LA TENTACION DE SAN FRANCISCO DE ASIS
Artículo 4º.- La huida del pecado
«La vida
del hombre sobre la tierra es un combate». Día y noche los enemigos de dentro y
de fuera nos acechan con intento de robarnos el tesoro de nuestras virtudes, y
aun la vida de la gracia y de la gloria. Es preciso vigilar, orar, luchar sin
tregua, rechazar de continuo los asaltos del infierno, descubrir sus
artificios, tener a raya nuestras malas inclinaciones y nuestras pasiones
desarregladas, que están en inteligencia con él; y si ha conseguido penetrar en
nuestras filas por el pecado, arrojarlo por la penitencia, reparar las consecuencias
de nuestra falta, prevenir una nueva ofensiva, preparar la final victoria
mediante la vigilancia y ánimo siempre alerta, y puesto que somos la debilidad
misma, hemos de llamar en nuestra ayuda a la omnipotencia de Dios. La lucha es
de absoluta necesidad y no debe terminar sino con la vida.
El día
que cesemos de combatir, el pecado nos invadirá como un implacable enemigo, y
se precipitará sobre un país que ha cesado de oponerle una resistencia
victoriosa. Además, téngase en cuenta lo que cuesta despegarse de todo y establecerse
sólidamente en la pureza del corazón y en la paz del alma, por lo que, una vez
adquirida, es preciso conservarla a todo trance.
«Nuestro
Señor no cesa de exhortar, prometer, amenazar, defender, mandar e inspirar, a
fin de apartar nuestra voluntad del pecado, en cuanto esto puede hacerse sin
quitarnos la libertad.» La voluntad divina nos ha sido significada mil veces y
bajo todas las formas, y ante una voluntad divina tan claramente conocida en
cosas de tan capital importancia, la indiferencia sería criminal. Preciso es,
pues, resolverse a luchar sin tregua ni descanso y entrar en combate, sin
esperar otra cosa que la gracia prometida a la oración y a la fidelidad.
Sin
duda, Dios pudiera venir en nuestra ayuda por una de esas intervenciones
poderosas que rinden al alma y la cambian con pasmosa prontitud; y así es como
Magdalena, la pecadora escandalosa, se transforma en un momento y llega a ser
maravillosamente pura; así es como Pedro, después de su triple negación,
tropieza con la mirada de Jesús y comienza a derramar lágrimas que jamás han de
cesar; como el buen ladrón, hasta entonces malhechor y blasfemo, realiza en el postrer
momento una entera conversión y recibe de boca del Salvador la más consoladora
seguridad; de esta manera es como los Apóstoles, antes tímidos e imperfectos,
son confirmados en gracia y colmados de un valor intrépido el día de
Pentecostés; como Saulo, el ardiente perseguidor, cae postrado en el camino de
Damasco y pronto quedará convertido en un Apóstol no menos ardoroso. Dios
pudiera sin dificultad hacernos pasar en un instante del pecado o de la tibieza
a las más santas disposiciones, ya que en su poder están todas estas
maravillosas transformaciones, mas, como advierte San Francisco de Sales, «son
tan extraordinarias en la gracia, como la resurrección de los cuerpos en la naturaleza;
de suerte, que no hemos de pretenderías». De igual manera, Dios pudiera calmar
a las almas a quienes ve en la turbación o en otras disposiciones penosas, y
hacerlo con una sola palabra suya, y establecerlas súbitamente en el estado en
que El las quiere. Hácelo algunas veces, pero no es éste su método habitual.
Prefiere que la «purgación y curación ordinaria, sea de los cuerpos, sea de los
espíritus, no se haga sino poco a poco, progresivamente, paso a paso y entre dificultades
y gustos».
Dios
juzga más glorioso para nosotros y para El no salvarnos sin nosotros, o que
nuestra perdición dependa de nosotros. Si nos preservase, si nos convirtiese,
si nos transformase casi sin trabajo de nuestra parte, ¿dónde estaría nuestro
mérito? Por el contrario, dejándonos más tiempo a nuestra propia determinación,
exige de nosotros mayores esfuerzos, pero nos ofrece con el honor y mérito una
fuente de incesantes progresos por la vigilancia, la oración, el combate, la
penitencia, la humildad, la mortificación cristiana.
Habiéndonos
creado libres, nos gobierna libremente, juzgando preferible sacar bien del mal,
a costa de nuestra libertad.
Quiere,
pues, que luchemos contra nuestras malas inclinaciones, nuestras pasiones
desarregladas y los enemigos de fuera. El, que nos ha trazado el camino, nos ofrecerá
su gracia, nos recompensará según nuestras obras; pero nos deja obrar. Preciso
es armarnos de valor para la lucha, adorando a la divina Providencia en esta
santa disposición, «en la que brillan su sabiduría en regir las criaturas
libres, su liberalidad en recompensar a los buenos, su paciencia en soportar a
los malos, su poder para convertirlos, o por lo menos, para llamarlos al orden
por la justicia, y en fin, el bien de su gloria que El halla en todas las cosas
y es la que únicamente busca en todas ellas». Pero obedezcamos al mismo tiempo
a su voluntad significada, que nos ordena aborrecer el pecado, evitarlo
mediante la vigilancia, la oración y el combate o repararlo por la penitencia.
Artículo 5º.- La observancia de los preceptos, votos, Reglas, etc.
Expuesto
ya lo concerniente a la gloria eterna, a la vida de la gracia, a la práctica de
las virtudes y a la huida del pecado, agrupamos aquí en este mismo artículo
todas las restantes materias pertenecientes a la voluntad de Dios significada,
como son: los preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos evangélicos, los
deberes de estado, y por consiguiente para nuestros religiosos, nuestros votos,
nuestras Reglas y las órdenes de nuestros Superiores; y por último, las
inspiraciones de la gracia, los ejemplos de Nuestro Señor y de los santos.
Ya que
todo esto pertenece a la voluntad de Dios significada, constituye el dominio
propio de la obediencia y no del abandono. Constituye, además, los medios que
nos asigna Dios para huir del pecado, cultivar las virtudes, vivir de la gracia
y tender a la gloria; y como El quiere el fin, quiere también los medios y los
tiene en grande estima. Impone los unos por vía de precepto, o si no son
obligatorios, llegan a serlo para nosotros por efecto de nuestra profesión; los
otros continúan siendo facultativos, pero es Dios mismo quien nos lo propone,
si bien es Él quien nos incita por sus promesas y nos atrae por su gracia para
no descuidarlos. Así es como, por ejemplo, nos induce, además de las oraciones
y sacrificios obligatoriamente tasados por nuestras Reglas, y mediante las
condiciones requeridas, a hacer algo más por nuestra buena voluntad, y nos
mueve a multiplicar los actos interiores de las virtudes, a seguir más de cerca
a los santos, a nuestro dulce y amado Salvador Jesús.
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