SAN BRUNO FUNDADOR DE LOS MONJES TRAPENSES
Presentación:
Vamos
a examinar bien dos cosas:
1) Si
existe verdaderamente un infierno y que es el infierno. A pelo aquí a tu buena
fe y a tu lealtad.
Lo que
los pueblos han creído siempre, constituye lo que se llama una verdad de
sentido común, que si os parece mejor de sentimiento común universal. Quien
quiera rehusarse a admitir una de estas verdades universales, no tendría como
se dice, sentido común.
En el
libro de Job, dice que los impíos que rebosan de bienes y dicen a Dios, no
tenemos necesidad de vos, no queremos vuestra ley, a que fin serviros y
rogaros. Esos impíos caen de repente en el infierno. Job llama al infierno, la
región de las tinieblas, la región sumergida en las sombras de la muerte, la
región de las desdichas y de las tinieblas, en las que no existe orden alguno y
la sombra de la muerte, donde reina el horror eterno.
He
aquí testimonios más que respetables y que se remontan a los más apartados
orígenes históricos. Mil años antes de la era cristiana, cuando no se trababa
aun historia griega ni romana, David y Salomón hablan con frecuencia del
infierno como de una gran verdad. De tal modo conocida y admirada por todos,
que no hay necesidad de demostrarla.
Este
terrible dogma forma parte del tesoro de las grandes verdades universales, que
constituye la luz de la verdad. Luego no es posible que un hombre sensato la
ponga en duda, diciendo la locura de una orgullosa ignorancia, no hay infierno,
luego sí lo hay. El infierno no ha sido inventado ni pudo serlo.
No
amigos, nunca nadie ha inventado el infierno, no ha sido y nunca podrá serlo.
La eternidad de las penas del infierno, es un dogma que la razón no puede
comprender, puede comprender el hombre. No el hombre no ha inventado el
infierno, ni lo habría podido inventar. El dogma del infierno se remonta hasta
el mismísimo Dios, forma parte de la formación primitiva que es la base de la
religión y de la vida moral del género humano.
En primer
lugar debemos decir que el infierno es para castigar a los réprobos, no para
dejarlos volver al mundo, a los que haya van, haya se quedan, porque siempre
aparece la pregunta, si es que hay verdaderamente un infierno, como es que
nadie ha vuelto de él. Decís que de allá no vuelven, esto es verdad en el orden
habitual de la providencia. ¿Pero es cierto que no hay vuelto nadie del
infierno, estáis seguro de que Dios en un acto de misericordia y de justicia no
haya permitido a un condenado aparecerse en el mundo? En la Sagrada escritura y
en la historia se leen pruebas de lo contrario.
Y por
supersticiosa que sea la creencia casi general, en lo que se llama los
aparecidos, seria inexplicable si no arrancase de un fondo de verdad.
Permitidme ahora que me refiera algunos hechos, cuya autenticidad parece
evidente y que prueban la existencia del infierno, por el intachable testimonio
de los mismos que están en aquel lugar.
1)
Jesús, te suplico e imploro Tu misericordia para los pobres pecadores y te pido
luz y la gracia de la conversión. No permitas que se pierdan almas redimidas
con tan Preciosa, Santísima Sangre Tuya.
2)
Reconozcamos que somos tan malos cristianos que diferimos hasta la hora de la
muerte el arreglo de la conciencia. «Cuando se echare encima la destrucción
como una tempestad..., entonces me llamarán, y no iré...; comerán los frutos de
su camino» (Pr., 1, 27, 28 y 31). 3) Roguemos que nos asistan, los sacramentos
de la Confesión, Comunión y Extremaunción en la hora de la muerte.
Relato:
En la
vida de San Bruno, fundador de los cartujos, se encuentra un hecho estudiado
muy a fondo, por los doctísimos bolandistas, y que presenta ala critica más
formal, todos los caracteres históricos, de la autenticidad.
Un
hecho acontecido en Paris, en pleno día, en presencia de muchos miles de
testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos y que ha
dado origen a una gran orden religiosa.
Acababa
de fallecer un célebre doctor de la universidad de Paris, llamado Reimond
Diocre, dejando universal admiración entre todos sus alumnos, corría el año
1082, uno de los más sabios doctores de esos tiempos conocido por todo Europa
por su ciencia, su talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase en Paris
con cuatro compañeros, y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre
difunto. El cuerpo se había depositado en la gran sala de la cancillería cerca
de la Iglesia de Nuestra Señora y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente
la cama, en la que costumbre de aquella época estaba cubierto el difunto con un
simple velo.
En el
momento en que se leía una de las lecciones del oficio de difuntos, que dice
así, ―respóndeme cuan grandes y numerosas son tus iniquidades‖ la cuarta
lectura de maitines de la misa de difuntos. Sale de debajo del fúnebre velo,
una voz sepulcral y todos los concurrentes, escuchan claramente estas palabras.
-―Por
justo juicio de Dios he sido acusado‖.
Acuden
inmediatamente, levantan el paño mortuorio, y el pobre difunto estaba allí
inmóvil, helado, completamente muerto. Continuose la ceremonia por un momento
interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los
concurrentes, se vuelve a comenzar el oficio, y se llega de nuevo a la referida
lección, ―respóndeme‖ y a plena vista de todos, el muerto se levanta y con
robusta y acentuada voz dice:
-―Por
justo juicio de Dios he sido juzgado‖. Y vuelve a caer.
El
terror del auditorio llega hacia su colmo, dos médicos justifican nuevamente su
muerte. El cadáver sigue rígido, frio, no se tuvo ya valor para continuar y se
aplazo el oficio, hasta el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no
sabían que resolver, unos decían, ―es un condenado es indigno de las oraciones
de la Iglesia‖, otros decían ―no, todo esto en duda es espantoso, pero en fin,
no seremos todos acusados, primero y después juzgados por justo juicio de Dios
como dijo el muerto‖. El obispo fue de este parecer. Y al día siguiente, a la
misma hora volvía a comenzar la fúnebre ceremonia hallándose presente como en
la víspera Bruno y sus compañeros. Toda la universidad, todo Paris, había
acudido a la Iglesia de nuestra Señor, vuelve pues a comenzar el oficio, a la
misma lección respóndeme.
El
cuerpo del doctor Raimond se levanta de su asiento y con un acento
indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes exclama: ―por
justo juicio de Dios, he sido condenado‖ y volvió a caer inmóvil.
Esta
vez no quedaba duda alguna, el terrible prodigio justificado hasta la evidencia
no admitía replica, por orden obispo y previa sesión, se despojo al cadáver de
las insignias de sus dignidades y fue llevado al sitio donde se vacían el
estiércol o la basura.
Al
salir de la gran sala de la cancillería, Bruno, San Bruno, que contaría
entonces con cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar
el mundo. Y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la gran
cartuja, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y preparase así
despacio para los justos juicios de Dios.
Conclusión
y suplicas:
Verdaderamente
he aquí un condenado que volvió del infierno, no para salir de él, sino para
dar de él un irrecusable testimonio. ¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en
aquella ocasión, ¿dónde estaría ahora? Te doy gracias por haberme esperado y
por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno, desde aquel
instante en que te ofendí. Dame luz y conocimiento del gran mal que hice al
perder voluntariamente tu gracia... Perdóname, Jesús mío, que yo me arrepiento
de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado tu bondad
infinita. Espero que me hayas perdonado... Ayúdame, Salvador mío, para que no
vuelva a perderte jamás... ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderte después de haber
recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un infierno sólo
creado para mí?... ¡No lo permitas, por los merecimientos de la Sangre que por
mí derramaste! Dame la santa perseverancia; dame tu amor... Te amo, y no quiero
dejar de amarte jamás. Ten, Dios mío, misericordia de mí, por el amor de
Jesucristo tu amado hijo.
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