Mas Dios
modifica su acción en conformidad con los sujetos: «Si se trata de los
mundanos, les priva de los honores, de los bienes temporales y de las delicias
de la vida. Si se trata de los sabios, permite que sea rebajada su erudición,
su espíritu, su ciencia, su literatura. En cuanto a los santos, les aflige en
lo tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las virtudes».
¿Hay
necesidad de indicar que, siendo el gozo y la tribulación el objeto del abandono,
ofrecerá esta última con más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos
sabemos por dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y que
nuestras alegrías son raras y fugitivas.
Señalemos
aquí dos ilusiones posibles:
1ª
Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios con acciones y
sufrimientos extraordinarios cuya ocasión jamás llega a presentarse, y mientras
abrazan con la imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las que
la Providencia les envía en el momento presente, y que, sin embargo, son
menores. ¿No es una deplorable tentación el ser tan valeroso en espíritu y tan
débil en realidad? ¡Líbrenos Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan
con frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de alimentarnos
de quimeras, permanezcamos en nuestro abandono, poniendo todo nuestro cuidado
en santificar plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.
2ª
Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en poco nuestras cruces
diarias, porque son pequeñas. Todas son ciertamente muy insignificantes; mas,
como son, por decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan al alma
fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por una parte, nada impide
recibirlas con mucha fe, amor y generosidad; y de esta manera la bondad de
nuestras disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios.
Cierto
que las grandes cruces, llevadas con amor grande también, nos acarrearían más
méritos y recompensa, pero son raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se
deslizan en ellas más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se hacen
con menos caridad», mientras que el amor y las otras santas disposiciones son
las que «dan precio y valor a todas nuestras obras». Estimemos, pues, las cruces
grandes, pero guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y ordinarias,
porque de ellas hemos de sacar más provecho.
«Practiquemos
la conformidad con la voluntad de Dios -dice el P. Dosda- en todos sus
pormenores, por ejemplo: a propósito de la humillación ocasionada por un olvido
o por una torpeza, a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de
una luz que se apaga, de un vestido que se rompe.» Practiquémosla sobre todo
con las diferencias de carácter, las contrariedades, humillaciones y los mil
pequeños incidentes en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un poderoso
medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.
Después
de haber expuesto con detenimiento la naturaleza, motivos y el objeto en
general del Santo Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de hacer
las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son muy diversas, hemos
creído hacer una obra útil estudiando las principales, a fin de poder, según la
naturaleza de cada una, indicar los motivos especiales de paciencia y de
sumisión, resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la oración,
a la prudencia y los esfuerzos personales.
Recorreremos
sucesivamente las pruebas de orden temporal, las de orden espiritual en sus
vías comunes y las de las vías místicas.
2. EL ABANDONO EN LAS COSAS TEMPORALES, EN GENERAL
Hay
bienes y males temporales: bienes, como la ciencia, la salud, las riquezas, la
prosperidad, los honores; males como la enfermedad, la pobreza, los
infortunios. He aquí las cosas que el mundo juzga importantes en primer término
y de las que ante todo se preocupa, y por cierto equivocadamente. Las cosas de
aquí abajo se deben apreciar a la luz de la eternidad.
El
soberano Bien, el único necesario, es Dios, y por consiguiente, según enseña
Santo Tomás, los bienes principales supremos para nosotros son la
bienaventuranza y lo que nos la ha hecho merecer. No cabe abuso en estos bienes,
ni pueden tener mal fin. Por esto los santos los piden de una manera absoluta,
conforme a estas palabras del Salmo:
«Muéstranos
tu faz, y seremos salvos», he aquí la bienaventuranza; «conducidnos por las
sendas de vuestros mandamientos», he aquí el camino que a ella nos conduce. En cuanto
a los bienes temporales, añade el Santo Doctor, sucede con demasiada frecuencia
que se emplean mal y pueden tener mal resultado: siendo así que la riqueza y
los honores han causado la pérdida de gran número de personas.
No
son, pues, los bienes temporales principales y definitivos, sino secundarios y
pasajeros, socorros que nos ayudan a caminar hacia la bienaventuranza, en
cuanto que conservan la vida temporal y nos sirven de instrumentos para
practicar la virtud. Con tal que los estimemos como objeto secundario y no como
objeto principal de nuestra solicitud, es perfectamente legítimo desearlos,
pedirlos en la oración, buscarlos con una moderada aplicación, pensar aun en el
porvenir, en la medida de la necesidad y en el tiempo conveniente. Mas nuestra solicitud
es excesiva y culpable, si en lugar de usar estos bienes según la necesidad,
llegamos hasta considerarlos como nuestro fin; si cuidamos de lo temporal hasta
el punto de descuidar lo espiritual, si tememos carecer de lo necesario, aun
haciendo lo que debemos, pues, en este caso, es preciso contar con la Providencia.
La comida, la bebida, el vestido, son
cosas de primera necesidad, y respecto a ellas Nuestro Señor no condena en
manera alguna el cuidado moderado que induce al trabajo, pero destierra la
solicitud excesiva que va hasta la inquietud; termina diciéndonos que busquemos
ante todo los bienes espirituales, con la firme seguridad de que los bienes
temporales nos serán dados por añadidura y conforme a la necesidad, si es que
hacemos lo que está de nuestra parte.
«Aun
prohibiendo que nos inquietemos por los bienes temporales como los gentiles,
porque Nuestro Padre Celestial sabe de qué cosas tenemos necesidad, Nuestro
Señor añade expresamente: "Buscad primero el reino de Dios". Con esto
quiere el divino Maestro excitar en nosotros los buenos deseos para los que
sentimos pesadez, y amortiguar los deseos de los sentidos para los que somos
sensibles por demás. Quiere también enseñarnos a hacer distinción entre los
bienes que es necesario pedir de un modo absoluto, como lo son "el reino
de Dios y su Justicia", y los que se han de pedir tan sólo bajo condición
y si Dios los quiere.
»Más
todavía, Jesucristo mismo nos ha enseñado a decir: El pan nuestro, palabras que
entre otros sentidos han significado siempre la petición de los bienes
temporales. (La Iglesia ha hecho lo mismo en sus Letanías y su Liturgia.) El perfecto
espiritual no excluye esta petición del número de las siete del Padrenuestro, y
si se dice que no pida nada temporal, se entiende que no lo pida como un bien
absoluto, ni absolutamente, sino en orden a la salvación y bajo reserva de la
voluntad de Dios.»
En
efecto, dice San Alfonso, «la promesa divina (de escuchar nuestras oraciones)
no se refiere a los favores temporales, tales como la salud, las riquezas, las
dignidades y otras prosperidades de este género. Muchas veces Dios las niega
con razón, porque ve que comprometerían a la salvación de nuestra alma. En
cuanto a los bienes espirituales, es preciso pedirlos sin condición, de un modo
absoluto y con certeza de obtenerlos».
También
los males temporales es preciso considerarlos con los ojos de la fe y a la luz
de la eternidad. El pecado, y sobre todo la muerte en el pecado, con su eterna
sanción que es el naufragio de nuestro destino y el desastre irremediable, es
el mal de los males. Debemos pedir a Dios con insistencia y de una manera
absoluta que nos preserve de él a todo trance.
Mas la
pobreza, los achaques, las enfermedades, las demás aflicciones de este género,
la muerte misma no son sino males relativos. En los designios de la Providencia
así hemos de considerarlos, o por mejor decir, como gracias precisas y a veces
harto necesarias, como el pago de nuestras faltas, remedio de nuestras
enfermedades espirituales, origen de grandes virtudes y de méritos sin cuento,
siempre que nosotros cooperemos a la acción de Dios con humilde sumisión. Por
el contrario, la impaciencia y la falta de fe en la prueba convertirían el
remedio en ponzoña, nos harían contraer la enfermedad, la muerte quizá allí
donde la Providencia nos había preparado la vida. Siendo esto cierto, tenemos
perfecto derecho a rogar a Dios que «nos libre del mal, que aleje de nosotros
la guerra, la peste, el hambre», y demás calamidades públicas o privadas.
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