La
vida interior del cristiano supone el estado de gracia, que es lo contrario del
estado de pecado mortal. Y en el plan actual de la Providencia, toda alma o
está en estado de gracia o en estado de pecado mortal; con otras palabras, o
está de cara a Dios, último fin sobrenatural, o está de espaldas a Él. Ningún
hombre se encuentra en el estado puro de naturaleza, porque todos están
llamados a un fin sobrenatural que consiste en la visión directa de Dios y en
el amor que se sigue a esa visión. A este soberano fin quedó ordenada la humanidad
desde el día mismo de la creación, y, después de la caída, a este mismo fin nos
conduce el Salvador, que se ofreció en holocausto por la salvación de todos los
hombres.
Indudablemente
no basta, para llevar verdadera vida interior, el estar en estado de gracia,
como lo está un niño después del bautismo o el penitente luego de la absolución
de sus pecados... La vida interior supone además la lucha contra todo lo que
nos inclina a volver al pecado, y una constante aspiración del alma hacia Dios.
Pero si tuviéramos conocimiento profundo del estado de gracia, comprenderíamos
que él es no solamente el principio y fundamento de una verdadera vida interior
muy perfecta, sino también el germen de la vida eterna. Conviene hacer en esto
hincapié desde el principio, recordando las palabras de Santo Tomás:
"Bonum gratiae unius majus est quam bonum naturae totius universi: el más ínfimo grado de gracia
santificante importa más que los bienes naturales de todo el universo"
(I-II, q. 113, a. 9, ad 2); porque la gracia es el germen de la vida eterna,
incomparablemente superior a la vida natural de nuestra alma y aun a la de los
ángeles.
Esta
consideración es la que mejor nos puede hacer ponderar el precio de la gracia
santificante que recibimos en el bautismo, y que
nos es devuelta por la absolución, si hemos tenido
la desgracia de perderla (1).
Preciso
nos es para conocer el valor de un germen o semilla venir en conocimiento de la
planta que de ella ha de nacer. Para saber, por ejemplo, en el orden de la
naturaleza, el valor del germen contenido en una bellota, preciso nos es haber
podido contemplar la encina que de ella se originó.
En el
orden humano, para comprender el valor del alma racional que dormita aún en un
infantillo, preciso es entender las posibilidades del alma humana en un hombre
que ha llegado al total desenvolvimiento intelectual. De manera semejante no
nos es dado comprender el precio y valor de la gracia santificante que reside
en el alma de un niño bautizado, como en todas las de los justos, si no hemos
considerado, aunque sea a la ligera, lo que será el total desenvolvimiento de
esta gracia en la vida de la eternidad. Preciso es considerarlo, ilustrados por
la luz de las mismas palabras del Salvador. Son esas palabras espíritu y vida y
son al paladar más dulces que todo comentario. El lenguaje del Evangelio, el
estilo de Nuestro Señor nos ponen en más íntimo contacto con la contemplación
que el lenguaje técnico de la teología más segura y elevada. Nada más saludable
que respirar el aire purísimo de estas cumbres de donde manan las aguas vivas
del río de la doctrina cristiana.
(1) Ya
desde el principio de un tratado de la vida interior, conviene formarse elevada idea de la gracia
santificante, cuya noción olvidó totalmente el protestantismo, siguiendo
a muchos nominalistas del siglo XIV. Para Lutero es justificado el hombre no
por una nueva vida que le es infundida, sino por la-imputación externa de los méritos de
Cristo; de modo que no es necesario que sea interiormente transformado, como tampoco le es necesaria
para su salvación la observancia del precepto de la caridad sobre todos los
demás. Esto es simplemente desconocer en absoluto la vida interior de la
que habla el Evangelio. Doctrina tan lamentable fue preparada por la de los
nominalistas, para quienes la
gracia es un don no esencialmente sobrenatural, más que da moralmente
derecho a la vida eterna; como el papel moneda que, no siendo más que papel, da
derecho, por un precepto legal, a percibir tal cantidad de dinero. Lo cual
equivale a negar la vida sobrenatural y a desconocer la esencia misma de la
gracia y de las virtudes sobrenaturales.
LA VIDA ETERNA PROMETIDA POR EL SALVADOR A LOS HOMBRES
DE BUENA VOLUNTAD
La expresión
"vida eterna" es rara en el Antiguo
Testamento, en el que la recompensa de los justos después de la muerte es
presentada con frecuencia en forma simbólica, en la figura, por ejemplo, de la
tierra prometida.
Esto
se comprende tanto más fácilmente, cuanto que los justos del Antiguo
Testamento, después de su muerte, debían esperar a que la Pasión del Salvador y
el sacrificio de la Cruz tuvieran lugar para ver abiertas las puertas del
cielo.
En el
Antiguo Testamento todo estaba ordenado primariamente a la llegada del Salvador
prometido.
En la
predicación de Jesús todo va inmediatamente ordenado a la vida eterna. Y si con
atención escuchamos sus palabras, echaremos de ver cuánto esta vida de la
eternidad difiere de la vida futura a que aludían los mejores filósofos, como
Platón. La vida futura de que esos filósofos hablaron, era a sus ojos de orden
puramente natural, y la enseñaban como "una bella suerte que hay que correr"
(1), sin poseer certeza
absoluta acerca de ella. El Salvador, en cambio, pone en sus palabras la
certeza más absoluta, al hablar no sólo de la vida futura, sino de una vida
eterna superior al pasado, al presente y al porvenir; vida totalmente
sobrenatural, medida como la vida íntima de Dios, de la que es participación, por
el único instante de la inmoble eternidad.
Nos enseña Jesús que es estrecho
el camino que conduce a la vida eterna (2); que para conseguirla es preciso
vivir alejados del pecado, observar los mandamientos divinos (8).
En
muchos pasajes del cuarto Evangelio afirma: "Aquel que cree en mí posee la
vida eterna" (4), es decir: aquel que cree en mí, que soy el Hijo de Dios, con fe viva unida a la caridad
y a la práctica de los mandamientos, ese tal tiene en sí la vida eterna
iniciada. La misma enseñanza nos da en las ocho bienaventuranzas, desde
el comienzo de su predicación (B): "Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque C1) En el Fedón se describe del mismo modo la vida futura de ellos es el reino de los cielos...
bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados...; bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
‘‘ ¿Qué otra cosa es pues la vida eterna, sino esa hartura, esa visión de Dios
en su reino? A los que padecen persecución por la justicia, se les dice en particular:
"Alegraos y vivid en gran regocijo, porque vuestra recompensa es grande en
los cielos" (1). Más claramente aún, antes de la Pasión, Jesús enseña,
según San Juan, xvn, 3: "Padre, es llegada la hora en que ha de ser glorificado
vuestro Hijo, a fin de que vuestro Hijo os glorifique a vos, ya que le habéis
dado autoridad sobre toda carne, a fin de que a todos aquellos que le habéis
confiado, él les dé la vida eterna.
Y esta
vida eterna es que os conozcan a vos, único Dios verdadero, y a aquel que vos
habéis enviado, Jesucristo".
San
Juan Evangelista nos explica estas palabras del Salvador cuando escribe: "Amadísimos
míos: nosotros somos ahora hijos de Dios, y lo que seremos un día todavía no ha
sido manifestado; pero sabemos que el día de esta manifestación, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (2).
Lo
contemplaremos tal cual es y no solamente por la manifestación de sus
perfecciones en las criaturas, en la naturaleza sensible o en el alma de los
Santos según se transparenta en sus palabras y en sus actos; lo veremos cara a cara, como es en
sí mismo.
San
Pablo añade: "Ahora
le vemos (a Dios) como en reflejo, de una manera oscura; pero entonces le
veremos cara a cara; hoy lo conozco en parte, pero entonces lo conoceré como yo
soy conocido" (3).
San
Pablo no dice, notémoslo bien, lo conoceré como me conozco a mí mismo, como
conozco el interior de mi conciencia.
Este
interior de mi alma yo lo conozco, indudablemente, mejor que los demás; pero aun
así guarda para mí secretos; ya que no puedo medir toda la gravedad de mis pecados,
directa o indirectamente voluntarios. Sólo Dios me conoce a fondo; los secretos de mi corazón
sólo para sus ojos no son secretos.
Pero
entonces, dice San Pablo, yo lo conoceré con la misma claridad con que soy
conocido por él. De la misma manera que Dios conoce la esencia de mi alma y mi
vida más íntima, sin el intermedio de ninguna criatura, y aun, añade la teología
(*), sin el intermedio de ninguna idea creada. Ninguna idea creada, en efecto,
es capaz de representar, tal cual es en sí, el puro destello intelectual
eternamente subsistente que es Dios y su verdad infinita. Toda idea creada es
finita,
y es
un mero concepto de tal o cual perfección de Dios, de su ser, de su verdad o de
su bondad, de su sabiduría o de su amor, de su misericordia o de su justicia.
Pero estos diferentes conceptos de las divinas perfecciones son incapaces de
hacernos conocer, tal cual es en sí misma, la esencia divina soberanamente
simple, la Deidad o la vida íntima de Dios.
Estos
conceptos múltiples son, comparados con la vida íntima de Dios o con la
simplicidad divina, algo así como los siete colores del arco iris referidos a
la luz blanca de donde proceden. Somos aquí en la tierra a modo de hombres que no
habiendo visto jamás sino los siete colores, desearan ver la pura lumbre, fuente
eminente de aquéllos. Pero en tanto que no hayamos contemplado la Deidad tal
como es en sí, será inútil querer entender la íntima conciliación de las
perfecciones divinas, en particular de la infinita Misericordia con la Justicia
infinita.
Nuestras
ideas creadas de los atributos divinos son como las teselas o piezas de un
mosaico que hacen un tanto dura la fisonomía espiritual de Dios. Cuando paramos
nuestra atención en su justicia, nos parece ésta demasiado rigurosa, y cuando
discurrimos acerca de los dones gratuitos de su misericordia, acaso nos parecen
arbitrarios. A las veces reflexionamos: en Dios justicia y misericordia se
confunden; no existe distinción real entre ellas. Todo eso es verdad, pero también lo es que en esta
vida no alcanzamos a comprender la íntima armonía entre estas divinas
perfecciones. Para entenderla, preciso nos sería ver directamente, sin
intervención de cualquier idea creada, la divina esencia tal como es en sí.
Esta
visión constituirá la vida eterna. Nadie es capaz de expresar la dicha y el
amor que de ella se seguirán en nosotros; amor de Dios tan intenso, tan
absoluto, que nada será parte, en adelante, no sólo a destruirlo, pero ni
siquiera a amortiguarlo; amor
por el que nos regocijaremos sobre todo de que Dios sea Dios, infinitamente
santo, justo y misericordioso; adoraremos todos los decretos de su
Providencia, a la vista de la manifestación de su bondad. Nos compenetraremos con
su propia beatitud, según expresión del mismo Salvador: "Alégrate, servidor bueno y fiel; porque
has permanecido fiel en lo poco, yo te constituiré señor de cosas grandes: entra
en el gozo de tu señor, intra in gaudium domini tui" (1).
Veremos a Dios como él se ve directamente a sí mismo, sin llegar sin embargo
hasta las profundidades de su ser, de su amor y de su poder; y le amaremos como
se ama Él.
Veremos
igualmente a Nuestro Señor Jesucristo, Salvador nuestro.
Tal es esencialmente la eterna bienaventuranza, sin hablar de la
felicidad accidental que nos embargará al contemplar y amar a la Virgen María y
a todos los santos, y particularmente a las almas que hubiéremos conocido
durante nuestra peregrinación sobre la tierra.
<2) Mat., vil, 14.
(") Mat. xix, 17.
(*) Joan., v, 24; vi, 40, 47, 55.
(»>
Mat., v, 3-12.
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