Y
penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad
del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una
inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un
amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela.
Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones,
el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo:
—Desde
ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le
consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola:
hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar?
—Quiero
ver solamente— respondí.
—Ven,
pues, conmigo— añadió el amigo.
Y
tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía
en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por
una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la
bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y
avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos
una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en
las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en
la tierra con sus llamas movibles, con elevada temperatura. Muros, bóvedas,
pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante.
Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la
tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. Me sería
imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba
atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que
casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba
para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el
centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por
un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina.
Lleno
de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del
Oratorio, uno de mis hijos.
—Pero
¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano?
—Sí,
sí— me respondió. —
¿Y por
qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse?
Y él:
—Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás.
Apenas
si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a
grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste
pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un
grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que
había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo
número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles,
incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se
había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto.
El segundo quedó como encorvado hacia la tierra. Algunos tenían los pies por
alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos
sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban
sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas,
con las manos
entre
los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en
posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me
eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la
Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para
siempre. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía:
—
¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar
aquí?
—
¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen
corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar,
al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y,
por tanto, la justicia Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les
insta, los persigue y no se pueden parar hasta llegar a este lugar.
— ¡Oh,
qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen
ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé.
—
¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un
poco más—, me dijo el guía. Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la
ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos
golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos;
otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes
arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de
aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un
trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado
para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia,
respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus
burlas. Yo pregunté al guía:
—Dime,
¿por qué no oigo ninguna voz? —
Acércate
más— me gritó.
Me
aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre
horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era un
tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a
mi amigo:
— ¿Qué
es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?
Y él:
—Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar.
Gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Aquí no cuenta el
tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el
estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente.
—
¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos condenados?
Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio.
Y el
guía me contestó: —Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de
Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente,
se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante.
Se
veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas.
El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa
condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para
convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El
recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y
no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio
y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos
hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces
está lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos
los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los
cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros
muchos no los conocía. Me adelanté y observé que todos estaban cubiertos de
gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los
ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un
estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo. Aquellos
desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin
poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome
para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen
algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron.
Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro
mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo
el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de
otra manera.
Y
añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas
de contemplar.
— ¡No,
no!, —repliqué aterrado—.
Para
ir al infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado
aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno!
—Dime
—observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o
permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos?
Desconcertado con esta propuesta, respondí:
— ¡Oh,
yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no
podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni
yo ni los demás?
—Bien
—contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal
que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y
me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis
queridos hijos de tantos tormentos.
—Ven,
pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia
de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y
salvarlos de la muerte eterna.
Y
tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me
encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal.
Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros
tantos departamentos que comunicaban con la caverna. El guía me señaló uno de
aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó:
—La
falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos
jóvenes. —
Pero
¿no se han confesado?
—Se han confesado, pero las culpas contra la
bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo:
uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había
faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la
niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo
dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso
algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al
confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse
en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que,
arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán
eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la
Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio,
todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa.
Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta.
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