LA PURIFICACIÓN DEL
ALMA EN LOS PRINCIPIANTES.
Ahora trataremos
de la vía purgativa una vez que el alma de ha convertido a Dios y propone con firmeza,
alcanzar la perfección cristiana a la que fue llamada.
CAPÍTULO PRIMERO
LA EDAD ESPIRITUAL DE LOS PRINCIPIANTES
Hemos
visto que Santo Tomás (1), al hablar de las tres edades de la vida espiritual,
hace notar que "el primer deber de los principiantes es evitar el pecado,
y hacer frente a los torcidos deseos que nos arrastran a un objeto opuesto al
de la caridad".
El cristiano
en estado de gracia, que empieza a entregarse al servicio de Dios y a aspirar a
la perfección de la caridad, según se ordena en el supremo mandamiento, posee
una mentalidad o estado de ánimo que se resume en conocerse a sí mismo y en
conocer a Dios, en amarse a sí mismo y en amar al Señor.
EL CONOCIMIENTO DE SÍ" MISMO Y EL CONOCIMIENTO DE
DIOS
Los
principiantes tienen un conocimiento rudimentario de sí mismos; poco a poco van
descubriendo los defectos que aún quedan en su alma, las consecuencias de los
pecados ya perdonados y de otras nuevas faltas más o menos deliberadas y
voluntarias. Si responden con espíritu generoso, no pretenden excusarse, sino
corregirse, y el Señor les descubre su miseria y su indigencia, haciéndoles sin
embargo comprender que no deben considerarla sino bajo el aspecto de la divina misericordia,
que les exhorta a continuar adelante. Cada día deben examinar su conciencia y
aprender a vencerse para no dejarse arrastrar del impulso irreflexivo de sus
pasiones.
Todavía
no se conocen sino de una manera superficial.
Aun no
acaban de descubrir el tesoro que el bautismo ha puesto en sus almas, e ignoran
todo el amor propio y el egoísmo, a veces inconsciente, que en ellos subsiste y
que se revela con frecuencia, cuando tienen una contrariedad o sufren algún
reproche. No pocas veces ven este amor propio en los demás mejor que en sí
mismos, y deben acordarse de las palabras del Señor: "¿Por qué miras la pajita en el ojo de tu
hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo?" (Mat.,vn, 3). El
principiante lleva en sí un diamante envuelto todavía en otros minerales
inferiores, y no conoce aún el precio de esa joya, como tampoco los defectos e
inferioridad de la escoria que le acompaña. Dios le ama mucho más de lo que él
cree, pero con un amor celoso que tiene sus exigencias y pide gran abnegación
para llegar a la verdadera libertad de espíritu.
El
principiante se va elevando poco a poco a cierto conocimiento de Dios que
todavía depende mucho de las cosas sensibles. Conoce a Dios en el espejo de las
cosas de la naturaleza o en el de las parábolas, por ejemplo, en la del hijo pródigo,
la de la oveja perdida o la del buen Pastor. Es todavía el movimiento recto de
la elevación hacia Dios, partiendo de un hecho sensible muy sencillo. No es aún
el movimiento en espiral que se eleva a Dios por la consideración de los
diversos misterios de salud, ni el movimiento circular de la contemplación, que
de continuo vuelve a la bondad divina que se desborda, como el águila se
complace en mirar al sol, describiendo muchas veces el mismo círculo en el aire.
Todavía
no está el principiante familiarizado con los misterios de la Salvación, con
los de la Encarnación redentora, con los de la vida de la Iglesia, y no se
siente aún habitualmente inclinado a ver en todas esas cosas la irradiación de
la bondad divina.
La ve
sin embargo al meditar en la Pasión del Señor, pero aun no penetra en las
profundidades del misterio de la Redención.
Ve todavía
las cosas de Dios superficialmente, y es que aún le falta bastante para llegar
a la madurez de espíritu.
EL AMOR DE DIOS EN SUS COMIENZOS
En
este estado, existe un amor de Dios propio de esta edad: los principiantes
dotados de espíritu verdaderamente generoso aman al Señor con un santo temor al pecado que les hace huir del mortal, y
aun del venial deliberado, por la mortificación
de los sentidos y de las pasiones desordenadas, o de la concupiscencia de
la carne, de los ojos y de la soberbia. En esto se echa de ver que existe, en
ellos el comienzo de un profundo amor de la voluntad.
Muchos,
sin embargo, son negligentes en practicar la mortificación de que tendrían
necesidad, y se asemejan en esto a un hombre que quisiera realizar la ascensión
de una montaña, comenzando, no desde la base, sino desde la mitad.
Y
claro, suben a ella con la imaginación, pero no en realidad.
Se
ahorran los primeros escalones, pero su entusiasmo inicial se extingue como
fuego de estopa. Creen tener conocimiento de las cosas espirituales, pero
apenas hacen sino desflorarlas y no se arraigan en ellas. Esto acaece, por
desgracia, con demasiada frecuencia.
Si por
el contrario, el principiante responde con generosidad; si, sin pretender
adelantarse a la gracia, ni practicar fuera de la obediencia ciertas
mortificaciones excesivas inspiradas por un secreto orgullo, se propone con
toda seriedad avanzar en la perfección, entonces no es raro que reciba, como
recompensa, abundantes consuelos sensibles en
la oración o en el estudio de las cosas divinas. Así logra el Señor la conquista de la sensibilidad, ya que aquel vive
todavía sobre todo por ella. La gracia llamada sensible, por manifestarse
principalmente en la sensibilidad, aleja a ésta de los pasos peligrosos y la
atrae hacia Nuestro Señor y hacia su Santa Madre. En estos momentos, el
principiante generoso ama ya a Dios con todo su
corazón, pero no todavía "con toda su
alma, con todas sus fuerzas", ni "con todo
su espíritu." Los autores de espiritualidad hablan con frecuencia
de esta leche de la consolación con que
en estas circunstancias son regaladas esas almas generosas. San Pablo escribe a
su vez (I Cor., ni, 1): "Así es, hermanos, que yo no he podido hablaros como
a hombres espirituales, sino como a personas carnales; como a niños en
Jesucristo, os he amamantado con leche
y no con manjares sólidos, porque no erais todavía capaces de ellos" ¿Qué es lo que sucede entonces
ordinariamente? Casi todos los principiantes, al recibir esos consuelos
sensibles, se complacen demasiadamente en
ellos, como si fueran, no un medio, sino el fin. Y caen en una especie de
golosina espiritual acompañada de precipitación
y de curiosidad en el estudio de las cosas divinas, e inconsciente orgullo
que los lleva a hablar de esas cosas como si fueran ya maestros consumados.
Aquí,
dice San Juan de la Cruz, vuelven a hacer su aparición los siete pecados capitales, no ya en su forma
vulgar y grosera, sino a propósito de las cosas
espirituales. Y son otros tantos obstáculos a la verdadera y sólida
piedad.
¿Qué
hay que concluir de todo lo dicho? De lo que antecede se sigue, y es la lógica
de la vida espiritual, que es necesaria una segunda
conversión, tal como la describe San Juan de la Cruz con el nombre
de purgación pasiva de los sentidos, "común y que acaece a muchos, y éstos son los principiantes",
para introducirlos "en el camino y vía del espíritu, que es el de los
aprovechántes y aprovechados, que por otro nombre, llaman vía iluminativa o de
contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando y reficionando el
alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma."
Esta
purificación se caracteriza por una prolongada
aridez sensible, en la cual el principiante queda despojado de los
consuelos sensibles en que se complacía harto. Si en esta aridez llega a
sentirse vivo deseo de Dios, de que reine
en nosotros, y temor de ofenderle, señal es que estamos ante una purificación
divina. Y todavía más si a estas vivas ansias de Dios se añade dificultad, en
la oración, de hacer múltiples y razonadas consideraciones, e inclinación a mirar simplemente al Señor con amor.
Ésa es la tercera señal, que prueba que la segunda conversión es una realidad,
y que el alma está elevada a una forma de vida superior, que es la de la vía
iluminativa de los proficientes o adelantados.
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