Primeros ataques
El
abate Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars.
La
pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente.
El
estaba devorado por el amor a su Dios y a las almas.
Recurrió
a la plegaria y al ayuno. Fue desde el primer día lo que iba a seguir siendo
toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el hombre de la
plegaria incansable y de la continua penitencia. ¿Y qué le pedía a
Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas? La
conversión de su parroquia.
Si
existen enemigos del alma que nosotros llamamos demonios, no pudieron ignorar
por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podían
evitar el deseo de anular sus esfuerzos.
Justamente
el joven cura, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido
contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la
ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran
en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los
infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados
en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales. En su parroquia, con
todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo
consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario, extranjeros
a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más odiosa de
las calumnias: tuvieron
la audacia de atribuir su palidez, la flacura de su rostro, a secretas
perversiones.
Este
hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne todos los días para
domarla como a una esclava dócil, y para asociarse a la Cruz del Salvador,
hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas, colgaron en
su puerta carteles ignominiosos.
"En esa época — escribe
Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fue
calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana. .
Sin
querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver en esta campaña
odiosa contra su reputación y su honor, el joven cura. Y faltó poco para que
este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el
proceso de beatificación: "Se sintió tan cansado de los viles rumores que se
propagaban sobre él que quiso dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona
que estaba cerca de él no lo hubiera convencido que su partida podía acreditar
esos rumores infames." ¿Qué debía hacer entonces? Abandonarse a
Dios, seguir rezando y haciendo penitencia y rogar, en particular, por sus
perseguidores.
Así lo
hizo y fue su primera victoria sobre Satán.
Horrible tentación
El
Demonio no se dio, sin embargo, por vencido. Y en un nuevo ataque la emprendió
directamente contra su adversario. Las mortificaciones mismas que éste se
infligía tuvieron tal vez por resultado quebrantar su salud. Aunque de
constitución robusta, como verdadero hijo de campesinos que era, tuvo que pasar
en los primeros años de su ministerio en Ars una enfermedad bastante grave,
debida sin duda a lo que él llamaba más tarde sus "locuras de
juventud", es decir los ayunos y maceraciones que se imponía en su presbiterio
aislado, bajo las únicas miradas de su Dios. Tuvo, en el transcurso de su
enfermedad, pensamientos de desfallecimientos y desesperación.
Se
creyó muy cerca de la muerte. En varias ocasiones le pareció oír, en lo más
profundo de sí mismo, una voz insolente que decía: "¡Ahora es cuando tendrás que caer en el
infierno!" Todo esto se sabe por él mismo y por los testigos
que han declarado en el proceso de beatificación, pero sobre todo por Catherine
Lassagne, ya nombrada por nosotros.
En el
fondo de su corazón, no obstante, su fe era tan ardiente que gritó su confianza
en Dios y que, por este medio, volvió a encontrar prontamente la paz interior
que había estado a punto de perder.
Hasta
aquí nos vemos obligados a comprobar que el joven sacerdote está en la línea
más pura del apostolado cristiano, que da pruebas de buen sentido, de cordura
espiritual, de fuerza y de solidez mental.
Calumnias,
tentaciones: no salimos todavía de los métodos comunes, de los procedimientos
ordinarios que caracterizan las intervenciones diabólicas en nuestros destinos
humanos.
Pero
ahora llegamos a las infestaciones demoniacas que constituyen una cosa
completamente distinta, como vamos a ver.
Los juegos de Satán
Va a
producirse en la lucha de Satán contra el cura de Ars un crescendo notable.
Parecería, pues, que le ocurre exactamente lo que le había sucedido muchos
siglos antes al que llamamos "el santo hombre Job". Las tentaciones
se convierten en infestaciones. El demonio ha obtenido de Dios, soberano Señor
de nuestros destinos, el permiso para llegar más allá de los límites que le son
comúnmente impuestos con respecto a nosotros — felizmente, por otra parte —Admitamos
que San Agustín haya podido hablar de "ese perro encadenado" que no puede morder.
Pero
la cadena, con el permiso divino, puede aflojarse un poco.
La
cosa comenzó para el abate Vianney durante el invierno de 1824 a 1825. Era cura
de Ars desde hacía seis años y contaba treinta y ocho. Siempre los fenómenos
extraños se producían durante la noche.
Ruidos
inquietantes le impedían dormir. Nada miedoso, creyó al principio que se
trataba de vulgares roedores que desgarraban los cortinajes de su cama. Puso
entonces a mano una horquilla para espantarlos. Fue inútil, cuanto más golpeaba
las cortinas para atemorizar a las ratas, más ruidosos se tornaban los dientes
roedores.
Pero
de día no quedaba ningún rastro de sus estragos en las cortinas.
Ni un
instante, sin embargo, pensó que tenía que vérselas con el diablo. De acuerdo
con las palabras de un sacerdote, que más tarde le fue enviado como ayudante,
el abate Toccanier: "No era un crédulo y no prestaba fe con facilidad a las
cosas extraordinarias."
No
obstante, todo nos induce a creer que se trataba ya entonces de intervenciones
demoníacas, como lo demostraron los acontecimientos ulteriores.
Un
autor, que tendremos oportunidad de citar largamente más adelante y que goza de
autoridad en materia de mística diabólica, como asimismo de mística divina, el
canónigo Saudreau, escribe con mucha claridad: "El demonio actúa sobre todos los hombres,
tentándolos... Nadie escapa a sus ataques: son éstas sus operaciones comunes.
En otros casos mucho más raros, los demonios muestran su presencia mediante vejaciones
penosas, pero que son más aterradoras que peligrosas: hacen ruidos, se mueven,
trasladan, hacen caer y a veces rompen ciertos objetos: es lo que se llama
infestación."
No es
imposible que el canónigo Saudreau haya tenido presente al escribir estas
líneas precisamente las experiencias del cura de Ars, pero no eran éstas las
únicas, sin duda, que ocupaban su mente.
Y
Satán siempre, creemos nosotros, con el permiso de Dios, va a ir más lejos.
Pronto,
en efecto, en el silencio de las noches, el joven cura oyó que golpeaban a las
puertas; gritos extraños cuyo eco resonaba en el presbiterio. El abate Vianney
siguió sin pensar en el demonio y simplemente atribuyó a ladrones tentados por
los bellísimos adornos y objetos preciosos ofrecidos a su iglesia por el
vizconde de Ars que ya se hallaban almacenados en el granero. Se levantó, pues,
bajó hasta el pequeño patio, revisó todo, buscó en los rincones y recovecos Nada.
¡No había nada! Todavía no comprendió. Y decidió pedir ayuda a algunos fieles
contra los asaltantes invisibles que lo amenazaban.
El relato de un testigo
El
carretero de la aldea era entonces un fuerte muchacho de veintiocho años
—estamos en 1826 — y vivirá lo bastante para declarar como testigo en el
proceso de beatificación. Se llamaba André Verchére. Hay que dejarle la palabra
y leer simplemente su declaración hecha bajo juramento, por primera vez el 4 de
junio de 1864, cinco años después de la muerte del santo, y por segunda vez el 2
de octubre de 1876.
"Desde
hacía varios días — dice —, el padre Vianney oía en su presbiterio un ruido
extraordinario. Una noche fue a verme y me dijo:
—No sé
si serán ladrones. . . ¿Querría usted venir a dormir en el presbiterio?
"—Cómo
no, señor cura, voy a cargar mi fusil.
"Llegada
la noche fui al presbiterio. Conversé al calor de la chimenea, con el señor
cura, hasta las diez. «Vamos a acostarnos», dijo él por fin. Me cedió su cuarto
y ocupó el contiguo. No me dormí.
Alrededor
de la una oí que sacudían con violencia el pestillo y el pomo de la puerta que
da sobre el patio. Al mismo tiempo, contra la misma puerta, resonaban golpes de
maza, en tanto que en el presbiterio se oía el ruido de truenos como si fuera
el rodar de varios coches.
"Así
mi fusil y me precipité hacia la ventana que abrí. Miré y no vi nada. La casa
tembló alrededor de un cuarto de hora. Mis piernas hicieron otro tanto y me
sentí mal durante ocho días. Cuando el ruido empezó, el señor cura había
encendido una lámpara. Se acercó a mí.
"—
¿Ha oído usted? —me preguntó.
"—Por
supuesto que he oído, por eso me he levantado y tengo mi fusil.
"El
presbiterio se movía como si la tierra temblara.
"—
¿Tiene miedo, entonces? —volvió a preguntarme el señor cura.
"—No
— repuse —, no tengo miedo, pero siento que mis piernas se aflojan. ¡El
presbiterio va a derrumbarse! . . .
"—
¿Qué cree usted que es?
"—
¡Creo que es el Diablo!
"Cuando
cesó todo el ruido volvimos a acostarnos. El señor cura regresó la noche
siguiente a rogarme que volviera con él. Le contesté:
—Señor
cura, ¡ya he tenido bastante con lo de anoche!"
Este
relato fue confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en
la "Providencia" —institución de caridad…
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