CAPITULO 12
Que suele Dios castigar a los soberbios con permitir que pierdan la
joya de la castidad, para humillarlos; y de cuánto conviene ser humildes para
vencer a este enemigo.
Otros
ha habido que han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios
con justo juicio, en entregarlos, como dice San Pablo (Rom., 1, 24), en los
deseos deshonestos de su corazón como en manos de crueles sayones, castigando
en ellos unos pecados con otros pecados; no incitándolos Él a pecar, porque del sumo Bien muy extraño es ser causa que nadie
peque; mas apartando su socorro del hombre por pecados del mismo
hombre, la cual es obra de justo Juez; y si justo, bueno. Y así dice la
Escritura (Prov., 23, 27): Pozo hondo es la mala mujer, y poso estrecho la mujer ajena;
aquel caerá en él con quien Dios estuviere enojado (Prov., 22, 14).
No se asegure, pues, nadie con que no da enojos a Dios cerca de la castidad, si
los da en otras cosas, pues que suele dejar caer en lo que el hombre no caía ni
querría, en castigo de caer en otras cosas que no debía.
Y
aunque esto sea general en todos los pecados, pues por todos se enoja Dios, y
por todos suele castigar, mas particularmente, como dice San Agustín, «suele castigar Dios
la secreta soberbia con manifiesta lujuria».
Y así
se figura en Nabucodonosor, que en castigo de su soberbia, perdió su reino, y
fue alanzado de la conversación de los hombres, y le fue dado corazón de
bestia, y conversó entre las bestias (Dan., 4, 22, 29, 30), no porque perdiese
la naturaleza de hombre, sino porque le parecía a él que no lo era. Y así
estuvo hasta que le dio Dios conocimiento y humildad con que conociese y
confesase que la alteza y reino es de Dios, y que lo da Él a quien quiere.
Cierto, así pasa, que el hombre que atribuye a la fortaleza de su brazo el
edificio de la castidad, lo echa Dios de entre los suyos, y salido de tal
compañía, que era como de Ángeles, mora entre bestias, con corazón tan bestial
como si no hubiera amado a Dios, ni sabido qué era castidad, ni hubiese
infierno, ni gloria, ni razón, ni vergüenza, tanto que ellos mismos se espantan
de lo que hacen, y les parece no tener juicio ni fuerzas de hombres, sino del
todo rendidos a este vicio bestial, como bestias, hasta que la misericordia del
Señor se adolece (se adolece: se compadece) de tanta miseria, y da a conocer al
que de esta manera ha caído que por su soberbia cayó, y por medio de humildad
se ha de levantar y cobrar. Y entonces confiesa que el reino de la castidad,
por el cual reinaba sobre su cuerpo, es dádiva de Dios, que por su gracia la da
y por pecados del hombre la quita.
Y este
mal de soberbia es tan malo de conocer—y por eso mucho de temer—, que algunas
veces lo tiene el hombre metido tan en lo secreto de su corazón que él mismo no
lo entiende. Testigo es de esto San Pedro, y otros muchos, que estando
agradados y confiados de sí, pensaban que lo estaban de Dios; el cual, con su
infinita sabiduría, ve la enfermedad de ellos, y con su misericordia, junta con
su justicia, los cura y sana, con darles a entender, aunque a costa suya, que
estaban mal agradados y mal confiados de sí mismos, pues se ven tan
miserablemente caídos. Y aunque la caída es costosa, no es tan peligrosa como
el secreto mal de soberbia en que estaban ; porque no le entendiendo, no le
buscaran remedio, y así se perdieran; y entendiendo su mal con la caída, y
humillados delante la misericordia de Dios, alcanzan remedio de Él para
entrambos males. Y por esto dijo San Agustín que «castiga
Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria», porque el segundo mal
es manifiesto a quien lo comete, y por allí viene a entender el otro mal que
secreto tenía.
Y
habéis de saber que estos soberbios unas veces lo son para consigo solos, y
otras, despreciando a los prójimos por verlos faltos en la virtud y especialmente
en la castidad. Mas, ¡oh Señor, y cuan de verdad mirarás con ojos airados a
este delito! ¡Y cuan desgraciadas te son las gracias que el fariseo te daba,
diciendo (Lc., 18, 130: No soy malo como los otros hombres, ni adúltero, ni
robador, como lo es aquel arrendador que allí está. No lo dejas, Señor, sin
castigo; lo castigas, y muy reciamente, con dejar caer al que estaba en pie, en
pena de su pecado, y levantas al caído por satisfacerle su agravio.
Sentencia
tuya es, y muy bien la guardas (La, 6, 37): No queráis condenar, y no seréis
condenados. Y (Mt., 7, 2): Con la misma medida que midiereis seréis medidos; y
quien se ensalzare será abajado. Y mandaste decir de tu parte al que desprecia
a su prójimo (Isai., 33, 1): ¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado!
¡Oh, cuántos han visto mis ojos castigados con esta sentencia, que nunca habían
entendido cuánto aborrece Dios a este pecado, hasta que se vieron caídos en lo
que de otros juzgaron, y aun en cosas peores! «En tres cosas—dijo un viejo de los
pasados—juzgué a mis prójimos, y en todas tres he caído.»
Agradezca
a Dios el que es casto la merced que le hace, y viva con temor y temblor por no
caer él, y ayude a levantar al caído, compadeciéndose de él y no
despreciándolo. Piense que él y el caído son de una masa, y que cayendo otro
cae él cuanto es de su parte.
Porque,
como dice San Agustín: «No hay pecado que haga un hombre, que no lo haría otro
hombre, si no lo rige el Hacedor del hombre.» Saque bien del mal
ajeno, humillándose con ver al otro caer; saque bien del bien ajeno gozándose
del bien del prójimo. No sea como ponzoñosa serpiente, que saque de todo mal;
soberbia en las caídas ajenas y envidia en los bienes ajenos. No quedarán estos
tales sin castigo de Dios; los dejara caer en lo que otros cayeron y no les
dará el bien de que hubieron envidia.
CAPITULO 13
De otras dos peligrosas causas por las cuales suelen perder la
castidad los que no las procuran evitar.
Entre
las miserables caídas de castidad que en el mundo ha habido, no es razón que se
ponga en olvido la del Santo Rey y Profeta David; que por ser ella tan
miserable, y la persona tan calificada, pone un escarmiento tan grande a quien
la oye, que no hay quien deje de temer su propia flaqueza. La causa de esta
caída dice San Basilio que fue un liviano complacimiento que David tomó en sí
mismo, una vez que fue visitado de la mano de Dios con abundancia de mucha
consolación, y se atrevió a decir: Yo dije en mi abundancia: No seré ya mudado
de este estado para siempre. Mas ¡oh cuan al revés le salió! ¡ y cómo después
entendió lo que primero no entendía, que (Eccl., 7, 15) en el día de los bienes
que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer! Y que se
debe tomar la consolación divinal con peso de humildad, acompañada del santo
temor de Dios, para que no pruebe lo que el mismo David luego dijo (Ps., 29,
8): Quitaste tu faz de mí, y fui hecho conturbado.
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