy formal
afirmación de Nuestro Señor Jesucristo, y digamos con toda la sencillez y
certidumbre de la fe: "Creo en la vida eterna, credo in vitam
aeternam", esto es, en la otra vida, que será para todos inmortal y eterna;
para los buenos, inmortal y eterna en las bienaventuranzas del paraíso; para
los malos, inmortal y eterna en los castigos del infierno. Un día San Agustín, obispo
de Hipona, se ocupaba en escudriñar, hasta el punto que podía hacerlo su
poderoso entendimiento, la naturaleza de la eternidad. Investigaba,
profundizaba, y tan pronto descubría como se sentía detenido por el misterio,
cuando repentinamente se le aparece entre rayos de luz un anciano de venerable
presencia y todo resplandeciente de gloria. Era San Jerónimo, que de edad de
cerca cien años acababa de morir muy lejos de allí, en Belén. Y como San
Agustín i mirase con asombro y admiración la celestial visión que representaba
a sus ojos: “El ojo del hombre no ha visto, le dice el anciano, la oreja del
hombre no ha oído, y el entendimiento del hombre no podrá
jamás comprender lo que tú buscas”. Y desapareció. Tal es el misterio de la
eternidad, ya en el cielo, ya en el infierno. Creamos humildemente y
aprovechemos el tiempo en esta vida, a fin de que cuando cesará para nosotros
el tiempo, seamos admitidos en la eternidad feliz, y podamos por la
misericordia de Dios evitar la otra.
OTRA RAZÓN DE LA ETERNIDAD
DE LAS PENAS: LA FALTA DE GRACIA
DE LAS PENAS: LA FALTA DE GRACIA
Aun cuando el condenado tuviese delante de sí el tiempo para poder variar,
para convertirse y alcanzar misericordia, aquel tiempo no podría servirle. ¿Y
por qué? Porque existiría siempre la causa de los castigos que sufre, cuya
causa es el pecado, el mal que ha elegido en la tierra. El condenado es un pecador
impenitente, inconvertible. No basta, en efecto, el tiempo para convertirse.
¡Ay! Lo vemos demasiado en este mundo. Vivimos en medio de gentes a las que
Dios bondadoso espera diez, veinte, treinta,
cuarenta años, y a veces más. Para convertirse es necesario además la gracia. No
hay conversión posible sin el don esencialmente gratuito de la gracia de
Jesucristo, la cual es el remedio fundamental del pecado y el primer principio
de la resurrección de las pobres almas que el pecado ha separado de Dios y
arrojado así a la muerte espiritual. Jesucristo ha dicho: “Yo soy la
resurrección y la vida” J, y por el don de su gracia resucita a las almas
muertas y las conserva luego en la vida. En su omnipotente sabiduría este
Soberano Señor ha dispuesto que nos sea dada su gracia únicamente en esta vida,
que es el tiempo de nuestra prueba, a fin de evitarnos la muerte del pecado y de
hacernos crecer en la vida de los hijos de Dios. En el otro mundo no hay tiempo
de gracia ni de prueba: es el tiempo de la eterna recompensa para aquéllos que
habrán correspondido a la gracia
viviendo cristianamente; es el tiempo N del castigo eterno para aquéllos que,
rechazando la gracia, habrán vivido y muerto en el pecado. Tal es el orden de la
Providencia/^ nada lo cambiará.
Así, pues, en la eternidad ya no habrá gracia para los pecadores condenados;
y como sin la gracia es absolutamente imposible arrepentirse con eficacia, y
aquélla es necesaria para alcanzar el perdón, no será éste posible; subsiste
siempre la causa del castigo, y subsiste éste igualmente, ya que no es sino el
efecto del pecado. Sin gracia no hay arrepentimiento; sin arrepentimiento no
hay conversión; sin conversión no hay perdón; sin perdón no puede haber alivio
ni término de la pena. ¿No es esto racional? El mal rico del Evangelio no se arrepiente
en el infierno. No dice: '‘ ¡Me arrepiento!” no dice: “ He pecado” sino que
dice: “ Sufro horriblemente en estas llamas”. Es el grito del dolor y de la
desesperación. No piensa en implorar el perdón, sino que piensa en sí mismo y
en su alivio. El egoísta pide en vano la gota de agua que podría refrescarlo. Esta gota de agua es el toque de gracia que lo salvaría;
pero se le responde que esto es imposible. Detesta el castigo, no la falta; ésta
es la terrible historia de todos los condenados. Aquí están la ciudad de Dios y
la de Satanás como vecinas, es posible pasar y volver a pasar de la una a la
otra; el bueno puede hacerse malo y el malo hacerse bueno. Mas todo esto cesará
al tiempo de la muerte: entonces las dos ciudades serán irrevocablemente
separadas, como dice el Evangelio •; no se podrá pasar ya de la una a la otra,
de la ciudad de Dios a la de Satanás, del paraíso al infierno, ni de éste al
paraíso. En esta vida todo es imperfecto, el bien como el mal; nada hay
definitivo, y como la gracia de Dios no se niega jamás a nadie, es posible
siempre librarse del mal, del imperio del demonio, de la muerte del pecado, mientras
se permanece en este mundo. Mas, como ya he dicho, esto es patrimonio de la vida
presente; y desde que un hombre en estado de pecado mortal ha exhalado el
último suspiro, todo cambia de faz: sucede al tiempo la eternidad: ya no
existen momentos de gracia y de prueba; ya no es posible la resurrección del alma,
y el árbol caído a la izquierda, permanece eternamente a la izquierda.
Así, pues, la suerte de los condenados está por siempre fijada, sin que
sea posible cambio alguno, mitigación, suspensión, cesación alguna de sus
castigos. Fáltales, no sólo el tiempo, sino también la gracia.