En cuanto a la primera visión, ha de decirse que los
apóstoles contemplaron a Cristo nuestro Señor en las criaturas del mundo como
Creador eminente por sus propiedades. Respecto de lo cual se dice en el libro
de la Sabiduría, c.13: “Pues por la grandeza y hermosura de las cosas creadas, por
razonamientos, se llega al Creador de ellas”. Lo invisible de Dios,
en efecto, se conoce por las cosas que han sido hechas, por la subida, como por
escala intermedia, del conocimiento de las criaturas al conocimiento de Dios,
ya que, como dice San Bernardo, "la grandeza y hermosura de las cosas creadas pregonan
clamorosamente la grandeza y hermosura de Dios". Cuya razón es
que la sabiduría del artífice se refleja en la obra y reluce en el efecto. Por
donde David
canta: “Los cielos pregonan la gloria de Dios”. Y éstas son las
palabras que explica e! Damasceno cuando dice: "Los
cielos narran la gloria de Dios, no porque emitan voces perceptibles al oído,
sino por ofrecer a nuestros ojos grandezas propias por donde nos es dado venir
en conocimiento de la potencia del Creador, pues precisamente por la hermosura
de las cosas creadas llegamos, de discurso en discurso, a admitir y glorificar
a su hacedor, proclamándole como óptimo artista". Por eso no cabe hacer
alto en la hermosura de las cosas creadas, sino que es preciso, por el
contrario, pasar de la hermosura creada al Creador supremo. Proceder de otra manera
sería hacer del camino término, inversión que es sumo abuso y suma perversidad.
Respecto a lo cual escribe San Agustín, De lib.
arbitrio II c.16: "¡Ay de ellos! si, abandonando a
ti, guía verdadero, andan vagueando por tus huellas y si, en lugar de amarte,
aman tus signos sin atender a lo que están insinuando".
En cuanto a la visión segunda, hase de decir que los
apóstoles contemplaron en la naturaleza asunta a Jesucristo nuestro Señor como
redentor universal que resucita con cicatrices. Refiriéndose a esto, dice el
Señor en San Lucas, c.24: “Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo”. Nuestro
Señor Jesucristo quiso llevar a los apóstoles a la convicción de la identidad
existente entre su cuerpo paciente y su cuerpo resucitado. Y para probárselo
quiso, según los designios de la divina providencia, conservar en su cuerpo
glorificado las cicatrices de las heridas recibidas durante su pasión. Y no sin
razón: porque donde los accidentes en nuestro caso, cicatrices- continúan
siendo los mismos, es preciso que sea uno mismo su sujeto de inhesión -en
nuestro caso, el cuerpo de Cristo-; imposible es, en efecto, que el accidente
cambie de sujeto. Y por eso fue por lo que
el Señor ponía primero a la vista las manos; donde se conservaban las
cicatrices, diciendo: mirad mis manos; conclúyese después a la identidad
entre el cuerpo paciente y el cuerpo resucitado al añadir: Soy yo mismo. Es decir: soy el que
padeció, y no otro. Asimismo acerca de esta visión dice el Señor en San, Juan,
c.20: “Trae tu
dedo aquí y mira mis manos; trae tu mano. Y métela en mi costado, y no seas
incrédulo, sino fiel”, A propósito de lo cual escribe San Gregario: "Me sirvió menos María Magdalena, pronta en creer, que
Tomás, pertinaz en dudar. Tomás, en efecto, dudando tocó las cicatrices y
amputó de nuestro pecho la llaga de la duda, pues bienaventurados los que no
vieron y creyeron ", y en cuanto a la tercera visión, los apóstoles
contemplaron en propia conciencia a nuestro Señor Jesucristo como remunerador
universal que reina en el cielo. Y en relación con esto dice San Mateo, c.5: “Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Como se ve, para ver
a Dios en la propia conciencia se requiere la limpieza del corazón. Por eso San
Agustín dice, De Trinitate XIV c.17: "El que se
renueva en el conocimiento, en justicia y santidad verdadera, progresando en
perfección de día en día, transfiere su amor de lo temporal a lo eterno, de lo
carnal a lo espiritual y de lo visible a lo inteligible". A lo cual
debe además añadirse que, para ver a Dios, no sólo se requiere purificarse del
pecado, sino también separarse del amor mundano, teniendo presente aquello del salmo: “Vacad, y
ved que el Señor es suave”. Vacad, esto es, cesad -de las obras y
deseos del siglo, aquietando el alma; y ved, esto es; ved al Señor, llegando a
El por el éxtasis de la contemplación...
Resultado de lo cual será ver que el Señor es mano
suave, digo, a causa de la dulcedumbre de la delectación sapiencial, dulce
objeto de experiencia, accesible solamente al alma, cuyo afecto está purgado de
la fealdad del pecado y cuyo entendimiento está separado de las especies
sensibles, fantasmas de la imaginación y razones filosóficas. Hace aquí al caso
aquello de San Agustín, De Trinitate c.17: "Esta
es la visión cuyo inflamado deseo arrebata al alma toda entera: tanto más
ardiente cuanto más pura; tanto más pura cuanto más elevada a cosas
espirituales, y tanto más elevada a cosas espirituales cuanto más muerta a
cosas de la carne."
Y, por
último, la tercera parte que se nos propone en las palabras del tema se refiere
a la delectación de la jocundidad interna cuando se sobreañade: Se llenaron de gozo.
Donde es de saber que nadie puede experimentar el gozo de la delectación
sapiencial si primero hablamos según apropiación no es iluminado por la
sabiduría del Hijo, no es adoptado como hijo adoptivo por la potencia del Padre
y no está lleno de las delicias del Espíritu Santo. Por eso los apóstoles y sus
imitadores, a fin de que tuvieran gozo perfecto de delectación interna, se
llenaron de gozo por tres motivos: primeramente por conocer la primera verdad, después por conseguir la herencia saludable y, por último, por pregustar la suavidad divina. Por lo primero, su
gozo fue verdadero o tal que removía la falsedad; por lo segundo, su gozo fue
perpetuo o tal que excluía el término; y por lo tercero, su gozo fue pleno o
tal que satisfacía todos los deseos.
Respecto de lo primero, el motivo por el que se
alegraron los apóstoles verdaderamente sin mezclar su gozo con la falsedad
consiste en el conocimiento de la primera verdad. Acerca de esto dice Jeremías,
c.15: “Convirtióse
en gozo tu palabra y en alegría de mi corazón”. Lo cual significa
que la palabra divina, una vez que ha sido creída, encierra, cuando se
entiende, deleite tan maravilloso, que se torna gozo y alegría del corazón
creyente, iluminado por la luz de la inteligencia. Por donde dice San Bernardo:
"Nada entendemos con más agrado que aquello que
creemos con la fe". Tal es el hecho, aun cuando el hombre no
asienta a la primera verdad movido por la evidencia de la razón, sino a
impulsos del amor, y así sucede que la razón humana no anula el mérito, sino
aumenta el consuelo del corazón.
Respecto de lo segundo, el motivo por el que los
apóstoles se alegraron perpetuamente, esto es, sin que su gozo admitiese
término prefijado, consiste en la consecución de la herencia perdurable. Y de
esto dice San Lucas, c.10: “Alegraos y saltad de gozo porque vuestros nombres están
escritos en el cielo”.-A propósito de lo cual dice la Glosa: "El que por las obras que presentare, sean celestiales,
sean terrenales, está señalado como con letras o caracteres, tenga por cierto
que se halla eternamente grabado en la memoria de Dios." Por lo
tanto, cuando los discípulos de Cristo hacen obras celestiales, su morada está
ya en los cielos. Se hallan con razón adscritos al reino perdurable, cuyo recuerdo
hace al alma toda entera vibrar de gozo al presente según la fe recta y la
esperanza en expectativa. La razón es porque el olor de la herencia celeste
lleva tras sí toda el alma al gozo, excitando en ella ansias eternas.
Y, por último, respecto de lo tercero, el motivo por
el que los apóstoles se alegraron sobre esencialmente, esto es, por elevación
sobre sí mismos, consiste en el complemento de todo deseo al influjo de la
degustación de la suavidad divina. Y a esto se refiere Isaías, c.66, cuando dice:
“Alegraos con Jerusalén de alegría todos los que con
ella hicisteis duelo, para que maméis y seáis llenos de la leche de sus
consolaciones; para que chupéis y abundéis en las delicias de toda su gloria”.
Según esto, los que desean llegar al éxtasis de la contemplación, deben primero
ejercitarse como activos en los lamentos de la penitencia, pues entonces es
cuando el alma contemplativa mama la dulcedumbre de la gracia y se sacia de la
leche de las consolaciones del Espíritu Santo, y en tal grado que, toda llena y
toda rebosante, sube sobre todo lo humano, se eleva hasta el cielo, queda,
sobrepasándose a sí misma, suspensa en lo alto y, enajenándose de sí misma, se
deleita y se regocija entre transportes de interna alegría, de suerte que más
parece ebria que sobria. Por donde en la Sagrada Escritura esta celestial
dulcedumbre se llama a veces gusto, y a veces embriaguez. Pues bien; si por una
gotita que se desliza del torrente de tan gran dulcedumbre y se derrama en el
alma humana Dios produce en ella embriaguez tan perfecta, ¿cuánto más perfecta será la del cielo, donde el alma quedará
totalmente embriagada y sumergida en el piélago inmenso de la felicidad
infinita? Si una sola gota basta ahora, en la tierra, para derretir,
endulzar y regocijar el alma tan perfectamente que no es posible expresado ni
explicado, piensa cuán incomprensible será todo aquel abismo de gozo que te
inundará después en el cielo. Por donde San Crisóstomo concluye: "Alegrémonos al vemos dignos de la grandeza de los dones
que recibirnos ahora como viadores, y esperamos gozar después como
comprensores." Pidamos, pues, etc.
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