TODAS LAS ESTRELLAS
A los jóvenes estudiantes que se
distinguieron
en el Concurso oratorio
efectuado en
Guadalajara el día 15
del mes en
curso.
El problema
de la elocuencia, en su aspecto teórico, ha sido demasiado
discutido y hasta puede decirse que ha sido ya totalmente agotado. Sin embargo,
es preciso reconocer que es un problema más bien práctico
que teórico, ya que se trata de una forma concreta de arte. Y desde este punto
de vista se ha dejado hasta la fecha mucho que desear. Sobre todo en los antiguos
métodos de aprendizaje que han prevalecido en nuestro medio. Y ya es
tiempo de que se busque, en el terreno de la práctica, una solución
totalmente satisfactoria. Y más que todo, urge, que se
haga una seria revisión de sistemas de aprendizaje. Porque en punto de oratoria debemos
reconocer, con hondísima pena, que se ha fracasado ruidosamente. Y no basta evocar ciertos
nombres de oradores célebres que han surgido en nuestro medio y han alzado en muchas ocasiones
el estandarte iluminado de los abanderados de la palabra. Porque todos ellos,
hasta cierto punto, han llegado a ser altas y fuertes personalidades de los
antiguos sistemas de formación oratoria. De aquí que
ante todo sea necesario precisar la significación exacta, el sentido real
del problema de la elocuencia. Pues de esto arrancan las consecuencias que han
de servir de base a las nuevas rutas para el aprendizaje. Y colocados en este
plano podemos decir que el problema capital, central de la elocuencia, es un
problema que se traduce, que equivale a la cuestión de saber, de poder
decir la palabra en posesión de la plenitud de su
totalidad vital de expresión.
Este es el
nudo central de la cuestión. Y por no tener esta noción, en la plenitud de
claridad que exige, pasan todos los días sobre sistemas de
formación, sobre métodos de aprendizaje y sobre criterios y direcciones de espíritus,
funestos prejuicios. Y todos los días, arrebatados por la
corriente de viejos prejuicios, se van a decir y se dicen en las tribunas,
arengas que fueron pulidas, retocadas, como pule y retoca el joyero sus
artefactos, con varios días de anticipación. Y todos los días también no se dicen más que palabras mutiladas, incompletas, que no son, que no pueden ser más que
un remedo, una lejana aproximación de la verdadera palabra
elocuente. La palabra que traza el escritor en la página
de un libro tiene que ser inevitablemente un reflejo de la fisonomía del
autor. Y esto basta para que se tenga una verdadera palabra escrita. Pero la
palabra elocuente debe ser esencialmente una palabra hablada en el sentido más
fuerte, más alto, más completo del vocablo. Y supone, exige, pide, también
esencialmente, la presencia total del orador. Y esa presencia queda trunca
cuando dos días antes, sea sobre un pergamino, sea sobre la sustancia viva de la
memoria, se dicen las palabras del discurso y pocos días
después va a pronunciarse en la tribuna una frase inerte, apagada, despojada
de la totalidad de las efervescencias interiores del artista y reducida a puños de
rescoldo que jamás podrá reavivar una emoción fingida, impotente para
devolverle a la verdadera palabra su propia y total fisonomía.
El problema
tal como se ha planteado hasta ahora, sobre todo dentro de los viejos moldes
del aprendizaje oratorio, queda reducido a un problema de representación dramática.
Con la única diferencia de que hasta cierto punto se identifican el personaje y
el autor. Y parece plenamente esclarecido con los fuertes vislumbres que pasan
por encima de la desconcertante obra de Pirandello[1]:
Seis personajes en busca del autor.
Según los antiguos sistemas de formación oratoria –que se
resuelven directa o indirectamente en el grafismo o sea en el método
de ensayar por escrito, en papel o en la memoria– el orador es un
comediante de sí mismo. Tiene que reproducir una palabra nacida de un drama interior
cuyos desgarramientos y angustias han pasado y han dejado una remota huella en
la memoria o en el papel. ¿Pero dónde
están el arranque pasional interior, el temblor de la carne, las crispaduras
del alma soberanamente, inimitablemente reflejadas a lo largo de la cara, de
los brazos, de las manos, del cuerpo y en el tono de la voz? Son solamente un
puñado de rescoldo y habrá que redivivirlos –tarea
imposible– con una verdadera comedia en que el orador se verá en la
necesidad imprescindible de ser al mismo tiempo personaje y actor.
Es decir,
comediante de sí mismo. Y su palabra, mezcla informe e inconexa de emociones presentes y
de pensamientos nacidos de un alumbramiento lejano, será una
palabra trunca, mutilada, con una fisonomía extraña,
quizá hasta contradictoria en que falta la unidad central, la cohesión
interna y profunda que anuda en un solo y único núcleo
total, el pensamiento, el gesto, el ademán, la emoción
característica y el arranque pasional. El fracaso del viejo sistema del grafismo
ha consistido y consiste en que se ha propuesto hacer oradores y no ha logrado
hacer otra cosa que comediantes. En las páginas desconcertantes de
Pirandello no hay más que personajes. Los comediantes dejan de serlo bajo el golpe de osadía y de
vitalidad de aquellos seis personajes que son y que se sienten
irreductiblemente personajes y solamente personajes. Y éste –personaje
en su totalidad, con toda la carga abrumadora de vitalidad que llevan a su paso
las realidades sobre sus espaldas–, debe ser, necesita ser
el verdadero orador. Los personajes del drama de Pirandello no son figuras históricas;
no son fantasmas de leyenda; no son engendros de una imaginación
calenturienta; son, se entiende en la obra, un cuadro vivo que se destaca de la
totalidad vital.
El orador no
debe ser tampoco un factor histórico; no debe ser la
sombra de una leyenda ni tampoco un signo inerte trazado en el papel ni en la
memoria: debe ser un personaje en el sentido pleno de esta palabra y una unidad
plenamente vital; una página llena de sangre caliente que se escribe con hierro fuego en
presencia del auditorio y que no va a leer páginas apagadas, secas,
donde quedó sin una lejana vislumbre de la realidad y un puñado de
ceniza muda y entristecida.
El
historiador tiene su papel; el dramaturgo tiene el suyo; el comediante está ya
bien clasificado; el orador se halla y debe encontrarse aparte de todos. Y para
que lo sea de verdad y para que su palabra sea la verdadera palabra, palabra
elocuente en el sentido más fuerte y más vivo, es necesario que no atienda a ser historiador de sus propios
arranques interiores, que no intente ser autor de comedias ni mucho menos
comediante de sí mismo. Debe ser totalmente personaje con la presencia vital de las páginas
de Pirandello, de manera que su palabra no sea un recuerdo ni una huella sino
una realidad palpitante en su totalidad con el temblor fuerte e inimitable
avasallador de la vida. Por esto hemos dicho que el problema de la elocuencia,
en su aspecto práctico, es un problema de expresión totalmente vital.
“Su marido –dice
Ulfein, el cazador, a María esposa de Rubek escultor, en un drama de Ibsen– y yo,
señora, trabajamos rudamente. Él sobre el mármol y
yo sobre los músculos tendidos y palpitantes del oso. Y los dos acabamos por dominar la
materia, por ser amos”. “Esas sí que son verdaderas palabras, exclama”, sacudido de entusiasmo,
el escultor. –“Sí, añade Ulfein, porque la piedra tiene también razones para luchar.
Está muerta y rechaza con todas sus fuerzas el mazo que le impone la vida”. “Es
igual que el oso al que se despierta de un puntapié en su
guarida”. Como en ese drama de Ibsen el problema de la palabra realmente
elocuente es un problema de expresión vital. Y no quedará
resuelto ni se resuelve más que con la totalidad vital de la presencia del orador. Hasta entonces
se podrá decir que sus palabras si son verdaderas palabras, no restos, no
vestigios, no solamente huellas, no solamente apagados recuerdos ni partículas
de rescoldo por donde pasó el dardo encendido y llameante de la vida con todas sus antorchas
echadas al viento.
Nuestra
generación puede realizar el prodigio. Será necesario, es cierto,
luchar con muchas de las momias que alzan su gesto de silencio y de muda
adoración en los viejos sistemas; pero si hoy se comienza y se logra colocar
frente a frente los dos sistemas: el del grafismo y el otro, defendido
principalmente por Mauricio Ajam,[2]
se verá en seguida la diferencia, se llegará luego a la conclusión de
que entre las antiguas tendencias de aprendizaje oratorio y las nuevas
sustentadas por ciertos autores, ha la misma diferencia que entre los recuerdos
y las realidades, entre la vida y la materia inerte y fría.
Ojalá que
con motivo del actual concurso de oratoria que ha despertado tanto entusiasmo
en nuestro país y que ya ha sido un toque despertador, se procure ante todo hacer una
revisión de sistemas de enseñanza oratoria y se
trabaje no ya por hacer comediantes, sino por hacer personajes, reales, es
decir, oradores en el sentido y con el alcance vital que debe dársele
a ese vocablo.
Hoy la
juventud debe ponerse en marcha para gritar al oído de los viejos, los más
fuertemente que sea posible, para abrir nuevas rutas y para que siquiera la
generación que viene detrás de nosotros llegue a tener muchos abanderados de la palabra elocuente.
Por esto sobre la frente de todos los concursantes, especialmente sobre las
sienes ceñidas de laurel de los vencedores debe hacerse soplar el aliento de la
renovación, para que ellos tomen en sus manos fuertes y osadas el porvenir de la
palabra elocuente y lleven sus banderas victoriosas a todas las cátedras
y a todas las escuelas.
La juventud
realizará ese milagro hoy más urgente que nunca, porque nos estábamos quedando casi en
pleno desierto. Que la juventud tome por su cuenta la suerte de la palabra
oratoria, que tome en sus manos las antorchas y que vaya luego a ponerlas
encima de todas las tribunas y de todas las almas. Entre tanto nosotros,
mientras pasa delante de nuestros ojos el desfile oscuro de la caravana de la
juventud –brote incontenible de renovación, de promesas y de
esperanzas–, nos limitaremos a decir a su oído como en uno de los
libros de Shakespeare: “que alumbren tu camino todas las estrellas”.
Mayo, 1926.
[1] PIRANDELLO, Luigi
(1867-1936). Dramaturgo italiano, creó escuela por su especial construcción en
la pieza teatral, sus efectismos y trucos escénicos, la compljidad de los
personajes y la originalidad de los problemas.
[2] AJAM,
Maurice (1861-1939). Abogado y político francés, gran divulgador del
positivismo de Augusto Comte.
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