UN VOTO DE SANGRE
La persecución sigue su marcha de atropellos y de
asaltos a la libertad de conciencia. Y en medio del vértigo que la precipita y
que la ciega, ha intentado llegar hasta el estrangulamiento. No pretende
solamente herir; no se propone golpear solamente, no se contenta con magullar
entre sus dedos ensangrentados las altas y nobles prerrogativas de pensar y de
creer libremente, se siente poseída de la locura del exterminio. Y por esto las
mismas asfixiantes restricciones que la Constitución de diecisiete ha
consagrado contra las conciencias y contra los católicos, le han parecido y le
parecen muy poca cosa a la persecución, que alza el puño crispado por la
fiebre, por la obsesión del aniquilamiento.
Si el artículo ciento treinta constitucional establece
el principio de que se puede fijar, según las necesidades locales, el número
máximo de sacerdotes que puede ejercer su ministerio, sin dar más facultades,
no más atribuciones: la persecución, que desea vivamente, ansiosamente, la
extinción, el aniquilamiento de la libertad de conciencia, ha tenido que ir, ha
ido más lejos, lo más lejos que ha podido. Ha dicho: Se puede fijar; luego a la fuerza debemos fijar el número máximo de sacerdotes. se ha acercado ya el
estrangulamiento. Y en estos momentos en que todas las máquinas de la fuerza
bruta y de la violencia, han entrado en movimiento para llegar al exterminio,
se ha efectuado un fenómeno que era necesario para que resaltara, con evidencia
avasalladora, aplastante, innegable, la impopularidad inmensa de los artículos
sectarios y antirreligiosos de la Constitución de diecisiete.
De sobra han dicho y dicen todos los revolucionarios
que esa Constitución expresa la voluntad soberana del pueblo y es la indicación
clara, terminante y categórica del criterio popular. Lo han dicho en todos los
tonos, en todas las formas, hacia todas partes. Y como en medio de la atmósfera
de furor y de violencia en que se halla la opinión pública, ha sido siempre
imposible que el pueblo diga claramente, ostensiblemente, en forma
indiscutible, lo que piensa y lo que siente respecto a la actual Constitución,
en lo que se refiere a los artículos violatorios de la libertad de conciencia,
se necesitaba que la misma máquina, el aparato de la violencia, golpeara,
apretara, rasgara carne y estrujara cuerpos y pensamientos de manera que el
grito, el clamor espontáneo ensordecedor de los perseguidos y de las víctimas,
viniera a ser un plebiscito escrito con sangre para condenar el odio jacobino
de la Constitución.
Y lo que habría sido imposible por espacio de muchos
años; lo que hubiera exigido largos y agotantes trabajos, lo que hubiera
necesitado un ambiente amplio de exteriorización de opiniones, ambiente amplio
de exteriorización de opiniones, la misma máquina de guerra de la revolución,
lo ha realizado en forma maravillosamente completa.
Se ha querido poner y se ha puesto sitio a la
conciencia de cada uno; se ha querido estrechar el cerco, el círculo de hierro
contra la libertad de conciencia, de manera que no es posible vivir; se ha
llegado hasta a arrancar de raíz la condición esencial de la vida religiosa,
con la reducción cínica, risible, de sacerdotes y ha faltado el oxígeno de la
verdad religiosa en todos los pulmones; pero al mismo tiempo con los arranques
inesperados que siempre la acompañan, se ha dejado sentir la asfixia con todos
sus síntomas, con todas sus señales.
Los que antes de que se intentara la aplicación exacta
y exagerada de los artículos antirreligiosos de la actual Constitución, creían
gozar de buena y cabal salud en el orden religioso, porque el aire no se había
enrarecido; hoy, que espadas y bayonetas, se entrecruzan sobre frentes y
conciencias, sobre niños y mujeres, sobre obispos sacerdotes para envenenar el
ambiente, para matar el oxígeno de las almas, para hogar la conciencia
nacional, alzan sus manos y abren ansiosamente sus labios para pedir aire,
porque la revolución los está matando en sus espíritus y en sus conciencias. Y
de cada boca se levanta una anatema contra la revolución: de cada conciencia se
alza una maldición; no hay frente, ni de hombre, ni de niño, ni de mujer, que
no se haya levantado, al sentirse rodeada por la asfixia, para echar sobre cada
uno de los artículos antirreligiosos constitucionales, todo el aliento de ira
santa y de indignación.
El día en que la Constitución de diecisiete fue
elaborada, el pueblo ni siquiera tuvo noticia de lo que se hacía, ni de lo que
se escribía. No estuvo presente a los debates. No pudo decir su palabra, ni su
opinión. No se le permitió, adrede, con firme e inquebrantable propósito de
excluirlo, la entrada, ni a él, ni a sus representantes genuinos. Y todos los
que en aquella asamblea, atacada de delirium tremens, según la frase reciente
del rabino Abraham Simón, votaron la guerra a Cristo, la guerra a la Iglesia,
loa guerra a la conciencia nacional, la guerra sin tregua a las tradiciones
religiosas de nuestra Patria; se arrogaron una representación que jamás
solicitaron, que jamás tuvieron y que jamás pudieron tener. Entonces, pues, el
pueblo no pudo votar, ni a favor ni en contra de la Constitución.
Más tarde no lo había podido hacer porque el pueblo no
entiende de metafísicas, ni de fórmulas, ni de leyes escritas en terminología
abstrusa y peor redactada. Si entiende el lenguaje inconfundible, claro,
terminante de los hechos. Y hoy que aquellos artículos que le han jurado guerra
a Dios y a su Iglesia, pasan de meras fórmulas a ser realidades brutales, que
atan manos, que encarcelan conciencias, almas y cuerpos, que amordazan, que
encadenan, que hacen imposible la vida religiosa; hoy el pueblo sí entiende,
hoy sí sabe de qué se trata, hoy sí mide en su totalidad, el alcance arrasador
de la persecución y de los principios sectarios consagrados en la Constitución
de diecisiete.
Y hoy también, porque la espada y la bayoneta lo
hieren de frente, le rasga sus brazos, le desangra su cuerpo, le asfixia su
pensamiento, su conciencia y sus tradiciones, hoy sí vota, hoy sí dice, en
medio de una hoguera santa de indignación y en plena, en innegable, en irresistible
espontaneidad, con los labios hacia todos los vientos, con los brazos atados al
potro, con el gesto angustioso del que siente morir porque le falta el aire,
porque se ahoga, su maldición contra los artículos persecutorios.
La persecución se ha empeñado en ir, en llegar hasta
el estrangulamiento. Muy bien. Esto se necesita, esto es urgente, para que
catorce millones de mexicanos que, a pesar de todo, llevan el vivificante, el
milagroso oxígeno de la verdad católica en sus venas, en su sangre, en sus huesos,
en su pensamiento, en sus palabras, en lo íntimo de su conciencia, griten hacia
todos los vientos y digan que el puño armado y escoltado de espadas de la
revolución y de los perseguidores, está matando o intentando matar todas las
condiciones de nuestra vida religiosa espiritual y que se nos está matando de
asfixia. Y los catorce millones de gritos de católicos acogotados, casi
asfixiados, casi estrangulados, son el resonante, el inmenso, el innegable, el
rotundo plebiscito que condena a la Constitución actual.
Se ha dicho que os griegos en sus asambleas
democráticas, votaban con piedras blancas Chesterton, defensor ardiente,
vengador victorioso e irresistible del voto de los muertos, proclama en uno de
sus libros el principio de que en las democracias modernas debe votarse con
tumbas, para no excluir el voto imprescindible del pasado.
La revolución no ha dejado jamás votar a los
católicos, hasta ahora no hemos podido votar, ni con piedras blancas, ni con
tumbas. Hoy, sin embargo, bajo las angustias del estrangulamiento, en medio de
los desfallecimientos de la asfixia que ya ahoga hasta los últimos reductos de
las conciencias, daremos votos con la sangre de nuestros brazos amarrados a la
piedra de los perseguidos, con la sangre de nuestros labios amordazados, con la
sangre de nuestros niños, de nuestras mujeres y de nuestros viejos que, en
medio de su agonía, levantarán sus manos en señal de protesta. Y se tendrá lo
que muchos han negado, lo que muchos desean: un voto de catorce millones que
condenan los artículos persecutorios de la actual Constitución. Y ese voto sí que es el voto genuino e irrecusable del
pueblo. Que continúe la persecución exigiendo ese voto, que es el voto de su
condenación y en todas partes lo encontrará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario