miércoles, 31 de agosto de 2016

LOS MARTIRES MEXICANOS

Ocho Muertos y...
¡un Resucitado!


Por todas partes de la República la juventud mexicana, organizada en la para siempre famosa A.C.J.M., estaba en ascuas con las noticias que los periódicos mexicanos, tímidamente, y los extranjeros con mayor empuje, daban al mundo de los avances de la persecución comunista-callista. Especialmente los periódicos extranjeros la calificaban así, de comunista, y no les faltaba razón. Era el mismo odio a Cristo y al reino de Cristo; la misma hipocresía, que declaraba querer únicamente el bien de los obreros engañados por los capitalistas y por los miembros de la Iglesia Católica; el mismo fingido respeto a unas leyes dadas por los partidarios de las ideas comunistas; la misma consigna, emanada de quién sabe qué poder, oculto con toda seguridad en los antros de la masonería atea; la misma obediencia ciega de los comprometidos por un terrible secreto a esa obediencia al mal; los mismos procedimientos salvajes y ejecuciones sin proceso, ni forma alguna, aun en apariencia, legal; todo en fin lo que cada día, con mayor claridad, vamos conociendo como proceder del Comunismo Internacional era lo que estaba ensangrentando la tierra mexicana, y haciendo rodar por el suelo, como víctimas gloriosas, a un gran número de mexicanos de todas las clases de la sociedad, de todas las edades de la vida, hombres y mujeres, que no tenían otro delito, monstruoso para los perseguidores, que profesar y confesar públicamente la fe católica. Porque cada día más, los hechos que ya consigna en sus páginas la historia de estos dos últimos siglos, van revelando con mayor claridad que toda esa faramalla de solución de la cuestión social, de redención de los proletarios, de remedio de los males de la sociedad, etc., etc., que entre gritos y espumarajos de rabia proclamaban Marx, Lenin y sus incondicionales partidarios, no son más que una continuación, habilísimamente disfrazada, de la conspiración anticristiana, fraguada en las sombras, con que se rodean siempre los que obran mal, y cuyo inmediato primer estallido fue la grande, por lo horrible, Revolución Francesa de fines del siglo XVIII.

Acabar con el Reino de Cristo en este mundo, con el orden cristiano, con la civilización cristiana, con la Iglesia verdadera de Jesucristo que la inició, la desarrolló y la sostiene hasta nuestros días: he aquí el objetivo, en principio oculto y hoy descubierto a la luz del día, que se proponen los comunistas, desdichados sucesores de todos esos revolucionarios que hicieron del siglo XIX, llamado el siglo "de las luces", uno de los más trágicos de la historia. Una vez triunfante en Rusia el comunismo, por la revolución de 1917, fue México el designado en los antros de los conspiradores, como ya lo hemos probado al principio de estas páginas, para continuar su obra, estableciendo en nuestra patria un foco de infección para todo el continente americano. México, que había pasado ya por una serie dolorosa de revoluciones, triunfantes al fin para el liberalismo, preparación y antesala del comunismo, les parecía como la nación ideal para el establecimiento de ese foco pestilente que había de envenenar a América. De Europa y Asia se encargarían los rusos y una parte de los germanos, inficionados de la misma lepra. Antonio Verástegui.

Tales eran las ideas y el resultado de los estudios que pacientemente se hacían en los Círculos de Estudios de la A.C.J.M. Y como en todas partes, la juventud católica de la ciudad de Parras, del Estado de Coahuila, llegó a esa misma conclusión. Como ningunos otros, aquellos jóvenes ansiaban la solución correcta y digna de la cuestión social, y estaban resueltos a poner su grano de arena en resolverla, al menos en su Estado. Ya en otras regiones del país se manifestaban los mismos deseos y se preparaban dichos jóvenes para en un porvenir, que estimaban no lejano, llevar a la práctica sus intentos. Pero nunca creyeron, como desdichadamente lo creían aún muchos católicos, que declaraban y aun ahora declaran todavía, que hay un fondo de justicia en las andanzas del comunismo. ¿Un fondo de justicia? ¡Si precisamente el fondo real y verdadero del comunismo es el intento de acabar con el orden cristiano! Si lo que menos les importa a los comunistas, a pesar de su careta de redentores del proletariado, es el bienestar de las clases humildes y explotadas, cuyos males procuraran, según las consignas de Marx y Lenin, exacerbar hasta la desesperación para que les sirvan de carne de cañón en la revolución mundial que anhelan ¡Vaya Plácido Arciniega, Francisco Fuantos, José Fuantos, Bernardo Morales, Antonio Muñiz, Bernardo Muñiz, Dolores Rodríguez, José Rodríguez, Francisco Guzmán, Isidro Pérez, Manuel Verástegui y otros más cuyos nombres ignoro, tuvieron el 3 de enero de 1927 una sesión vibrante en el local de la A.C.J.M. Francisco Guzmán era, además, Jefe de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, y en esa calidad tomó la palabra en la reunión

—Compañeros, creo que ha llegado la hora de mostrar al mundo, que somos verdaderos católicos. Ya veis las noticias que nos llegan de lo que están haciendo con nuestros hermanos católicos mexicanos, los esbirros de Calles. Podremos soportarlo más? ¿Nosotros que nos hemos reunido para tratar de remediar los males sociales de nuestra patria, preparándonos aquí para actuar el día de mañana, nosotros vamos a consentir que, diezmadas las huestes católicas, ese día de mañana por el que suspiramos no tengamos ya la ayuda que de esas huestes fundadamente esperamos? Los más valientes, los más generosos, los más distinguidos por su fe y su conducta enteramente católica, naturalmente son los primeros que están cayendo bajo las balas asesinas y los puñales traidores de los del Gobierno desdichado de nuestra patria. ¿En quién podremos poner nuestras esperanzas patrióticas y honradas para el día de mañana, si ésos, a montones, van desapareciendo, y si otros que podríamos levantar del ánimo caído, en que nos ha hundido la desgracia secular de nuestra patria, se amedrentan más aún, por tantos crímenes, y desconfían de nuestro remedio?

—Tienes razón, Guzmán, tienes razón. Ya me da vergüenza mostrarme con mi escudo de católico perteneciente a la A.C.J.M. y a la Liga de Defensa, y andar aquí tranquilamente, cuando en muchas partes de la República nuestros hermanos, nuestros compañeros, se han lanzado a la defensa armada con los peligros que trae consigo, pero con el noble y santo propósito de luchar por el reinado de Cristo Rey en nuestra patria, y la defensa de tantos inocentes que van cayendo. . . ¡Vive Dios! que esto se ha acabado. Yo me voy con los cristeros.

—Y nosotros también —respondieron a coro los demás muchachos vibrando de indignación y de entusiasmo. Y así fue cómo aquellos valientes y generosos jóvenes, decidieron aquella misma noche levantarse en armas contra la iniquidad de los comunistas callistas.

El plan ya lo tenían hecho los jefes para apoderarse de la ciudad sin necesidad de derramar una gota de sangre, pero empezaron a reunir armas y pertrechos para la defensa porque sin duda ninguna los callistas vendrían a atacarles. Los días siguientes fueron de suma actividad para aquellos jóvenes, más generosos y ardientes, que prudentes. Y como siempre sucede, en todo lo que han llamado sus triunfos los comunistas, que los han logrado por la traición de algún villano, que se enteró de tales planes, uno de estos hipócritas que se percató del plan de los de Parras, lo denunció e hizo que se destacaran algunas fuerzas de Colima, para sofocar rápidamente aquel levantamiento. Aun no estaban terminados los preparativos bélicos, cuando en las goteras de la ciudad aparecieron las fuerzas callistas. Los jóvenes jefes del movimiento fueron advertidos a tiempo, y decidieron, en breve reunión, salir de la ciudad, para organizarse en el monte y no cejar en su empeño. Aprovechando el recelo de los soldados del gobierno, a quienes se les había dicho que iban a atacar a una ciudad ya preparada para rechazarlos, y que por ello avanzaban poco a poco : y a merced de las sombras de la noche, los jóvenes acejotaemeros lograron salir al fin.

Los callistas, aunque un poco tarde, supieron de esa huida y se echaron de lleno a perseguirlos. Pronto los jóvenes fueron alcanzados, pero ya se encontraban en el monte y empezaron a defenderse, causando desde luego algunas bajas entre los soldados, sin que ellos tuvieran una sola. Y así se inició aquella persecución gloriosa para los nueve jóvenes, que escondiéndose entre las breñas y los recovecos del monte, pudieron sostenerse durante ocho días, casi sin comer, desgarrados sus vestidos, temblando de frío por la inclemencia del invierno, sin esperanzas de auxilio terreno, pero puesta toda su confianza en Dios y deseosos de morir por Cristo Rey. Y en efecto pasados los ocho días los federales lograron cercarlos en el lugar áspero que habían escogido como escondrijo. Se dice que una nueva traición los descubrió a los soldados callistas. ¡Dios lo sabe!


Desfallecidos casi, por la falta de alimento y de sueño, temblando de frío, y sin parque, no tuvieron más remedio que rendirse. Llevados a Parras sin proceso de ninguna especie, fueron condenados a muerte, y conducidos al cementerio en donde había de ejecutarse la sentencia. Alineáronlos a los nueve, ante un pelotón. Francisco Guzmán, que era un simple obrero, y jefe local de la Liga como hemos dicho, antes de morir se dirigió a sus compañeros:

—Vamos a morir, hermanos, y vamos a morir por Cristo Rey, y eso nos abrirá las puertas del Cielo. Muramos como murió Nuestro verdadero Capitán con los brazos en Cruz, porque no puede el discípulo ser mejor que su Maestro, El nos espera ya para el premio. . . Y vosotros, soldados, estáis ciegos, no sabéis lo que hacéis. Nosotros os perdonamos de todo corazón y quiera Dios que en el último momento de vuestra vida, por vuestro arrepentimiento seáis perdonados por el mismo Dios, como nosotros se lo pediremos al llegar a su presencia. ¡Viva Cristo Rey!


Todos los jóvenes puestos los brazos en cruz repitieron con toda el alma el grito de la victoria. Los soldados temblaban; iban a asesinar a unos jóvenes. . . entre los cuales podían ver a varios de la humilde clase obrera. . . Dispararon y sólo cayeron seis. . . Una nueva orden del jefe, una nueva descarga y cayeron los tres restantes. . . El jefe se acercó para dar a cada uno el tiro de gracia. . . Y al terminar dijo en tono de burla: "¡A ver si su Cristo los resucita ahora!" Y entonces sucedió algo increíble. Isidro Pérez, el último de los caídos, se levantó y exclamó con inaudito esfuerzo: —¡A mí ya me resucitó! En efecto, cuando Isidro, que sólo estaba herido, vio acercarse al capitán, que iba a darle el tiro de gracia, quiso hacer la señal de la cruz, y se cubrió la cara con la mano. Llevaba en el dedo anular un anillo con una crucecita de oro. El tiro le dio precisamente en el anillo y la bala resbaló hiriendo solamente la piel del cráneo, pero llevándose el dedo y rompiendo el anillo, cuya crucecita se incrustó en la misma frente del joven. El capitán, que era un tanto supersticioso, al ver aquello se quedó boquiabierto, y ya no quiso acabar con Isidro, sino que por el contrario envió al hospital con un soldado al resucitado, para que lo curaran de sus heridas, e hizo enterrar a los muertos.

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