Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de
peras, que ni por el
aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. Unos cuantos jóvenes
viciosos nos encaminamos a él, a hora intempestiva de la noche –pues hasta
entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre–,
con ánimo de sacudirle y cosecharle. Y llevamos de él grandes cargas, no para
saciarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque
algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el
hecho mismo de que nos estaba prohibido.
He
aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia
cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo
que allí buscaba para ser malo gratuitamente y que mi maldad no tuviese más
causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no
aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando
fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo por medio de la
ignominia, sino la ignominia misma.
VI,13.
Porque la soberanía imita la altura, mas tú eres el único que estás sobre todas
las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria,
siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado
eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de
ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie, en ningún tiempo, ni lugar,
ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las caricias de los desenfrenados
buscan ser amadas; pero nada hay más cariñoso que tu caridad, ni que se ame con
mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente.
La curiosidad parece tratar de alcanzar el cultivo de la ciencia, siendo tú
quien conoce en sumo grado todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y la
estupidez se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan
nada más Sencillo que tú; ¿y qué más inocente que tú, que aun el daño que
reciben los malos les viene de sus malas obras? La flojera desea hacerse pasar
por descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo desea ser llamado
saciedad y abundancia; pero tú solo eres la plenitud y la abundancia
indeficiente de eterna suavidad. El derroche se oculta bajo el aspecto de generosidad;
pero sólo tú eres el verdadero y generosísimo dador de todos los bienes. La
avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia
compite por la excelencia; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la
venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las
cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro;
mas ¿qué en ti de nuevo lo repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas?
y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate
con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le
quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.
14.
Así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que
no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti.
Torcidamente
te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así
indican que tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar
adonde uno se aparte de modo absoluto de ti.
Pues
¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel huerto o en qué imité, siquiera
viciosa y torcidamente, a mi Señor? ¿Acaso fue el deleitarme actuando
engañosamente contra la ley, realizando impunemente lo que estaba prohibido,
para que yo, cautivo de una libertad defectuosa, imitara una imagen oscurecida
de tu omnipotencia, ya que no podía con
mi poder? He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra. ¡Oh podredumbre!
¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato
lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?
VII,15.
¿Qué daré en retorno al Señor por poder recordar mi memoria todas estas cosas
sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y
confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefastas acciones mías.
A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no
haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que
amé gratuitamente el crimen? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así
los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién
hay de los hombres que, conociendo su debilidad, atribuya a sus fuerzas su castidad
y su inocencia, para por ello amarte menos, como si hubiera necesitado menos de
tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti? Que
aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que
lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido sanado
estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más
bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo;
porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése mismo
le libró a él de caer en ellas.
X,18.
(...) Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu
estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de indigencia.
LIBRO TERCERO
I,1.
Llegué a Cartago, y por todas partes chisporroteaba en torno mío un hervidero
de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba amar y con secreta indigencia
me odiaba a mí mismo por verme menos indigente.
Buscaba
qué amar amando amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque
tenía dentro de mí hambre del alimento interior, de ti mismo, ¡oh Dios mío!,
aunque esta hambre yo no la sentía; más bien estaba sin apetito alguno de los
alimentos incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque,
cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía. Y por eso mi alma no se hallaba
bien, y, herida, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente
con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no
serían ciertamente dignas de amor.
Amar y
ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo
de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad con las
inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales
vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán,
rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.
Caí
también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia
mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en
ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y
me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las
varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
III,6.
Aquellos estudios que se llaman honestos tenían por objetivo las contiendas del
foro, para hacer sobresalir en ellas, en las que, entre más se engaña, más se
es alabado. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de, su misma ceguera
se glorían! Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de retórica y me
gozaba de ello soberbiamente y me hinchaban de orgullo.
Con
todo, tú sabes, Señor, que era mucho más calmado que los demás y totalmente
ajeno a las perversiones de los trastornados –nombre siniestro y diabólico que
ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad–, y entre los cuales vivía
con impúdico pudor, por no como ser uno de ellos. Es verdad que andaba con
ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos,
esto es, las revueltas con que impúdicamente sorprendían y ridiculizaban la
candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y
apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este
hecho a los hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor
que el de trastornados o perversores, por ser ellos antes trastornados y
pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así los burlan y
engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los
demás.
IV,7.
Entonces, en tan frágil edad, entre estos tales, yo estudiaba los libros de la
elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de
satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de
tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyos lenguajes casi
todos admiran, aunque no así su contenido. Este libro contiene una exhortación
suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Tal libro cambio mis afectos y
mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros.
De repente apareció a mis ojos viles toda esperanza vana, y con el increíble
ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a
levantarme para volver a ti.
Porque
no era para suplir el estilo –que es lo que parecía que yo debía comprar con
los dineros de mi madre en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos
que había muerto mi padre–; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo
empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me
incitaba, sino lo que decía.
8.
¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo desde las
cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí!
Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en
griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han
faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y
encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y
honesto.
Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están
indicados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto
aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y
piadoso [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias
seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los
elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente
toda la plenitud de la divinidad.
Mas
entonces –tú lo sabes bien, luz de mi corazón–, como aún no conocía yo el
consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación que me
excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y
abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma,
dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no
ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de
mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con
la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así,
cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que
fuese, no me arrebataba del todo.
V,9.
En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal
eran. Mas he aquí que veo algo no hecho para los soberbios ni clara para los
pequeños, sino en la entrada baja y sublime en su interior y velada por los
misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o agachar la cabeza a su
ingreso. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que
ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la
majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón rechazaba su estilo y mi mente
no penetraba su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con
los pequeños; mas yo me negaba a ser pequeño e, hinchado de soberbia, me creía
grande.
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