Ocho Muertos y...
¡un Resucitado!
Por todas partes de la República la juventud
mexicana, organizada en la para siempre famosa A.C.J.M., estaba en ascuas con
las noticias que los periódicos mexicanos, tímidamente, y los extranjeros con
mayor empuje, daban al mundo de los avances de la persecución
comunista-callista. Especialmente los periódicos extranjeros la calificaban
así, de comunista, y no les faltaba razón. Era el mismo odio a Cristo y al
reino de Cristo; la misma hipocresía, que declaraba querer únicamente el bien
de los obreros engañados por los capitalistas y por los miembros de la Iglesia
Católica; el mismo fingido respeto a unas leyes dadas por los partidarios de
las ideas comunistas; la misma consigna, emanada de quién sabe qué poder,
oculto con toda seguridad en los antros de la masonería atea; la misma
obediencia ciega de los comprometidos por un terrible secreto a esa obediencia
al mal; los mismos procedimientos salvajes y ejecuciones sin proceso, ni forma
alguna, aun en apariencia, legal; todo en fin lo que cada día, con mayor claridad,
vamos conociendo como proceder del Comunismo Internacional era lo que estaba
ensangrentando la tierra mexicana, y haciendo rodar por el suelo, como víctimas
gloriosas, a un gran número de mexicanos de todas las clases de la sociedad, de
todas las edades de la vida, hombres y mujeres, que no tenían otro delito, monstruoso
para los perseguidores, que profesar y confesar públicamente la fe católica. Porque
cada día más, los hechos que ya consigna en sus páginas la historia de estos
dos últimos siglos, van revelando con mayor claridad que toda esa faramalla de
solución de la cuestión social, de redención de los proletarios, de remedio de
los males de la sociedad, etc., etc., que entre gritos y espumarajos de rabia proclamaban
Marx, Lenin y sus incondicionales partidarios, no son más que una continuación,
habilísimamente disfrazada, de la conspiración
anticristiana, fraguada en las sombras, con que se rodean siempre los que obran
mal, y cuyo inmediato primer estallido fue la grande, por lo horrible,
Revolución Francesa de fines del siglo XVIII.
Acabar con el Reino de Cristo en este mundo, con el orden cristiano, con
la civilización cristiana, con la Iglesia verdadera de Jesucristo que la
inició, la desarrolló y la sostiene hasta nuestros días: he aquí el objetivo,
en principio oculto y hoy descubierto a la luz del día, que se proponen los comunistas,
desdichados sucesores de todos esos revolucionarios que hicieron del siglo XIX,
llamado el siglo "de las luces", uno de los más trágicos de la historia.
Una vez triunfante en Rusia el comunismo, por la revolución de 1917, fue México
el designado en los antros de los conspiradores, como ya lo hemos probado al
principio de estas páginas, para continuar su obra, estableciendo en nuestra
patria un foco de infección para todo el continente americano. México, que
había pasado ya por una serie dolorosa de revoluciones, triunfantes al fin para
el liberalismo, preparación y antesala del comunismo, les parecía como la nación
ideal para el establecimiento de ese foco pestilente que había de envenenar a
América. De Europa y Asia se encargarían los rusos y una parte de los germanos,
inficionados de la misma lepra. Antonio Verástegui.
Tales eran las ideas y el resultado de los estudios que pacientemente
se hacían en los Círculos de Estudios de la A.C.J.M. Y como en todas partes, la
juventud católica de la ciudad de Parras, del Estado de Coahuila, llegó a esa
misma conclusión. Como ningunos otros, aquellos jóvenes ansiaban la solución
correcta y digna de la cuestión social, y estaban resueltos a poner su grano de
arena en resolverla, al menos en su Estado. Ya en otras regiones del país se
manifestaban los mismos deseos y se preparaban dichos jóvenes para en un
porvenir, que estimaban no lejano, llevar a la práctica sus intentos. Pero
nunca creyeron, como desdichadamente lo creían aún muchos católicos, que
declaraban y aun ahora declaran todavía, que hay un fondo de justicia en las
andanzas del comunismo. ¿Un fondo de justicia? ¡Si precisamente el fondo real y
verdadero del comunismo es el intento de acabar con el orden cristiano! Si lo
que menos les importa a los comunistas, a pesar de su careta de redentores del proletariado,
es el bienestar de las clases humildes y explotadas, cuyos males procuraran,
según las consignas de Marx y Lenin, exacerbar hasta la desesperación para que
les sirvan de carne de cañón en la revolución mundial que anhelan ¡Vaya Plácido Arciniega, Francisco Fuantos, José Fuantos,
Bernardo Morales, Antonio Muñiz, Bernardo Muñiz,
Dolores Rodríguez, José Rodríguez, Francisco Guzmán, Isidro Pérez, Manuel Verástegui
y otros más cuyos nombres ignoro, tuvieron el 3 de enero de 1927 una sesión
vibrante en el local de la A.C.J.M. Francisco Guzmán era, además, Jefe de la
Liga Defensora de la Libertad Religiosa, y en esa calidad tomó la palabra en la
reunión
—Compañeros, creo que ha llegado la hora de mostrar al mundo, que somos
verdaderos católicos. Ya veis las noticias que nos llegan de lo que están haciendo
con nuestros hermanos católicos mexicanos, los esbirros de Calles. Podremos
soportarlo más? ¿Nosotros que nos hemos reunido para tratar de remediar los
males sociales de nuestra patria, preparándonos aquí para actuar el día de
mañana, nosotros vamos a consentir que, diezmadas las huestes católicas, ese
día de mañana por el que suspiramos no tengamos ya la ayuda que de esas huestes
fundadamente esperamos? Los más valientes, los más generosos, los más
distinguidos por su fe y su conducta enteramente católica, naturalmente son los
primeros que están cayendo bajo las balas asesinas y los puñales traidores de
los del Gobierno desdichado de nuestra patria. ¿En quién podremos poner nuestras
esperanzas patrióticas y honradas para el día de mañana, si ésos, a montones,
van desapareciendo, y si otros que podríamos levantar del ánimo caído, en que
nos ha hundido la desgracia secular de nuestra patria, se amedrentan más aún,
por tantos crímenes, y desconfían de nuestro remedio?
—Tienes razón, Guzmán, tienes razón. Ya me da vergüenza mostrarme con
mi escudo de católico perteneciente a la A.C.J.M. y a la Liga de Defensa, y
andar aquí tranquilamente, cuando en muchas partes de la República nuestros
hermanos, nuestros compañeros, se han lanzado a la defensa armada con los
peligros que trae consigo, pero con el noble y santo propósito de luchar por el
reinado de Cristo Rey en nuestra patria, y la defensa de tantos inocentes que
van cayendo. . . ¡Vive Dios! que esto se ha acabado. Yo me voy con los
cristeros.
—Y nosotros también —respondieron a coro los demás muchachos vibrando de
indignación y de entusiasmo. Y así fue cómo aquellos valientes y generosos
jóvenes, decidieron aquella misma noche levantarse en armas contra la iniquidad
de los comunistas callistas.
El plan ya lo tenían hecho los jefes para apoderarse de la ciudad sin necesidad
de derramar una gota de sangre, pero empezaron a reunir armas y pertrechos para
la defensa porque sin duda ninguna los callistas vendrían a atacarles. Los días
siguientes fueron de suma actividad para aquellos jóvenes, más generosos y
ardientes, que prudentes. Y como siempre sucede, en todo lo que han llamado sus
triunfos los comunistas, que los han logrado por la traición de algún villano,
que se enteró de tales planes, uno de estos hipócritas que se percató del plan
de los de Parras, lo denunció e hizo que se destacaran algunas fuerzas de
Colima, para sofocar rápidamente aquel levantamiento. Aun no estaban terminados
los preparativos bélicos, cuando en las goteras de la ciudad aparecieron las fuerzas
callistas. Los jóvenes jefes del movimiento fueron advertidos a tiempo, y
decidieron, en breve reunión, salir de la ciudad, para organizarse en el monte
y no cejar en su empeño. Aprovechando el recelo de los soldados del gobierno, a
quienes se les había dicho que iban a atacar a una ciudad ya preparada para
rechazarlos, y que por ello avanzaban poco a poco : y a merced de las sombras
de la noche, los jóvenes acejotaemeros lograron salir al fin.
Los callistas, aunque un poco tarde, supieron de esa huida y se echaron
de lleno a perseguirlos. Pronto los jóvenes fueron alcanzados, pero ya se
encontraban en el monte y empezaron a defenderse, causando desde luego algunas
bajas entre los soldados, sin que ellos tuvieran una sola. Y así se inició
aquella persecución gloriosa para los nueve jóvenes, que escondiéndose entre
las breñas y los recovecos del monte, pudieron sostenerse durante ocho días,
casi sin comer, desgarrados sus vestidos, temblando de frío por la inclemencia del
invierno, sin esperanzas de auxilio terreno, pero puesta toda su confianza en
Dios y deseosos de morir por Cristo Rey. Y en efecto pasados los ocho días los
federales lograron cercarlos en el lugar áspero que habían escogido como
escondrijo. Se dice que una nueva traición los descubrió a los soldados
callistas. ¡Dios lo sabe!
Desfallecidos casi, por la falta de alimento y de sueño, temblando de frío,
y sin parque, no tuvieron más remedio que rendirse. Llevados a Parras sin
proceso de ninguna especie, fueron condenados a muerte, y conducidos al cementerio
en donde había de ejecutarse la sentencia. Alineáronlos a los nueve, ante un
pelotón. Francisco Guzmán, que era un simple obrero, y jefe local de la Liga como
hemos dicho, antes de morir se dirigió a sus compañeros:
—Vamos a morir, hermanos, y vamos a morir por Cristo Rey, y eso nos
abrirá las puertas del Cielo. Muramos como murió Nuestro verdadero Capitán con
los brazos en Cruz, porque no puede el discípulo ser mejor que su Maestro, El
nos espera ya para el premio. . . Y vosotros, soldados, estáis ciegos, no
sabéis lo que hacéis. Nosotros os perdonamos de todo corazón y quiera Dios que
en el último momento de vuestra vida, por vuestro arrepentimiento seáis
perdonados por el mismo Dios, como nosotros se lo pediremos al llegar a su
presencia. ¡Viva Cristo Rey!
Todos los jóvenes puestos los brazos en cruz repitieron con toda el
alma el grito de la victoria. Los soldados temblaban; iban a asesinar a unos
jóvenes. . . entre los cuales podían ver a varios de la humilde clase obrera. .
. Dispararon y sólo cayeron seis. . . Una nueva orden del jefe, una nueva
descarga y cayeron los tres restantes. . . El jefe se acercó para dar a cada
uno el tiro de gracia. . . Y al terminar dijo en tono de burla: "¡A ver si
su Cristo los resucita ahora!" Y entonces sucedió algo increíble. Isidro
Pérez, el último de los caídos, se levantó y exclamó con inaudito esfuerzo: —¡A
mí ya me resucitó! En efecto, cuando Isidro, que sólo estaba herido, vio
acercarse al capitán, que iba a darle el tiro de gracia, quiso hacer la señal
de la cruz, y se cubrió la cara con la mano. Llevaba en el dedo anular un
anillo con una crucecita de oro. El tiro le dio precisamente en el anillo y la
bala resbaló hiriendo solamente la piel del cráneo, pero llevándose el dedo y
rompiendo el anillo, cuya crucecita se incrustó en la misma frente del joven. El
capitán, que era un tanto supersticioso, al ver aquello se quedó boquiabierto, y
ya no quiso acabar con Isidro, sino que por el contrario envió al hospital con
un soldado al resucitado, para que lo curaran de sus heridas, e hizo enterrar a
los muertos.
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