II. EL PRIMADO DE SAN PEDRO COMO INSTITUCIÓN
PERMANENTE.
LAS TRES PIEDRAS DE LA CRISTIANDAD.
YO te
digo que tú eres Pedro», etc. De los tres atributos que según este texto
constitutivo pertenecen de derecho divino al príncipe de los apóstoles (1. °,
la vocación para ser la base del edificio eclesiástico mediante la profesión
infalible de la verdad; 2°, la posesión del poder de las llaves; 3,°, el poder
de atar y desatar), únicamente este último le es común con los otros apóstoles.
Todos los ortodoxos (1) están de acuerdo en que el poder apostólico de atar y
desatar no ha sido atribuido a los Doce a título de personas privadas, ni como
privilegio pasajero, sino que es origen y manantial auténtico de un derecho sacerdotal
perpetuo que ha pasado de los apóstoles a sus sucesores en el orden jerárquico,
a los obispos y sacerdotes de la Iglesia Universal.
Pero
si esto es así, las dos primeras atribuciones vinculadas de manera más solemne
y más expresiva a San Pedro en particular, no pueden ser tampoco privilegios privados
o accidentales (2). Y ello sería tanto más imposible cuanto que al primero de
estos privilegios ha unido el Señor expresamente la permanencia y estabilidad
de su Iglesia en su lucha futura contra los poderes del mal.
Si el
poder de atar y desatar acordado a los apóstoles no es una simple metáfora ni
un atributo puramente personal y transitorio, sino, al contrario, el germen
real y vivo de una institución universal y perpetua que abraza toda la
existencia de la Iglesia, ¿cómo las ventajas particulares de San Pedro,
proclamadas en términos explícitos y solemnes, podrían ser imágenes sin
consecuencia o privilegios personales y temporarios? ¿No deben aplicarse a una
institución fundamental y permanente, de la cual la persona histórica de Simón
bar Jona sólo es la representación principal y típica? El Hombre-Dios no
fundaba instituciones pasajeras; en todos sus elegidos veía a través y más allá
de su individualidad mortal, los principios y tipos permanentes de su obra.. Lo
que decía al colegio apostólico abrazaba al orden sacerdotal, a la Iglesia docente
en su totalidad. La sublime palabra que dirigió a Pedro solo, creó en la
persona de este apóstol único el poder soberano e indivisible de la Iglesia
Universal en toda su duración y desenvolvimientos a través de los siglos
futuros. Y si Cristo no quiso vincular al poder común de los apóstoles la
institución expresa de su Iglesia y la garantía de su permanencia (pues no se dijo al colegio apostólico: «Sobre
vosotros edificaré mi Iglesia»), esto prueba con evidencia que el Señor no
consideró al orden episcopal y sacerdotal (representado por los apóstoles en
común) como suficiente por sí mismo para constituir la base inquebrantable de
la Iglesia Universal en su inevitable lucha contra las puertas del infierno.
Al
fundar su Iglesia visible, Jesús pensaba, ante todo, en esa lucha contra el
mal, y para asegurar a su obra la unión que da fuerza, antepuso al orden
jerárquico una institución única y central, absolutamente indivisible e
independiente, que en sí y por sí poseyese la plenitud de los poderes y promesas:
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella».
Todos
los razonamientos en favor del poder central y soberano de la Iglesia Universal
tendrían, a nuestros propios ojos, muy mediocre valor si fueran simples
razonamientos. Pero reposan sobre un hecho divino-humano que se impone a la fe
cristiana a despecho de todas las interpretaciones artificiosas con que se
quisiera suprimirlo. No es nuestro intento exponer la necesidad abstracta de
una institución que ha recibido de Cristo su actualidad viva.
Cuando
los teólogos orientales demuestran la necesidad del orden jerárquico de la
Iglesia, sus argumentos no podrían convencernos sin el hecho evangélico primitivo:
la elección de los doce apóstoles para enseñar a los pueblos hasta el fin de
los siglos. Y en la misma forma, cuando queremos probarles la necesidad de un
centro indivisible de la misma jerarquía, es el hecho de la elección especial de
Pedro para servir como punto de apoyo humano a la verdad divina en su lucha perpetua
contra las puertas del infierno; el hecho de esa elección única, lo que da la
base inquebrantable a nuestros razonamientos.
Si se
entiende por Iglesia la reunión perfecta de la humanidad con Dios, el Reino
absoluto del amor y la verdad, no se puede admitir ningún poder ni autoridad en
la Iglesia. Todos los miembros de este Reino Celeste son sacerdotes y reyes,
bajo este respecto, iguales entre sí, y el solo y exclusivo centro de unidad,
es, entonces, el mismo Jesucristo. (Cf. Apocal. XXI, 22, 23. N. de T.)
Pero
no hablamos de la Iglesia en ese sentido, puesto que no es ese el sentido en
que Cristo habló de ella. La Iglesia perfecta, la Iglesia triunfante, el reino de
la gloria, suponen definitivamente suprimidas todas las potencias del mal y
puertas del infierno, en tanto que es, precisamente, para combatir a éstas que
Cristo edifica su Iglesia visible, y con ese fin le da un centro de unidad
humano y terrestre, aunque asistido en todo por Dios.
Si no
se quiere caer en los extremos opuestos de un materialismo ciego o de un
idealismo impotente, fuerza es admitir que las necesidades de la realidad y las
exigencias del ideal concuerdan y van juntas en el orden establecido por Dios.
Para representar en la Iglesia el principio ideal de la humanidad y la
concordia, Jesucristo instituye, como tipo original del gobierno conciliar, el
colegio o concilio primordial de los doce apóstoles iguales entre si y unidos
por el amor fraternal. Y para que esa unidad ideal pudiera ser realizada en
todo lugar y tiempo; para que el concilio de los jefes eclesiásticos pudiera
siempre y por doquiera triunfar de la discordia y reducir la variedad de las opiniones
privadas a la uniformidad de los decretos públicos; para que los debates
pudieran concluir y manifestarse realmente
la unidad de la Iglesia sin exponer esta unidad a los accidentes de las
convenciones humanas, para no edificar su Iglesia sobre estas arenas movedizas,
el divino Arquitecto descubre la Piedra sólida, la Roca inquebrantable de la
monarquía eclesiástica y fija el ideal de la unanimidad sujetándolo a un poder
real y vivo.
Jamás
cristiano alguno puso en duda esa verdad. Pero no sería razonable, caso de ser
sincero, el celo de quienes para defender a Cristo de una injuria imaginaria, se
obstinan en desconocer su voluntad real y reniegan del orden que El instituyó
con tanta evidencia. Porque no sólo ha declarado que la piedra de su Iglesia es
Simón, uno de sus apóstoles, sino que para imponernos con más fuerza esta nueva
verdad, para hacer la más expresiva y evidente, hace de esa vocación (de ser la
piedra de la Iglesia) el nombre propio y permanente de Simón.
He
ahí, pues, dos verdades igualmente incontestables: Cristo es la piedra de la
Iglesia y Simón bar Jona es la piedra de la Iglesia. Si hay en ello
contradicción, no para ahí. Pues vemos al mismo Simón Pedro, único que recibió
de Cristo este atributo excepcional, proclamar, sin embargo, en una de sus
epístolas que todos los creyentes son piedras vivas del edificio divino-humano.
(1.a Petri, II, 4-5.) La piedra única de la Iglesia es Jesús; pero sí creemos a
Jesús, la piedra de su Iglesia es, por excelencia, el corifeo de los apóstoles,
y si creemos a éste, la piedra de la Iglesia es cada verdadero creyente.
A la aparente
contradicción de esas tres verdades no tenemos más que oponerle su acuerdo real
y lógica.
Jesucristo,
única piedra del Reino de Dios en el orden puramente religioso o místico,
coloca al príncipe de los apóstoles y a su poder permanente como piedra fundamental
de la Iglesia en el orden social, para la comunidad de los cristianos; y cada
miembro de esta comunidad, unido a Cristo por el orden que El ha establecido, se
convierte en elemento individual constitutivo, en piedra viva de esta Iglesia
que tiene a Cristo como fundamento místico y (actualmente) invisible, y al
poder monárquico de Pedro como fundamento social y visible. La distinción
esencial de esos tres términos hace resaltar mejor su íntima unión en la
existencia real de la Iglesia, que no puede prescindir de Cristo, ni de Pedro,
ni de la muchedumbre de los fieles.
Para
hallar algo contradictorio en la idea de esta triple relación es menester
atribuírselo de antemano, dando a los tres términos fundamentales un sentido
absoluto y exclusivo, que no es; en modo alguno, el suyo propio.
Porque,
en efecto, se olvida que el término “piedra” (es decir, fundamento) de la
Iglesia es un término de relación y que Cristo no puede ser piedra de la Iglesia
sino en su unión determinada con la Humanidad, que constituye la Iglesia. Y
como quiera que esta unión, en el orden social, se efectúa, en primer lugar, por
una relación central que Cristo mismo ha vinculado a San Pedro, es evidente que
las dos piedras (el Mesías y su principal apóstol), lejos de excluirse
mutuamente, forman tan sólo los dos términos indivisibles de una única relación
En cuanto a lo que mira a la piedra o piedras de tercer orden (la multitud de
los creyentes), si está escrito que cada cual puede llegar a ser una piedra
viva de la Iglesia, no se ha dicho que cada cual pueda serlo por sí mismo o
separándose de Cristo y del poder fundamental que El instituyó.
Hablando
en términos generalísimos, la base de la Iglesia es la reunión de lo divino y
lo humano. Esta base, esta piedra, la hallamos en Jesucristo en cuanto reúne
hipostáticamente la divinidad con la naturaleza humana inmaculada; esta base
volvemos también a hallarla en cada verdadero creyente, según se reúne a Cristo
por la fe, los sacramentos, las buenas obras.
Pero,
¿no vemos que ambos modos de reunión entre lo divino y lo humano (la unión
hipostática de la persona de Cristo y la reunión individual del creyente con
Cristo), no bastan para constituir la unidad específica de la Iglesia en el
sentido estricto de la palabra, de la Iglesia, como ser social e histórico? La
Encarnación del Verbo es un hecho místico, no un principio social; la vida
religiosa individual tampoco procura base suficiente a la sociedad o asamblea
cristiana; se puede vivir santamente permaneciendo solo en el desierto.
Y si,
a pesar de todo, hay en la Iglesia, además de la vida mística y la vida
individual, vida social, es por fuerza necesario que tal vida tenga una forma
determinada fundada sobre un principio de unidad que le sea propio. Y cuando
decimos que este principio específico de la unidad social de la Iglesia no es
inmediatamente, ni Jesucristo, ni la masa de los fieles, sino el poder
monárquico de Pedro, por cuyo medio Jesucristo quiso reunirse a la humanidad
como a un ser social y político, nuestro sentimiento se ve confirmado por el
hecho notable de que el atributo de ser piedra de la Iglesia no ha conservado
valor de nombre propio y permanente más que en el príncipe de los apóstoles, que
es así, él sólo, la piedra de la Iglesia en el sentido especial y estricto de
este término, la base unificante de la sociedad cristiana histórica.
(1) Y entre los no ortodoxos todos los autores de buena fe, como por ejemplo el eminente pensador judío José Salvador en su libro Jesucristo y su obra.
(2) Conclusión plenamente aceptada por el notable escritor israelita que acabamos de nombrar. El ve en el primado de Pedro la clave del edificio eclesiástico tal como fué indicado y fundado por el mismo Cristo.
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