10. LAS TENTACIONES
Quizá
llegue la tentación a ser tan horrible que los pensamientos
sugeridos por ella os parezca que sólo pueden tener cabida en el espíritu de un
réprobo. Os parecerá que todo el infierno se ha conjurado contra vosotros, y
que Dios, irritado, os entregó a Satanás. Con frecuencia, ni siquiera podréis
abrir la boca ni para orar, ni para cantar las alabanzas del Señor; y estos
ataques tan aflictivos en sí mismos, lo serán aún mucho más por su duración y
frecuentes repeticiones. No se satisfará el demonio con un ataque ni con
muchos; sumergidos y vueltos a sumergir en este horno, pasaréis días tristes,
rodeados de penas más o menos terribles, pero siempre crueles.» San Francisco
de Sales cita a este propósito dos ejemplos memorables, y después añade esta alentadora
observación: «Estos
grandes asaltos y tentaciones tan fuertes jamás son permitidos por Dios, sino
en ciertas almas que quiere elevar a su amor puro y sublime.» Por lo
demás, con tal que se vigile y se ore, El está en la barca con nosotros; parece
dormir, pero la tempestad no se levantará sino con su licencia, y se apaciguará
a una palabra de su boca.
A
veces al principio, otras durante el curso o hacia el fin de la vida espiritual
es cuando la tentación se deja sentir con mayor crueldad. En determinados casos
puede hasta llegar a tener una influencia decisiva; por ejemplo, cuando ataca nuestra
fe o nuestra vocación, puede suceder que pasemos por pruebas especiales y poco
ordinarias, como las tentaciones de blasfemia, de odio a Dios o dudas
persistentes contra la fe. El carácter de las personas que nos rodean, el empleo
que se nos ha confiado, circunstancias transitorias pueden ser ocasión de
tentaciones. Estas pueden tener su principio y raíz en el temperamento, en el
carácter, en el lado flaco de nuestra alma, en nuestros defectos dominantes; y como
todo hombre se compone de cuerpo y alma, y es a la vez ángel y bestia, habrá de
combatir sobre todo el orgullo y la impureza, y de no haber una gracia
especial, éstos son los dos enemigos por excelencia.
Los
santos mismos han conocido estas dolorosas pruebas y luchas. Y para no hablar
sino de las tentaciones contra la virtud angelical, algunos han sido
preservados de ellas, como
Santa
Teresa, Santa Rosa de Lima y Santa Teresita del Niño Jesús. Otros, sólo de
pasada han tenido esta humillación: durante nueve días Santa Magdalena de
Pazzis, Santa Margarita María durante algunas horas. Muchos, después de brillante
victoria, fueron preservados de ella en lo sucesivo, como nuestro Padre San
Benito y Santo Tomás de Aquino.
Gran
parte de ellos han soportado sus dolorosas acometidas durante largos años y aun
toda la vida. El Apóstol de las Gentes, Santa Francisca Romana, Santa Catalina
de Sena, San Benito Labre y cuántos otros! fueron cruelmente abofeteados por el
Ángel de Satanás. Estas tentaciones persistieron siete años en San Alonso
Rodríguez, diecisiete en Santa Maria Egipciaca, veinticinco en el venerable
César de Busto, San Alfonso de Ligorio, verdadero ángel de inocencia, padeció
estos ataques de una manera espantosa a la edad de ochenta y ocho años, por
espacio de más de un año entero.
Mueve
a compasión Ángela de Foligno cuando hace el relato de sus pruebas. Es el gran
combate para todas las almas, salvo una gracia particular. Mas hay sin duda
otras tentaciones en que casi no nos fijamos, aunque de ellas está llena la
vida de los santos.
En
cuanto a nosotros, ¿cuándo seremos principalmente probados? ¿Al principio, al
medio o al fin de nuestra carrera? ¿Acaso siempre? ¿En qué materia sobre todo?
¿Con qué grado de intensidad o de duración? Es el secreto de Dios, y
en parte también el nuestro. El infierno es una jauría de perros rabiosos que
anhelan despedazarnos, pero todas estas malditas bestias están encadenadas;
Dios es quien las maneja a su antojo, y contra sus disposiciones son la impotencia misma. Quítales toda la libertad de
tentar, o se la concede más o menos restringida, según El lo juzga conveniente,
como armas que pueden usar contra aquellos que Él permite sean probados, en la
materia y por el tiempo que haya ser a propósito. Elegir la tentación, el tiempo, la violencia y
la duración, todo está en manos de Dios, nuestro Padre, nuestro Salvador,
nuestro Santificador; esto es lo que debe inspirarnos confianza.
Podemos nosotros mismos, con el auxilio de la gracia, prevenir muchas
tentaciones, rechazar los más rudos asaltos del enemigo; y si sucumbimos, será
por nuestro libre consentimiento, pues el demonio puede ladrar, amenazarnos, solicitarnos,
pero no muerde sino al que lo quiere. Mas, por desgracia, tenemos en nuestro
libre albedrío la tremenda posibilidad de ceder, a pesar de la gracia; y de no
pedirla, hasta de ir en busca de la tentación; todo lo cual nos ha de mantener
en una continua desconfianza. El peligro, pues, en definitiva, está en
nosotros, y a nosotros es a quien sobre todo hemos de temer.
En
todo esto hay una mezcla de divino beneplácito y de su voluntad significada,
exigiendo ésta que cada cual «vele y ore para no caer
en la tentación», es decir, para prevenir la tentación en cuanto de
nosotros dependa, o para obtener la gracia de no sucumbir. Que ésta se presenta
a pesar de la vigilancia y de la oración, la voluntad de Dios significada pide entonces
que combatamos como valientes soldados de Jesucristo. Todos conocen
perfectamente los medios que han de emplearse, pero, según San Alfonso, «el más eficaz y el más
necesario de todos los remedios, el remedio de los remedios, es invocar el
auxilio de Dios y continuar orando mientras dure la tentación”. Con
frecuencia vincula el Señor la victoria, no a la primera oración, sino a la
segunda, a la tercera, o a la cuarta. En una palabra, es necesario persuadirse
que todo nuestro bien depende de la oración; de la oración depende el cambio de
vida; de la oración depende la victoria sobre las tentaciones; de la oración
depende la gracia del amor divino, de la perfección, de la perseverancia y de
la salvación eterna. Lo prueba la experiencia: que el que recurre a Dios en la
tentación, triunfa, y el que no recurre a Dios peca, sobre todo en las
tentaciones de incontinencia».
Más, a
pesar de la vigilancia, de la oración, de la lucha, es preciso resolverse a
combatir, pues tal es el beneplácito divino. «Quiero que sepáis -dice nuestro Padre San
Bernardo que nadie puede vivir sin tentación. Se va una, esperad otra con
seguridad; ¿qué digo con seguridad?, mejor diría con temor. Pedid veros libres
de ella, mas no os prometáis completo reposo y libertad perfecta en este cuerpo
de muerte”.
Considerad, sin embargo, con qué
bondad nos trata Dios, pues nos deja a veces ciertas tentaciones, a fin de preservarnos
de otras más peligrosas; nos libra prontamente de unas, para que por otras
seamos ejercitados y que sabe han de sernos provechosas.»
Debemos
poner en Dios nuestra confianza, pues cualquiera que sea la causa de las
tentaciones, «¿No es siempre El quien las permite para nuestro bien? ¿Y por qué
no adorar todo lo que en sus santos designios permite, a excepción del pecado,
que detesta y nosotros hemos de detestar con Él?» Por lo demás, nos dice el
venerable Luis de Blosio, «considerad que las tentaciones son en los designios de
Dios pruebas destinadas a hacer resaltar en todo su brillo vuestro amor por El,
lecciones que os enseñarán a compadeceros de los que como vos serán blanco de
los tiros del enemigo, medios de expiar nuestros pecados y prevenir nuestras
faltas, disposiciones para más abundantes gracias contra el orgullo, pues os
harán sentir que sin su gracia nada podéis».
¡Qué
lección de humildad! «Cuando un alma -dice San Alfonso- es favorecida de Dios
mediante las consolaciones interiores, fácilmente se cree capaz de vencer todos
los ataques de sus enemigos y de salir airosa en cualquier empresa que interese
a la gloria de Dios; mas, cuando es rudamente combatida, y se ve ya al borde
del precipicio y a punto de caer, siente su miseria y su impotencia para
resistir, si Dios no viene en su ayuda.» Luces particulares sobre la
humildad pudieran proporcionarle llana complacencia, pero la tentación le
muestra hasta la saciedad su miseria con toda su desnudez. Se embriagaría quizá
con los dones y favores celestiales, mas la tentación la impide elevarse, o la
sumerge en el fondo de la nada. Los santos mismos se hubieran perdido por el
orgullo, pero la tentación fue el contrapeso providencial; y así, Dios los
hundió en un abismo de humillación para elevarlos a las cumbres de la santidad.
Así, el Apóstol, vuelto del tercer cielo, había de ser abofeteado por Satanás;
Santa Catalina de Sena, después de sus íntimas comunicaciones con Nuestro
Señor, San José de Cupertino después de sus maravillosos éxtasis, sintieron
cruelmente el aguijón de la carne; San Alfonso, ese maestro incomparable, ha de
ser atormentado con escrúpulos más que el último de sus discípulos.
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