Sí,
Dios espera otra cosa. Espera que le demos nuestro corazón, que pongamos
nuestra voluntad en sus manos, lo más conscientemente y lo más actualmente
posible, con la delicadeza propia de los verdaderos amigos.
Jam
non dicam vos servos... Vos autem dixi amicos, «Ya no os llamaré siervos... Mas
,a vosotros os he llamado amigos», dijo Jesús a sus apóstoles35. Esto mismo nos
dice también a nosotros. Él nos ha escogido para colocamos entre los íntimos a
quienes revela sus secretos. Lejos de limitarse a contar nuestras acciones/
está dispuesto a pesarlas con el peso del amor. Que nuestras relaciones con Él
sean, pues, verdaderamente afectivas, como suelen ser entre amigos; y entonces
nuestra conducta no podrá menos de corresponder a nuestro amor, y Él, a su vez,
se nos revelará de una forma completamente nueva.
De
hecho, sin embargo, vivimos con demasiada frecuencia replegados sobre nosotros
mismos, teniendo siempre delante nuestro yo y todas sus miserias. Como ayuda para
olvidamos de nosotros mismos, vamos, pues, a contemplar en conjunto, - las
principales manifestaciones del Amor de Dios para con nosotros. A medida que
las vayamos descubriendo, veremos cómo se van determinando y concretando las
diferentes disposiciones que debemos adoptar para corresponder a los
misericordiosos anticipos de las Personas divinas y de la Santísima Virgen
María. Si somos fieles, veremos cómo el Espíritu-Santo se va apoderando, poco a
poco, de nuestras almas para hacer de nosotros verdaderos hijos de Dios...
Entonces descubriremos al Señor de una forma personal; y entregándonos sin
reserva a su amor, seremos como zambullidos en el océano misterioso de la vida
divina, abrasando nuestros corazones, como al de Cristo, dos solas pasiones: la
gloria de Dios y la salvación de las almas.
Para
confirmarnos en este camino pediremos al final a N. P. S. Bernardo el secreto
del celo ardiente que le devoraba, convirtiéndole en un gran contemplativo y en
un maravilloso apóstol. Escucharemos al doctor melifluo enseñar a sus monjes
cómo conviene responder sin regateos al amor infinito de Aquel que nos amó el primero:
Ipse prior delexit nos.
CAPÍTULO I
EL PADRE NOS AMA
El amor
de Dios se presenta a la manera de una joya de innumerables facetas, que es
preciso examinar desde ángulos diferentes, si se quiere apreciar con exactitud
toda su belleza. Para ello se pueden ensayar muchos métodos. Uno de ellos, muy
sencillo por cierto, consiste en considerar las diferentes manifestaciones del Amor
de Dios, tal como se han venido desarrollando a lo largo del tiempo, sea en la
historia de la humanidad, sea en nuestra vida personal.
Sin
embargo, existe una verdad relevante, y es que Dios no es Una entidad fría y
abstracta, sino verdaderamente ALGUIEN, cuya trascendencia infinita no le
impide ocuparse de nosotros sin cesar. De esta manera agruparemos las diversas
manifestaciones de su Amor de forma que resalten las diferentes relaciones que,
en cambio, podemos nosotros tener con las Personas divinas.
Si- es
verdad que todos los hombres deben adorar a un Dios único, Creador y Soberano
Señor de todas las cosas, la fe revela a los cristianos que tienen un Padre
Todopoderoso que les ha amado el primero, y que pone tocto Su poder y toda su
sabiduría al servicio de su Amor infinitamente tierno y misericordioso.
I. El
amor de Dios a la humanidad Con frecuencia estamos expuestos a disminuir el
amor de Dios; por eso es conveniente que, desde luego, nos coloquemos en el
plan de la eternidad, como nos invitan estas palabras: «Deus caritas est»,
«Dios es Amor». Y considerar la vida íntima de Dios, vida sin principio ni fin,
que se extiende con antelación a toda criatura, vida solitaria y silenciosa,
que al mismo tiempo es gloriosa y feliz.
Henos
aquí hundidos ya en el misterio de la vida de la Trinidad, vida de amor, si la
hay. El Padre, Principio sin principio, inteligencia infinita, se conoce
perfectamente a Sí mismo, y expresa este conocimiento con una palabra única, que
es su Verbo, a la cual comunica todo lo que es y todo lo que tiene. La segunda
Persona de la Stma. Trinidad es, por consiguiente, la expresión perfecta y adecuada
de su Padre. Es igual a Él en todo, y solo se distingue en que recibe la vida, mientras
que el Padre la da. Pero ¿qué hacen el Padre y el Hijo desde toda la eternidad?
El Padre mira a su Verbo, tan semejante a Sí mismo, y no puede dejar de amarle;
El Hijo, a su vez, contempla a su Padre, fuente inagotable de toda belleza y de
toda perfección, y encauza hacia Él solo todo su amor infinito. Este amor
recíproco, mutuo, que salta del uno al otro sin interrupción, es la tercera
Persona divina, lazo inefable de las dos primeras, una Persona que es todo
Amor: el Espíritu Santo.
Las
palabras son impotentes para dar una idea, siquiera aproximada, de la infinita
plenitud de esta vida. Como nos complacemos en repetir, la vida divina semeja
para nosotros un océano infinito de Amor, cuyo flujo y reflujo va y viene sin
descanso, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en la unidad maravillosa del
Espíritu Santo. Vida de unidad y fecundidad tales, que no hay lenguaje humano
que las pueda expresar, y que bastan plenamente a Dios para asegurarle una
felicidad sin sombras, por toda una eternidad. Dios no tiene necesidad de
ninguna otra cosa más.
Pero
la bondad es de suya difusiva ——bonum diffusivum sui——, dice un axioma
escolástico. De la misma manera, Dios ha querido sacar de la nada otros seres
que participasen de su bondad; y de entre éstos, algunos en particular que
fuesen capaces de conocerle como Él se conoce y de amarle como Él se ama, y
quiere además que algunas de sus criaturas lleguen a ser «sus hijos».
Esto
se pone de relieve particularmente en el texto del Génesis, donde se ve hasta
qué punto llega el comportamiento de Dios como Padre amante.
Queriendo
hacer una criatura, especialmente escogida, la rodea de sus cuidados y, por
decirlo así, de todas sus delicadezas, dando un testimonio bien patente del
interés particular que tiene por el hombre. Como jugando, lanza a los espacios,
con una palabra que tiene dejos de indiferencia, la luí, la tierra, los astros,
los animales... Pero cuando llega al hombre, cambia de tono. Parece que Dios se
reconcentra y... dice en tono solemne: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen y
semejanza». Luego forma un cuerpo, al cual, con su soplo divino, infundió un
alma viviente, una cosa en cierto modo semejante a Él, a la cual hace
participante de su propia vida divina.
Ved
con qué satisfacción Dios aprueba su obra. Hasta aquí, después de cada una de
sus creaciones, había dicho: «¡Está bien!». Ahora contemplando toda su obra
cuyo coronamiento es el hombre, exclama: «¡Está muy bien!», “Valde bona”.
Por
otra parte el amor de Dios al hombre no se manifiesta solamente en el acto
mismo de la creación, sino también en todos los beneficios de que colmó a Adán.
Dios le establece soberano de toda la tierra y se esfuerza en hacerle la vida
lo más agradable posible. Todas las riquezas materiales están a su disposición,
gozando además de dones naturales y preternaturales. Escuchemos cómo describe
San Agustín el estado dichoso del hombre en el Paraíso: «Vivía a su placer en el Paraíso, mientras
conformase su voluntad con el precepto divino. Vivía gozando de Dios,
garantizado por su bondad. Vivía sin necesidades, y de él dependía el vivir
siempre así. El alimento estaba al alcance de su mano, y la bebida al de sus
labios, para evitarle las molestias del hambre y de la sed. El árbol de la vida
le ponía al abrigo de los estragos de la vejez... No tenía que temer ni a las
enfermedades de dentro ni a las heredadas de fuera, gozando de una salud
perfecta en el cuerpo y de una tranquilidad soberana en el alma». Nada
le faltaba al hombre porque Dios le amaba como un Padre. En efecto, convidaba a
Adán a vivir en su intimidad, en estrecha familiaridad con Él. La sagrada
Escritura nos deja vislumbrar las dulces relaciones que existían entre Dios y
nuestros primeros padres. Nos muestra a Yahveh «paseando en el jardín a la hora
en que se levanta la brisa de la tarde» Este detalle deja adivinar que, otras
muchas vences, Adán y Eva venían henchidos de gozo y con la mayor naturalidad a
entretenerse con Dios y darle gracias por sus dones.
Estas
conversaciones, tan cordiales, ponen de manifiesto el lado afectivo de su amor.
Pero Yahveh quería que este amor fuese perfecto; y por consiguiente, también
efectivo; y así le procura ocasión de probar la veracidad del mismo, por medio
de un acto libre y voluntario de obediencia, con el cual confirma su perfecta
dependencia de Él.
¡Esto
es lo que Dios pide en el momento en que se muestra el más tierno de los
Padres! Pero la respuesta de Adán es la de un hijo ingrato. A pesar de su vida
de intimidad con el Señor, a pesar de su conocimiento experimental del amor
divino, a éste antepone el de su propia excelencia. En su anhelo de ser como
Dios, la criatura se rebela contra su Criador y, con este primer pecado desdicha
de toda la humanidad, y ésta queda para siempre separada de su Señor, que ya
nunca más la podrá amar.
Parémonos
aquí un momento para preguntarnos si Dios no habrá experimentado una especie de
decepción ante tal ingratitud. Si logramos responder satisfactoriamente a esta
cuestión, tendremos mucho adelantado para conocer la naturaleza del amor de
Dios a los hombres.
Algunos
pensarán: Dios es inmutable y sabe perfectamente todo lo que va a pasar. Cierto
que sí; pero ¿habrá que considerarle por eso impasible frente al hombre? Y con esto
tocamos ya los misterios de la vida divina.
¿Quién
pretenderá expresar todas las riquezas de la misma? Seguramente, existirán en
Dios atributos de los cuales ignoramos hasta el nombre, por la sencilla razón
de que en las criaturas no encontramos de ellos más que reflejos deformados y
mezclados siempre con alguna imperfección.
El
mismo autor sagrado del Génesis no tiene reparo en decir: «Yahveh se arrepintió
de haber hecho al hombre sobre la tierra, se afligió en su corazón y dijo:
«Exterminaré de la faz de la tierra el hombre que crié, desde el hombre hasta
los animales domésticos, los Reptiles y las aves del cielo, porque me arrepiento
de haberlos hecho» Son maneras de hablar analógicas que tienen la ventaja de
hacemos entrever lo que es Dios. El escritor sagrado quiere darnos a entender
aquí que la malicia del hombre fue tan sin medida, que, si fuera posible;
alteraría la felicidad y la alegría de una naturaleza inmutable».
En
todo caso, estemos plenamente persuadidos de que el Dios viviente y verdadero
no es el Ser impasible de los deístas, sino que se ocupa realmente del hombre y
de sus reacciones. Así es, por otra parte, como le concibe San Benito, el cual
nos le muestra inclinado continuamente sobre nosotros, siguiéndonos siempre por
todas partes con su mirada: in omni loco, Deum se respicere pro certo scire: todos
los días nos llama y nos aguarda: —«quotidie clamans... expectat nos;»— y
parece que es nuestra respuesta la que determina su modo de proceder con
nosotros: con los hijos ingratos se muestra como Padre airado, —júratus Pater»—
y hasta coma Señor pronto a castigar, —«metuendus Dominus irritatus»—; mas con
los hijos fieles, es, por el contrario, el Padre tierno —«pius Pater»—, siempre
dispuesto a perdonar y dar la vida.
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