La desesperación de Judas
El un
enemigo y el otro, que solían enseñorearse y herir a las gentes, ahogados
quedan en la sangre bendita de Jesucristo, y muertos con su muerte preciosa.
Y en
lugar de ellos, sucede sempiterna justicia con que el ánima aquí es
justificada, y después sucede vista de Dios, faz a faz en el cielo (por la luz
de la gloria), y vida bienaventurada en cuerpo y ánima para siempre.
¿Qué
diremos a estas cosas, doncella, sino lo que nos enseña San Pablo diciendo (1
Cor., 15, 57): ¡Gracias a Dios que nos dio victoria por Jesucristo! Al cual
adorad, y con corazón amoroso y agradecido decidle: Toda la tierra te adore, y
te cante, y diga cantar a tu nombre (Ps. 65, 4).
Y
decidlo muchas veces al día, y en especial cuando en el altar es alzado su
sacratísimo Cuerpo por manos del sacerdote.
CAPITULO 23
Del grande mal que hace en el ánima la desesperación; y cómo
conviene vencer este enemigo con espiritual alegría, y diligencia y fervor en
el servicio de Dios.
Es la
desesperación y caimiento del corazón tiro tan peligroso de nuestro enemigo,
que cuando yo me acuerdo de los muchos daños que por ella han venido a conciencias
de muchos, deseo hablar algo más en el remedio de este mal, si por ventura
resultare algún provecho.
Acaece
así, que hay personas que andan cargadas con muchedumbre de grandes pecados, y
ni saben qué es desesperación, ni aun un poco de temor, ni les pasa por pensamiento,
sino andan asegurados con una falsa esperanza y presunción loca, ofendiendo a
Dios y no temiendo castigo. Y si la misericordia de Dios luce en sus ánimas, y
comienzan a ver la grandeza de sus males, siendo razón, que pues piden a Dios
misericordia con deseo de enmienda, v reciben el beneficio y consuelo de los
Sacramentos, con esto estuviesen esforzados para contra lo pasado, y para lo
que en el camino de Dios se les pudiese ofrecer; tienen extremo de demasiado
temor, como antes lo tenían de falsa seguridad; no entendiendo que los que a
Dios ofenden y no se arrepienten, tienen por qué temer y temblar, aunque todo
el mundo les favorezca, pues tienen provocada contra sí la ira del Omnipotente,
al cual no hay quien resista; y que los que se humillan a Dios y reciben sus
santos Sacramentos y quieren hacer su voluntad, deben tener, como dicen, un ánimo
de león, pues les está mandado que con estas prendas confíen que Dios es con
ellos. Al cuál, como lo tienen por enemigo de malos, y por haberlo ellos sido, por
eso temen, es mucha razón que lo tengan por amigo de buenos, y que por aquella
buena voluntad que les ha dado, pueden confiar que lo es de ellos y lo será, acrecentando
el bien que Él mismo plantó, y perfeccionando lo que comenzó. Cierto, es así,
que en diciendo un hombre de verdad lo que decía David (Ps., 118, 48): Alcé mis
manos para obrar tus mandamientos, que yo amé, pone Dios sus ojos y corazón
donde el hombre pone sus manos, para favorecer al tal hombre; y como quien es
bueno por infinita bondad, acoge debajo su amparo y de su bando al que quiere
pelear por su honra, haciendo guerra a sí mismo por dar contentamiento a Dios.
Y
aunque es verdad que cuando el hombre comienza a servir a Dios con llamamiento
particular suyo, que le incite a—despreciadas todas las cosas—buscar la margarita
del Evangelio (Mí., 13, 45) con perfección de vida espiritual, se levantan
contra el tal hombre tales asechanzas y guerras de los demonios por sí y por
medio de malos hombres, y le ponen en tal aprieto, que al primer paso que se
levanta de tierra, y pone el pie en la primera de las quince gradas para subir
a la perfección, es constreñido a decir (Ps., 119, 1): Como
fuese atribulado, llamé al Señor y me oyó: Señor, libra mi ánima de los labios
malos y lengua engañosa. Labios malos son los que abiertamente impiden
el bien, y lengua engañosa la que solapadamente quiere engañar. Y algunas veces
se ofrecen, o lo parece, tan grandes impedimentos para salir con lo comenzado,
que son semejables a aquellos grandes gigantes que decían los hijos de Israel
(Núm., 13, 34): Comparados nosotros a ellos, somos como unas pequeñas
langostas. Y parecen los muros de la ciudad que hemos de combatir, llegar con
su alteza a los cielos, y que la tierra que allí hay traga a sus moradores. Mas
con todo esto debéis mirar, y miremos todos con ojos abiertos, cuánto desagradó
a Dios el desmayo y desesperación que los hijos de Israel tuvieron con estas cosas
ya dichas; pues que los pecados que en el desierto habían hecho, aunque eran
muchos y grandes, y uno de ellos fue adorar por Dios al becerro, que parece no
poder más crecer la maldad; todo esto les sufrió Dios, y les dio su favor para
proseguir la empresa comenzada, y no les sufrió la desconfianza y desesperación
que de su misericordia y poder tuvieron, y les juró en su enojo, como dice
Santo Rey y Profeta David (Ps. 94. 11) que no entrarían en su holganza, y como
lo juró lo cumplió. ¿No os parece que tenemos razón para maldecir este vicio, contrario
a la honra de la bondad divinal, la cual es mayor que nuestra maldad, cuanto
Dios es mayor que el hombre? Y tened por cierto, que como el camino de la perfecta
virtud sea una muy reñida batalla, y con enemigos muy fuertes dentro de nos y
fuera de nos, no puede llevar consigo quien comienza esta guerra cosa más
perjudicial, que la
pusilanimidad de corazón; pues quien ésta tiene, de las sombras suele huir.
Con
mucha causa mandaba Dios en tiempos pasados que cuando su pueblo estuviese en la guerra, antes
que comenzasen a pelear, sus sacerdotes esforzasen al pueblo, no con esfuerzos
humanos de muchedumbre de gentes y de armas, mas con la sombra del Señor de los
ejércitos, en cuya mano está la victoria; el cual suele vencer los altos
gigantes con las pequeñas langostas, para gloria de su santo nombre. Y conforme
a esto que Dios mandaba, dice aquel valeroso San Pablo a los que quieren entrar
en la guerra espiritual (Ephes., 6, 10): Confortaos en el Señor, y en el poder de su fortaleza; para
que así confortados peleen las peleas de Dios con alegría y esfuerzo.
Como de Judas Macabeo se lee (1 Mac., 3, 2) que peleaba con alegría, y así
vencía. Y San Antón, hombre experimentado en las espirituales guerras, solía
decir que «la alegría espiritual es admirable y poderoso
remedio para vencer a nuestro enemigo». Que
cierto es, que el deleite que se toma en la obra, acrecienta fuerzas para la
hacer. Y por esto San Pablo nos amonesta (Philip., 4, 4): Gozaos siempre en el Señor.
Y de San Francisco se lee que reprendía a los frailes que veía andar tristes y
mustios, y les decía: «No debe el que a Dios
sirve estar de esta manera, si no es por haber cometido algún pecado. Si tú lo
has hecho, confiésate, y torna a tu alegría.» Y de Santo Domingo se lee
parecer en su faz una alegre serenidad, que daba testimonio de su alegría
interior, la cual suele nacer del amor del Señor, y de la viva esperanza de su misericordia,
con la cual pueden llevar a cuestas su cruz, no sólo con paciencia, mas con
alegría; como lo hicieron aquellos que les robaron los bienes y quedaron
alegres (Hebr., 10, 34). Y la causa fue porque aposentaron en su corazón que
tenían mejor hacienda en el cielo; experimentando lo que dijo San Pablo (Rom.,
12, 12): Gozosos
en la esperanza, y sufridos en la tribulación; porque sin lo primero, mal se
puede haber lo segundo.
Mas
cuando este vigor y alegría falta, es cosa digna de compasión ver lo que pasan
personas que andan en el camino de Dios, llenos de tristeza desaprovechada, aheleados
(Aheleados: amargados, llenos de hiel) los corazones, sin gusto en las cosas de
Dios, desabridos consigo y con sus prójimos, y con tan poca confianza de la
misericordia de Dios, que por poco no tendrían ninguna. Y muchos hay de éstos
que no cometen pecados
mortales,
o muy raramente; mas dicen, que por no servir a Dios como deben y como desean,
y por los pecados veniales que hacen, están de aquella manera; como en la verdad
sean tales las cosas que se siguen de aquella pena demasiada, que les daña
mucho más lo que de la culpa sucede, que la misma culpa que cometieron. Y lo que
pudieran atajar, si prudencia y esfuerzo tuvieran, lo hacen crecer, y que de un
mal caigan en otro.
Deben
éstos procurar y trabajar de servir a Dios con toda diligencia; mas si se
vieren caídos, lloren, mas no desconfíen. Y conociendo ser más flacos de lo que
pensaban, humíllense más, y pidan más gracia, y vivan con mayor cautela,
tomando avisos de una vez para otra.
Y
hacen muchos al revés de esto, que son descuidados y perezosos en servir a
Dios, y en cayendo en la culpa no se saben valer, sino dan consigo en el pozo
de la desconfianza y de mayor negligencia; como en la verdad la principal causa para evitar la
desesperación sea evitar la tibieza y descuido en el servicio de Dios;
porque habiendo estas raíces, quiera el hombre, o no, no puede tener aquel
vigor de corazón y esfuerzo que de la buena y diligente vida se siguen. Y si
éstos considerasen que pasan mayor trabajo con estos sentimientos tristes y desesperados
que de la tristeza se siguen, que pasarían en cortar de raíz las malas
afecciones y peligrosas ocasiones que los impiden de servir a Dios con fervor,
ya que fuesen amigos de huir de trabajos, habían de elegir los que tiene anejos
la perfecta virtud, por huir los que se siguen a la falta de ella.