XLIX
Leales Hasta la Muerte
Una
Una
vez más repito, que no es sino con mucha repugnancia, como he referido al lado
de las gloriosas gestas de nuestros mártires, las criminales hazañas de los
soldados callistas, durante la persecución religiosa. Mexicanos y católicos por
su bautismo, me duelen tanto sus villanías, como me enorgullecen santamente los
generosos sufrimientos y muertes heroicas de mis compatriotas, los mártires,
cuyos nombres ilustrarán para siempre con fulgores de gloria las páginas de
nuestra historia.
Ya he
explicado, principalmente teniendo en cuenta a mis lectores de otras naciones,
una de las causas más poderosas de la depravación de esos ejemplares de nuestro
humilde pueblo. Sin negar por ello, que en todas las naciones y en todas las
épocas, las pasiones no debidamente controladas del corazón humano, dañadas
raíces de la maldad, han llevado a los hombres al crimen; en nuestro humilde
pueblo, educado en otro tiempo en el respeto al sacerdote y a las cosas santas,
fue la escuela laica del siglo XIX la que produjo, esos nuevos directores y
pervertidores de las conciencias, que arrastraron al mal, contra su misma
natural inclinación a nuestra clase campesina mestiza o indígena, de donde
recogieron, como se recoge la basura para quemarla, a gran parte de nuestros
"juanes" o soldados, instrumentos inconscientes de la revolución
impía.
No
faltaron sin embargo, aun entre los mismos soldados de la tiranía, quienes con
su proceder durante la persecución, revelaran los verdaderos y genuinos
sentimientos del pueblo mexicano, poderosa confirmación de que aquella
ferocidad no era sino artificial, extrínseca, producida por las circunstancias
en que se encontraban, sometidos a la disciplina militar, incapaces los pobres
"juanes" de entender hasta dónde llega la obligación de la
obediencia.
El P.
Fray Elías del Socorro, de la venerable Orden de San Agustín, era un religioso
formado en la escuela del dolor y la abnegación. Natural de Yuririapúndaro en
el estado de Guanajuato, tuvo la desgracia de quedar huérfano de padre y madre
en sus más tiernos años.
A la
sombra del gran convento agustiniano de aquella ciudad, pudo encontrar sin
embargo, algo del calor del hogar, tan necesario para la infancia. Allí se
deslizaron algunos años del huerfanito, y naturalmente brotó en su alma la
vocación religiosa, sin que se determinara precisamente, cuál de las órdenes
religiosas había de elegir.
Acertó
a pasar por Yuriria, un venerable religioso franciscano, quien prendado de las
buenas cualidades del muchachito, pidió a los que por él velaban
caritativamente, le permitieran llevarlo a su convento de Celaya para que en él
hiciera sus primeros estudios, con la secreta esperanza de que llegara un día a
ser un fervoroso hijo de San Francisco.
Pero
Dios no le quería allí. Muerto su protector, cuando Elías era va casi un joven,
pidió consejo humildemente y lo recibió de su director espiritual, en el
sentido de volver a Yuriria y abrazar la santa regla de San Agustín, porque
como dice el refrán "el jarro conserva siempre el sabor del primer líquido
que en él se guardara".
Los
padres agustinos lo recibieron con los brazos abiertos. Entró en el noviciado,
hizo sus votos religiosos y toda su carrera sacerdotal. En 1916 tuvo la
inefable dicha de recibir las sagradas órdenes.
Era un
religioso modelo, y como desde niño había estado siempre sumiso a las órdenes
de los que de él se encargaron y velaron por su infancia, su virtud predilecta,
en la que siempre se distinguió, sabiendo su valor a los ojos de Dios, fue la
más sincera obediencia.
Los
religiosos agustinos como es muy sabido, pasan parte de su vida entre los muros
de su convento, llamándose entonces "los conventuales" pero, algunos
- al menos, salen después por obediencia a sus superiores a servir a las
parroquias, sea de vicarios, sea de curas, sin dejar por estos cargos de
pertenecer a la Orden.
Así,
Fray Elías, fue cinco años conventual en el convento de Aguascalientes, y
después de ellos salió para ir a "evangelizar a los pobres" en los
humildes pueblos y rancherías del estado de Guanajuato, y en lo eclesiástico de
la arquidiócesis de Michoacán.
¿Quién
que conozca un poco la historia eclesiástica de nuestra patria, no puede
ignorar que son los religiosos agustinos los colonizadores y evangelizadores de
ese católico pueblo descendiente de los antiguos e industriosos tarascos? Los
superiores le designaron como vicario del humilde pueblecito de la Cañada de
Caracheo, en el Bajío Guanajuatense, no lejano de Yuriria su parroquia central,
y próximo a Salvatierra y Cortázar.
Los
días eran malos, de mucha inquietud, y gran número de sinsabores, sobre todo
para los que tenían cargo de las almas, porque la revolución carrancista, con
el orden civil trastornado, había producido la inquietud aun en el orden
religioso, persiguiendo ya a los católicos, especialmente a los sacerdotes,
como preludio de la próxima persecución callista.
Fray Elías
se debatía en medio de enormes dificultades para conservar la fe y las buenas
costumbres entre los rancheros y aldeanos de su jurisdicción, teniendo que
disimular su apostolado para no excitar las iras de los impíos.
Ciertamente,
los campesinos y aldeanos, siempre lo recibían con gusto pues su carácter
amable, jovial, sencillo y humilde se acomodaba mucho a la índole de nuestro
pueblo. Lo escondían en sus humildes casas cuando había noticias de que por
allí pasarían las chusmas revolucionarías, lo socorrían, de lo poco que ellos
mismos tenían, lo acompañaban en sus caminatas por las rancherías.
Habían
comprendido muy pronto que aquel buen fraile no buscaba otra cosa, sino su bien
espiritual y le oían con atención sus pláticas y consejos tan alejados de la
política, que por entonces traía revueltos y desazonados a todos los mexicanos.
A
pocos habían dado con tanta sinceridad y comprensión el cariñoso título de
"padrecito", con que suelen nuestras gentes llamar al sacerdote.
Pero
esa misma fama del celo y actividades del vicario de la Cañada, y del amor que
todos le profesaban por los rumbos del Bajío, había de llegar pronto a los
oídos de los perseguidores.
Porque
durante esos años de infatigable celo y andanzas del buen pastor, Fray Elías,
la revolución iniciada por Carranza y pervertida pronto por la acción secreta de
la masonería y sus pérfidas consignas, había llegado al "callismo" y
en él desarrollado estrepitosamente los gérmenes infames, sembrados por la
impiedad, en el dizque movimiento constitucionalista, lanzando al gobierno,
conforme a su disimulado plan, a la abierta persecución contra la Iglesia
Católica de México.
Algo
decía al padre Elías que se acercaba para él la hora solemne, en que había de
confirmar con su propia sangre, la doctrina que enseñaba y el valor cristiano
que tantas veces había recomendado a sus ovejas en aquellas duras
circunstancias por donde comenzaba a entrar nuestra historia religiosa. Un
presentimiento del martirio propio, surgió en su corazón, cuando comenzaron a
llegarle las noticias de los martirios de sus colegas en el apostolado.
"¡Yo también seré mártir ahora!" se decía frecuentemente.
Y este
pensamiento, que a otros hubiera atemorizado y creado en ellos la resolución de
aminorar o disimular más o menos sus andanzas apostólicas, sin que por ello se
le hubiera tildado con justicia de cobarde, a él por el contrario lo acicateaba
en las manifestaciones de su celo por las almas.
"Yo
moriré, pero cuán agradable y provechoso me será el presentarme ante el Rey
divino a quien sirvo, con la ofrenda de muchas almas confirmadas en la fe y
encaminadas en la vía de su salvación eterna".
En la
iglesita, después de la suspensión de los cultos, no podía ya ejercer su santo
ministerio, y tuvo que resignarse a elegir entre las numerosas familias
católicas, que le ofrecían su hogar como centro de irradiación de sus empresas
apostólicas, h de unos humildes campesinos, los señores Sierra, que siempre se
habían distinguido entre los católicos de La Cañada como modelo de valor y
abnegación cristiana.
El 9
de marzo de 1928, una tropa callista se dejó caer como bandada de aves de
rapiña en la pacífica población, donde estaba Fray Elías se dirigieron a la
iglesia con ánimo de convertirla en su cuartel.
Ciertamente,
eran enviados desde Valle de Santiago, ante todo en busca de aquel cura, que
desafiando todo peligro seguía impertérrito en su ministerio. La iglesia estaba
cerrada y la casa del vicario vacía. Trataron de echar abajo la puerta del
templo, pero a las primeras de cambio, el pueblo entero se amotinó resuelto a
defender su iglesita. Y no hubo más remedio que buscar para los soldados otro
alojamiento, pues aunque armados, temían con razón las iras de todo un pueblo
desencadenadas en su contra.
No
faltó quien entre ellos afirmara, como lo hacían siempre, a sabiendas de que
era una falsedad, que era el cura del lugar, el promovedor del motín y
comenzaron entonces a buscarle, disimulando de ese modo su real y primer
intento al llegar a La Cañada.
Pero
precisamente aquel día, Fray Elías andaba auxiliando a un moribundo en un
ranchito de las cercanías y lo supieron pronto los sicarios.
Dirigiéronse
allí, pero no tan pronto para estorbar ai padre, que supo la acometida de los
callistas, el volver rápidamente, disfrazado de campesino como solía hacerlo, a
su centro de acción, la casa de los Sierra en La Cañada.
Los
hombres armados entraron en todas las miserables casuchas de los rancheros
destruyendo todo a su paso, pero no dieron con él. Aprehendieron a una pobre
mujer, a quien veían muy asustada por todo aquello y la golpearon villanamente
para que les dijera a dónde se había ido el cura.
La
mujer no pudo resistir más y entre llantos y espasmos de dolor, les reveló que
había vuelto a La Cañada y el lugar donde solía vivir.
Retrocedió,
pues, la patrulla y no tardó en encontrar la casa de los Sierra y en ella a
Fray Elías que acababa de llegar y preguntaba lo que había sucedido en su
ausencia, y si había alguno de los vecinos necesitado de socorros.
— ¡Al
fin caíste, cura infeliz! —gritaron los milites, al echarse como una jauría de
perros rabiosos sobre el buen sacerdote. Le aprehendieron y juntamente con él a
dos jóvenes hermanos Sierra, que trataban de defenderle.
Como
ya era de noche, los dejaron en la casa con centinelas de vista y en la
madrugada del día 10 los sacaron sigilosamente de La Cañada y tomaron el camino
de Cortázar.
Cuando
ya estaban a alguna distancia ¿el pueblo, el capitán dio orden de poner en
libertad a los Sierra, pero éstos preguntaron:
— ¿Y
el padre?
—El
cura tiene que ir a Cortázar.
—Pues
nosotros vamos con él. . .
—Es
que no va sólo a Cortázar este fraile, lleva un viajecito más largo, va a la
eternidad.
—Pues
con él —dijo el más joven de los Sierra—, vamos a donde quiera, hasta la muerte
si es necesario.
El
padre Elías terció entonces en la conversación para suplicar a los jóvenes
aceptaran su libertad, pues harían mucha falta a su familia. . .
—Usted
hace más falta que nosotros, deja a muchas almas huérfanas, y sin embargo va a
morir, ¿por qué no hemos de morir con usted por Cristo Rey?
Su
lealtad al padre y a la causa de la religión era invencible. Así lo comprendió
el capitancito, e inmediatamente antes de que los del pueblo vinieran en busca
de los presos, mandó fusilar allí mismo a los dos hermanos.
El
padre les dio una última absolución. . .
—Ahora
va usted a ver si es lo mismo morir que decir misa. . . —continuó el
capitancito dirigiéndose a Fray Elías.
—Deme
usted unos momentos para prepararme. . .Y al cabo de unos minutos se levantó
sereno y dijo:
—-Estoy
listo, señores: Pero antes de que me matéis —continuó dirigiéndose a los
soldados—: arrodillaos, que voy a daros mi bendición, en señal de que os
perdono.
Todos
los sentimientos católicos de aquellos infelices "juanes" se
removieron en sus corazones, y ante la orden del padre, doblaron las rodillas con
las armas en la mano y ya preparadas a hacer fuego, pero obedientes a la voz
del sacerdote.
Sólo
el capitancito, que había escapado como rata ante el furor de un pueblo
desarmado, echándosela ahora de muy valiente y muy hombre exclamó
—Yo no
quiero bendiciones de curas, a mí me basta mi carabina ... .
—Y con
ella disparó sobre el pecho de Fray Elías, que tenía levantada la mano para
bendecir, y que aún dijo:
—Dios
te perdone, hermano mío. ¡Viva Cristo Rey! —Y cayó muerto.
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