lunes, 29 de julio de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


DAVID Y SAUL
9. LAS PRUEBAS INTERIORES EN GENERAL
Hemos considerado ya los bienes y los males temporales, la esencia de la vida espiritual y sus modalidades extrínsecas.

«No hay día -dice San Francisco de Sales- que se parezca enteramente a otro; y así los hay nebulosos, de lluvia, secos y de viento. Otro tanto sucede en el hombre: su vida se desliza como el agua, flotando y ondulando en una continua diversidad de movimientos que, ya le levantan a la esperanza, ya le abaten por el temor, ya le tuercen a la derecha por los consuelos, ya a la izquierda por la aflicción; de suerte que nunca se halla en un mismo estado... Quisiéramos no hallar ninguna dificultad, ninguna contradicción, ninguna pena, sino más bien consolaciones sin arideces, reposo sin trabajo, paz sin turbación, pero, ¿no es esto una locura? Pretendemos un imposible, pues solución tan completa sólo se halla en el paraíso o en el infierno; en el paraíso: el bien, el reposo, la consolación sin mezcla alguna de mal, de turbación ni de aflicción; en el infierno reina el mal, la desesperación, la turbación y la inquietud sin mezcla alguna de bien, de esperanza, de tranquilidad ni de paz. Mas en esta vida perecedera nunca se halla el bien sin su correspondiente mal, ni reposo sin trabajo, consolación sin aflicción.»
La vida interior no puede sustraerse a esta ley general, debiendo, por tanto, hallarse en ella, y en grande, las vicisitudes y las pruebas, de las que nuestra miseria puede ser la causa inmediata, o bien la malicia del demonio; pero Dios es siempre su primera causa. Cuando se originan de nuestro propio fondo, se explican por la ignorancia del espíritu, la sensibilidad del corazón, el desarreglo de la imaginación, la perversidad de nuestras inclinaciones, etc. Mas, ¿no obedece a un designio de Dios que hayamos nacido hijos de Adán, y a su voluntad que hayamos de soportar estas enfermedades para nuestra santificación? ¿Puede el demonio mismo cosa alguna contra nosotros sin la permisión de Dios? Cuando Saúl era asediado de tentaciones de envidia y de aversión contra David, los libros santos nos dicen que «el espíritu maligno, venido del Señor, le agitaba». Pero, si este espíritu viene de Dios, ¿cómo puede ser malo? Y si es malo, ¿cómo puede venir de Dios? Es malo, por la depravada voluntad que tiene de afligir a los hombres para perderlos; es del Señor, porque Dios le ha permitido que nos aflija, atendiendo a los designios que tiene de salvarnos.
Con mucha frecuencia es el mismo Señor quien obra y diversifica su acción en relación con la fuerza y necesidades de las almas y los designios que sobre ellas tiene. He aquí cómo el venerable Luis de Blosio resume en maravillosos rasgos «la conducta admirable del Celestial Esposo para con un alma que le está unida». Al principio, cuando los nudos del contrato apenas están formados, El la visita, la fortifica, la ilumina, cautiva su corazón haciéndola encontrar tan sólo la alegría en su servicio, la atrae por la dulzura de sus atractivos, y de continuo muéstrasele lleno de encantos por retenerla en su presencia; en una palabra, no le hace gustar sino las delicias y dulzuras en consideración a su debilidad. Mas, con el tiempo, la retira la leche de la consolación, dándola el alimento sólido de las aflicciones; ábrela los ojos, y la hace conocer cuánto habrá de sufrir en adelante. Y ved ahí el cielo y la tierra y el infierno conjurados todos contra ella. Enemigos por fuera, y tentaciones por dentro; fuera, tribulaciones y tinieblas, y en el interior del alma sequedades y desolaciones: todo lo cual contribuye a su martirio. Aquí el Esposo se sustrae a sus miradas, y si algún tiempo después reaparece, es para volverla a dejar. Ya la abandona en las sombras y horrores de la muerte, ya la llama a la luz y a la vida para hacerla gustar la verdad de este oráculo: «El es quien conduce al sepulcro y saca de él.»
ESAU Y JACOB
¿Por qué esta conducta de la Providencia? Es porque en nosotros hay dos pueblos. «El amor divino y el amor propio están en nuestro corazón como Jacob y Esaú en el seno de Rebeca; y como entre ellos hay marcada antipatía chocan de continuo entre sí. "Dos naciones hay en tu seno -dijo el Señor a Rebeca-: los dos pueblos que de ti saldrán estarán divididos, y el uno dominará al otro; el mayor servirá al menor". Del mismo modo, el alma que tiene dos amores dentro de su corazón, tiene, por consiguiente, dos grandes pueblos o muchedumbres de movimientos, afectos y pasiones; y así como los dos hijos de Rebeca le ocasionaban grandes convulsiones por el encuentro y lucha de sus movimientos, así los dos amores de nuestra alma causan grandes trabajos a nuestro corazón; pero aquí es preciso también que el mayor sirva al menor, es decir, que el amor sensual sirva al amor de Dios.»
El amor propio se manifiesta por el horror al sufrimiento, por el interés de los goces, y sobre todo por el orgullo, de donde nace esta guerra intestina de que se lamentaba el Apóstol; guerra siempre ruda y tenaz, pero más violenta en determinadas personas, sobre ciertas materias y en determinadas edades, en determinados tiempos y en determinadas ocasiones. Aun en los espirituales aprovechados queda un fondo de amor propio oculto, un orgullo refinado y casi imperceptible, de donde se origina una infinidad de imperfecciones de que apenas tiene conciencia, vanas complacencias en sí mismo, vanos temores, vanos deseos, manifestaciones de confianza en el valor personal, sospechas y burlas contra el prójimo, todo un caos de miserias, debilidades y pequeñas faltas. ¿Cuál será el remedio? Indudablemente que la mortificación cristiana, a la que hemos de entregarnos de lleno, y proseguir y perseverar en ella sin tregua ni descanso. Pero unas veces nos faltará la luz, otras decaerá el ánimo; mas nunca podremos cantar victoria definitiva sobre ese enemigo casi imperceptible y que forma parte de nosotros mismos, si Dios por la acción de su Providencia no nos alarga la mano poderosa de su gracia.
De dos maneras nos la puede alargar: mediante las dulzuras, o los santos rigores. Cuando un alma comienza a entregarse a El, cólmala de consuelos sensibles para atraerla, para alejarla de los placeres terrenales; y así engolosinada, despégase ella poco a poco de las criaturas y se une a Dios, si bien de manera defectuosa, pues es vicio general de las almas todavía imperfectas buscar su satisfacción casi en todo cuanto hacen. Y precisamente las dulzuras constituyen el plato más delicado tanto para el orgullo como para la gula espiritual.
Por medio de miras imperceptibles de complacencia, se apropia los dones de Dios, y uno se siente satisfecho en tal o cual estado; y en lugar de bendecir a la infinita misericordia, se atribuye a sí el mérito de lo que hace, por lo menos en el interior de su corazón. Conveniente será, pues, dar el golpe de gracia al amor propio, que Dios nos someta a los recios golpes de las pruebas interiores, que aunque dolorosas serán decisivas.
Por este medio, Dios nos humilla y nos instruye. Celoso de conservar su gloria y de asegurarla contra estos secretos latrocinios del corazón, nos oculta la mayor parte de sus gracias y favores. Sólo dos excepciones hemos de poner en esta regla: primero, los principiantes que tienen necesidad de ser atraídos y ganados por medio de estos dones sensibles y conocidos; y segundo, los grandes santos, que a fuerza de haber sido purificados del amor propio con mil pruebas interiores, pueden reconocer en sí las gracias de Dios sin la menor mirada de propia complacencia. En general, también oculta a las almas los favores de que las coima, de modo que no vean ni su humildad, ni su paciencia, ni sus progresos, ni su amor a Dios. De ahí que algunas veces no puedan menos de llorar por la presunta ausencia de estas virtudes y su falta de generosidad en el sufrimiento. Al propio tiempo les descubre este profundo abismo de nativa corrupción que llevamos en nosotros mismos, y que hasta entonces no habían podido ni querido sondear; y muéstraselo despacio, no mediante luces gloriosas, sino a fuerza de dolorosas experiencias. Nada más a propósito para destruir nuestro amor propio que este cuadro tan aflictivo y humillante. Sentir a cada instante su debilidad, y verse al borde del precipicio, ¿no es la prueba más fuerte para llevarnos a la desconfianza de nosotros mismos y a la confianza en sólo Dios? Si nos es provechoso ser abatidos en presencia de los demás, no menos lo es vernos anonadados a nuestros propios ojos, y esto será lo que poco a poco hará morir nuestro orgullo: esta es la razón por la que Dios permite tantas humillaciones interiores. Es una lección de evidencia deslumbradora, por lo que la prolonga hasta que quede bien aprendida y no pueda, por decirlo así, ser jamás olvidada. Sólo resta saber aprovecharse de ella, para establecerse en la verdadera humildad dulce y tranquila, que arroja fuera de sí la falsa humildad malhumorada y despechada. El enojo y el despecho en la humillación son otros tantos actos de orgullo, como en los dolores son otros tantos actos de impaciencia.



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