XV,
24. Escucha, Señor, mi oración, a fin de que no desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus
misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme más
dulce que todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y estreche
tu mano con todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el fin. He
aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios; ponga a tu servicio todo lo útil que
aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto hablo, escribo, leo y cuento,
pues cuando aprendí aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la verdadera
ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite
cometidos en tales vanidades. Muchas palabras útiles aprendí en ellas,
es verdad; pero también se pueden aprender en las cosas que no son vanas, y
éste es el camino seguro por el que debían caminar lo niños.
XVIII,
28. Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las vanidades y me alejara
de ti, Dios mío, cuando me proponían como modelos que imitar a unos hombres que
si, al contar alguna de sus acciones no malas, si lo exponían con algún barbarismo
o solecismo, eran reprendidos y se llenaban de confusión; en cambio, cuando
narraban sus deshonestidades con palabras castizas y apropiadas, de modo
elocuente y elegante, eran alabados y se hinchaban de gloria? Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, lleno de
misericordia, y veraz. Pero ¿callarás para siempre? Pues saca ahora de
este espantoso abismo
al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré, pues
está lejos de tu rostro quien anda en pasiones tenebrosas, porque no es con los
pies del cuerpo ni recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti.
¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o carros, o naves, o voló con alas
visibles, o hubo de mover las rodillas para irse a aquella región lejana donde
disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce aún en
recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo que estarlo
en tenebroso y lo mismo que estar lejos de tu rostro.
29.
Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo los
hijos de los hombres guardan con diligencia los preceptos sobre las letras y
las sílabas recibidos de los primeros que hablaron y, en cambio, descuidan los
preceptos eternos de salvación perpetua recibidos de ti; de tal modo que si
alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos
pronunciase, contra las leyes gramaticales, la palabra horno sin aspirar la
primera letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus preceptos,
odiase a otro hombre siendo hombre.
¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo
odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago
persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de
las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere
sufrir.
¡Oh, cuán secreto eres tú!, que,
habitando silencioso en los cielos, único Dios grande, esparces infatigable,
conforme a ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando
el hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio
feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de
que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no le importa
nada que con el furor de su odio le quite de entre los hombres.
XX,
31. Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo Creador
y Gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con
hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, existía, vivía, sentía y tenía cuidado
de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual existía.
Guardaba
también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me
deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que formaba sobre cosas
pequeñas. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con
la conversación. Me deleitaba la amistad, huía del
dolor, de la abyección y de la ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como
éste que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son
dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo. Y todos son buenos y yo
soy todos ellos.
Bueno es el que me hizo y aun él es mi bien; a él quiero ensalzar
por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo
y en las demás criaturas, no en él, los deleites, grandezas y verdades, por lo
que caía luego en dolores, confusiones y errores.
Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza mía y Dios mío,
gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí. Así me guardarás también a mí y se aumentarán y
perfeccionarán los que me diste, y yo estaré contigo, porque tú me concediste
que existiera.
LIBRO SEGUNDO
I, 1. Quiero recordar mis pasadas fealdades y las corrupciones
carnales de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti, Dios mío.
Por amor de tu amor hago esto (amore amoris tui facio istuc), recorriendo con
la memoria, llena de amargura, aquellos mis caminos perversísimos, para que tú
me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la
dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de la unidad, que
eres tú, me desvanecí en muchas cosas.
Porque hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de
hartarme de las cosas más bajas, y osé oscurecerme con varios y sombríos
amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por
agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres.
II, 4.
Pero yo, miserable, habiéndote abandonado, me
convertí en un hervidero, siguiendo el ímpetu de mi pasión, y traspasé todos
tus preceptos, aunque no evadí tus castigos; y ¿quién lo logró de los
mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote
misericordiosamente conmigo y rociando con amarguísimas contrariedades todos
mis goces ilícitos para que buscara así el gozo sin contrariedades y, cuando yo
lo hallara, en modo alguno lo hallara fuera de ti, Señor; fuera de ti, que
provocas el dolor para educar, y hieres para sanar, y nos das muerte para que
no muramos sin ti.
Pero
¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en
aquel año décimosexto de la edad de mi carne, cuando la locura de la libídine,
permitida por la desvergüenza humana, pero ilícita según tus leyes, tomó el
bastón de mando sobre mí y yo rendí totalmente a ella! Ni aun los míos se
cuidaron de recogerme en el matrimonio al verme caer en ella; su cuidado fue
sólo de que aprendiera a componer discursos magníficos y a persuadir con la
palabra.
III,
5. En este mismo año se interrumpieron mis estudios, cuando estaba de regreso
en Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria,
en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a
Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus
bienes, pues era un vecino muy modesto de Tagaste.
Pero
¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia
cuento estas cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la
parte de él que pueda tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué hago esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos desde qué abismo tan
profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué cosa más cerca de tus oídos que el
corazón que te confiesa y la vida que procede de la fe? ¿Quién había entonces
que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes
familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje
por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él,
no se ocupaban tanto de sus hijos.
Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo
creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto, aunque
mejor dijera desierto, por carecer de tu cultivo (dummodo essem disertus vel
desertus potius a cultura tua), ¡oh Dios!, que eres el único, verdadero y buen
Señor de tu campo: mi corazón.
6.
Pero en aquel décimosexto año se impuso un descanso por la falta de recursos familiares
y, libre de escuela, comencé vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre
mi cabeza las zarzas de mis pasiones, sin que hubiera mano que me las
arrancara. Al contrario, cuando cierto día, en los baños públicos, ese padre me
vio que llegaba a la pubertad y que estaba revestido de una inquieta
adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, se fue alegre a
contárselo a mi madre; alegre por la embriaguez con que
el mundo se olvida de ti, su Creador, y ama en tu lugar a la criatura, y que
nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de
abajo.
Mas
para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu
templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que
catecúmeno, y esto desde hacía poco. De aquí que ella se sobresaltara con un
santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que
siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no
el rostro.
7. ¡Ay
de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es
verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas
palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque
ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra? Ella quería –y recuerdo que me lo amonestó en secreto con
grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no cometiese
adulterio con una mujer casada. Pero estas
reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado
obedecer. Mas en realidad eran tuyas, aunque yo no lo sabía, y por eso
creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado
por mí en ella; por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no
cesabas de hablarme por su medio.
Pero
yo no lo sabía, y me precipitabas con tanta ceguera que me avergonzaba entre
mis coetáneos de ser menos desvergonzado que ellos cuando les oía jactarse de
sus maldades y gloriarse tanto cuanto más indecentes eran, agradando hacerlas
no solo por el deleite de las mismas, sino también por ser alabado. ¿Qué cosa hay más digna de reproche que el vicio? Y, sin embargo, por no ser reprochado me hacía más vicioso, y
cuando no había hecho nada que me igualase con los más perdidos, fingía haber
hecho lo que no había hecho, para no parecer más despreciable, por el hecho de
ser más inocente; ni ser tenido por más vil, por el hecho de ser más casto.
IV, 9.
Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el
corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay
que tolere con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al que es
empujado por la pobreza. Y yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado
por la pobreza, sino por penuria y fastidio de justicia y por abundancia de
iniquidad. Pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el
gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado
mismo.
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