SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)
Quien leyere
con mirada limpia las páginas sublimes por él consagradas al Misterio
trinitario sentirá que, espontáneamente, instintivamente, florece en sus
labios, brotado del corazón, un fervoroso y límpido acto de fe. Consecuencia
necesaria o, si se prefiere, un mero nuevo aspecto de su aportación, se
presenta en su concepción de la Iglesia uni-total nunca, que sepamos, se había
insistido antes de Solovief y con razones tan acusadamente decisivas en la
trascendencia de la sociedad eclesiástica respecto del poder civil, y, sobre
todo, en las consecuencias tan prácticas en su aplicación, que en ella se
encierran. Eso sólo sería va más que suficiente para afirmar que no fue estéril
el paso de Solovief por este valle de lágrimas. Hoy día, sobre todo, cuando la
soberanía en cierto modo integral de la única Iglesia verdadera se ve combatida
con cinismo o hipocresía, según se trate de totalitarios o demoliberales, pero
siempre con diabólico encarnizamiento, reconforta ver a una de las
inteligencias indudablemente más preclaras con que ha contado la cristiandad
proclamar sin ambages ni equívocos el carácter integral del poder que le ha
sido otorgado a Jesucristo aún en este mundo.
Es repudiar
total y categóricamente la sociedad laica; es admitir como única solución
verdadera la mal llamada cuestión social, el régimen de unión —que, para el
caso, equivale al de subordinación, aunque extrínseca, por parte de la
autoridad política—entre la Iglesia y el Estado. En la actitud de Solovief se
halla asimismo implícita la condenación tajante de aquella cristiandad de tipo
laico preconizada por Meritan como sucedáneo moderno de la subordinación
instrumental practicada durante la Edad Media por parte de la nación cristiana
respecto de la Iglesia. No La nación y la Iglesia no se pueden considerar como
dos causas principales; a lo menos, no se las puede considerar exclusivamente
tales. La causalidad de la Iglesia —siempre, naturalmente, que se la mire como
lo que es en realidad, como el cuerpo místico de Jesucristo, de cuya propia
vida vive— ocupa, respecto de la del Estado, posición rigurosamente análoga a
la del propio Acto puro frente a la de las creaturas. Sí, por cierto; éstas son
verdaderamente causas, así como son verdaderamente seres; pero queda, no
obstante, siempre en píe, para temperar esta analogía de proporcionalidad
propia— Dios es a su ser como cada creatura, al suyo propio—, aquella otra de
atribución, por la cual podemos afirmar que la única razón suficiente para
atribuir cierta dosis determinada de ser a una cualquiera de entre las
creaturas estriba en constituir un mero efecto del Acto puro. De esta manera,
la creatura es sólo en virtud de su conexión con la Causalidad infinita. Cosa semejante
puede decirse del poder político respecto de la unión sacerdotal o jerárquica:
el Estado es sólo en virtud de su conexión con la Iglesia—lo cual no quiere
decir, por supuesto, que ésta vaya a intervenir en los negocios temporales;
afirmarlo equivaldría a negarle al Estado su carácter filial para «signarle el
de siervo o esclavo—. Lo demás sólo podrá calificarse de anormal, de
monstruoso; nunca, empero, como conforme a las normas intrínseco-esenciales de
la sociedad civil humana.
En el paso de
la subordinación, instrumental a otra más de acuerdo con la condición de causa
principal ostentada por el elemento subordinado, late un grave error histórico:
el de considerar a las naciones modernas más avanzadas en su proceso intrínseco
de desarrollo que las medievales. Muy al contrario de lo que suele creerse, las
naciones del siglo XII -—época en que llega a realizarse, con perfección
inigualada antes y después, la armonía de los dos poderes supremos— se
encontraban más desarrolladas que las de hoy día. Lo demuestra la normalidad de
que gozaba el funcionamiento de sus órganos peculiares: monarca, consejos
órganos representativos. Hoy día, en cambio, reina en el campo político una
macrocefalia aterradora: el poder político ha logrado absorber los órganos nacionales
para realizar por sí propio y directamente las funciones todas de la sociedad.
¿Y eso va a constituir desarrollo? ¿Podría señalarse como signo de evolución
diferenciada un engendro corporal humano en que todas las manifestaciones
vitales —locomotrices, asimiladoras, etc. — fueran realizadas directamente por
la cabeza, por carecer el resto de su mole de toda clase de órgano,- ni
constituir más que un montón de carne homogénea? Pues ese error de Maritain lo
evita amplia y elegantemente Solovief al percibir a través de los perfiles
propios de la autoridad civil los de la sociedad eclesiástica identificada con
todo lo que en aquellos hubiere de verdadera perfección, tal y como las
perfecciones del Verbo eterno son exactamente las mismas de su Padre celestial.
Por eso no puede, en rigor, hablarse de una potestad indirecta de la Iglesia en
los negocios políticos, en cuanto éstos llegaren a rozar el orden religioso,
sino de poder, absolutamente directo en negocios que, por una u otra causa,
siendo materialmente políticos, han venido a volverse formalmente religiosos.
Y como esta
conversión puede llegar a acontecerles a cualquiera de ellos, es perfectamente
lícito afirmar que a todos ellos sin excepción se extiende en potencia —ya que
el poder adquirir perfiles religiosos equivale a poseerlos ya en potencia— la
autoridad directa de, la Iglesia. En tales circunstancias, la famosa
cristiandad laica de Maritain resulta un puro mito. Considerada ya en su doble
aspecto fundamental, RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL deja en último término cierta
penosa impresión: la de una síntesis doctrinal magnífica que aún permanece
esperando adecuada aplicación. Todos los aciertos de Solovief en el campo
especulativo truécanse desgraciadamente en fracaso y cuando desciende al orden
de la política histórica. Su habitus metafísico, uno de los más excelsos, sin
duda alguna, que haya jamás poseído el espíritu humano, no pudo reemplazar en
él cierta falta de penetración, histórica, no tan rara como podría creerse en
aquellas inteligencias que, arrebatadas hasta el tercer cielo natural de la
especulación metafísica, se muestran incapaces de descender hasta la
observación de la realidad concreta; en resumen, que ses ailes de géant l’empechent
de marcher. Y esto debe tomarse muy en cuenta si queremos no dejarnos
arrastrar por esa especie de inclinación morbosa que los snobs de hoy día, tan
inconscientes, superficiales e imbéciles como todos los snobs, están-,
sintiendo hacia la Rusia victoriosa. No.
La cultura rusa
no es la nuestra. El pueblo ruso no ha sido plasmado al calor de la cátedra de
Pedro, lo cual es más que suficiente para que tratemos de defendernos y nos
defendamos incansable y tenazmente de su influjo. Ahora que, para impregnar de
eficacia nuestra defensa, la debemos montar en nombre no de ideologías
metafísicamente insostenibles, que por serlo han mostrado ya también su
completa inutilidad en el orden de lo histórico, sino recurriendo a los
principios eternos del ¿único que dijo —porque era el único que podía decirlo—
yo soy la Verdad. Contra la seducción de Rusia, los cristianos tenemos dos
trabajos fundamentales por realizar: el primero, rescatar de manos del
comunismo las verdades que son patrimonio inalienable del cristianismo, numerosas,
por cierto; el segundo, rechazar categórica, decidida e inapelablemente la
actitud vital comunista, recordando con San Pablo algo que los cristianos de la
actualidad hemos olvidado: que nuestra conversación está en los cielos. Así,
manteniéndonos equidistantes a la vez de una mal entendida transigencia y de
las torpezas del cerrilismo, lograremos la única finalidad que debemos
perseguir en este mundo: el establecimiento, en nuestras almas, del reino de
Dios.
ADVERTENCIA
PRELIMINAR (a la obra)
El pensamiento de Solovief
puesto en la apocatástasis, o reintegración universal, tanto como sus
medios de expresión tomados de la filosofía y de la Escritura, dan a sus
definiciones cierto aire de novedad, relativamente a temas que la Iglesia
católica ha explicado y definido con extremo rigor teológico. Hemos creído
oportuno, pues, sujetándonos a los principales capítulos del dogma aludidos por
el teólogo ruso, dar a continuación un resumen de lo que la Iglesia enseña
respecto de Dios, la Eucaristía y relativamente a su propia naturaleza
divino-humana. He aquí la Doctrina Católica: Dios es uno, eterno, excelso y
bienaventurado sobre toda cosa, infinito en inteligencia, voluntad y en toda
perfección. Substancia espiritual única por naturaleza, absolutamente simple e
inmutable, debe ser declarado distinto del mundo en realidad y por esencia. Es
libre al ejecutar sus obras ad extra, su poder es infinito y habría podido
hacer las cosas distintas de lo que son. Dios es la única fuente de toda verdad
y poder, así, pues, no existe un doble principio del mundo, bueno y malo. El es
el Mismo que anuncian el Antiguo y el Nuevo Testamento.
La revelación
de Jesucristo nos enseña que en la unidad de la naturaleza divina existen Tres
Personas, con una esencia o coesenciales, una substancia o consubstanciales, y
que, por ello, son coiguales, coeternas, coomnipotentes, inseparables en el
ser, al crear, principio único de las operaciones ad extra, aun en la
Encarnación del Verbo. La primera persona es el Padre, substancia simple e indivisible,
el Cual no es creado, ni hecho, ni engendrado, ni de otro alguno procedente,
que al engendrar no se desprende de algo de su substancia, porque todo lo tiene
de sí y por sí. El es Principio sin principio, omnipotente, invisible,
inmortal, incomprensible, inmutable, Creador del cielo y de la tierra, de las
cosas visibles e invisibles. La segunda "persona es el Hijo,
consubstancial al Padre. El Hijo no es creado, sino engendrado de la substancia
del Padre, de toda eternidad, y es Hijo no por adopción, sino por naturaleza.
Por Este son hechas todas las cosas, como ejemplar y modelo de ellas. El se
encarnó por nosotros los hombres, para salvarnos. La tercera persona de la
Trinidad es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo como de un mismo
principio. No es Padre de Cristo ni alma del mundo. El es inspirador de la Ley,
de los Profetas y de ambos Testamentos, causa de la Encarnación, en cuanto ésta
es manifestación del infinito amor de Dios. Espíritu vivificador, habita en la
Iglesia y en las almas justas, es enviado a los Apóstoles y a los fieles y obra
en ellos; enseña a los concilios, universales, opera en los sacramentos, es
recibido con la gracia santificante, infunde los siete Dones, particularmente
en la Confirmación y en la
colación de las órdenes sagradas.
Estas tres
Personas, realmente distintas, son un solo Dios; cada una está toda en las
otras y cada una es verdadero Dios. En ellas nada hay primero ni último, y la
Deidad, que no disminuye considerada en cada una de ellas, no aumenta en las
tres. Dios no ha de ser llamado triple, sino trino, y no un Dios distinto en
tres Personas, sino en tres Personas distintas. Esta verdad revelada es un
misterio. Dios trino creó el mundo de la nada, cuando lo quiso, no de toda eternidad,
sino en el comienzo del tiempo; no por necesidad, sino libremente por su
bondad. La Eucaristía, o acción de gracias», es el tercero de los sacramentos.
Ha sido denominado así en memoria de la ceremonia con que Jesucristo lo
instituyó en la última Cena y también porque al reproducir el Sacrificio del
Calvario damos a Dios infinitas gracias por los beneficios que de Él recibimos.
Es símbolo de la unión mística de la Iglesia con su cabeza, que es Cristo, y
por medio de Este con Dios. Lo es también de la unión que reina entre todos los
fieles y que hace de ellos un solo cuerpo místico. En la Eucaristía está
Jesucristo real y verdaderamente presente (mediante la transubstanciación, o
sea la substitución de las substancias del pan y del vino por el Cuerpo y
Sangre del Señor), bajo las especies (accidentes o apariencias) del pan y del
vino. Asimismo, Jesucristo está presente por entero en cada una de las especies
consagradas y también en la menor partícula de ellas. Este sacramento de la
unión es el más augusto de todos, por virtud de la Presencia Real del Señor en
él. Es llamado por la Iglesia mysterium fidei, misterio de fe, en la con del
vino, porque sólo la fe puede mostrarnos la verdad de este efecto
incomprensible y sublime. La materia de la Eucaristía es el pan de trigo y el
vino de vid; a éste se mezcla un poco de agua, significando la unión del pueblo
fiel con Jesucristo. La forma del sacramento son las palabras del Señor que
expresan el efecto producido por aquél: “Este es mi Cuerpo», «Este es el cáliz
de mi Sangre...» Los efectos que la Eucaristía produce en quienes la reciben
dignamente son: la unión con Jesucristo, el aumento de la gracia y de las
virtudes, el perdón de los pecados veniales, la nutrición espiritual del alma,
la extinción de las pasiones, el crecimiento de la caridad. Es, en resumen,
prenda de la gloria futura. Si los alimentos materiales son asumidos por el que
los toma y transformados en el cuerpo al que nutren, la Eucaristía, en cambio,
transforma en otro Cristo al que la recibe.
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