SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)
¡Visión de
sublime grandeza!; Cuan luminosa se nos aparece
ahora la misión del Estado cristiano, del cuerpo viviente de Dios! Colaborador
necesario de la Iglesia considerada como unidad jerárquica o sacerdotal, la
unidad regia recibe por misión fundamental plasmar lo que puede ser plasmado,
el elemento humano, para con ello, como principio pasivo, hacer fraguar la
esposa de Dios. Llegamos aquí a la plena justificación a priori del pensamiento
de Solovief. Desde el momento en que la condición de cristiano no es connatural
al hombre; en otras palabras, desde que la realidad subsistentísima que es la
Vida misma divina adquiere, por su existencia intencional en el ser caracteres
de accidente predicamental, se impone la necesidad absoluta de un proceso
integrador —guardadas, por supuesto, las distancias— de la propia esencia
humana en lo divino, y, por lo mismo, debe admitirse, también como de necesidad
absoluta, la existencia de cierta realidad que venga a constituir un
instrumento en manos de la Unión jerárquica, desde el momento en que se abre un
campo de acción dentro de cuyos límites el templo de Dios carece formal y
directamente de autoridad. Las últimas palabras del párrafo anterior dejan
vibrando en el ambiente la invitación a una objeción: ¿Por qué esta especie de
deficiencia en el templo de Dios? ¿ Por qué no podría quedar en manos de la
unidad jerárquica integralmente, de suerte que le vinieren a resultar ociosas y
aun contraproducentes las colaboraciones, la misión fundamental de cristianizar
el mundo, de establecer el reino de los cielos en los campos de la Historia?
Porque toda misión que de lejos o de cerca implique relación con el destino
eterno del hombre parece, a primera vista por lo menos, más propia de la
Iglesia que del Estado. No obstante, Solovief ha visto y juzgado con admirable
acierto, justamente aferrado a su noción básica de que la Iglesia es la
proyección de Jesucristo en la Humanidad, ha tenido que impresionarle el hecho
de no haber el Verbo eterno, en el poderío infinito de su divinidad, absorbido
o aniquilado la naturaleza humana asumida, sino, al contrario, intensificándola
hasta un grado en cierto modo también infinito. Es que de tal manera supera la
actividad divina las posibles resistencias de la creatura, que a fuerza de
temarlas en cuenta llega a prescindir absolutamente de ellas. Permite Dios las
líneas torcidas en el mundo porque es el único que puede con ellas escribir
derecho. Por eso no encontró sombra de obstáculo en que una esencia humana
existiese con la existencia divina del Verbo. Ningún abismo sería tan hondo que
su poder no lograse colmarlo. Por eso no podía —hablamos de su potencia ordenada—
dejar encomendadas a su Iglesia
jerárquica misiones que podía realizar mejor el Estado cristiano, entre las
cuales estaba, aun que las apariencias digan lo contrario, aquella de
proporcionar la materia de la sociedad perfecta, de la esposa de Dios.
Cuando
contemplamos la persona adorable de Jesucristo, lo primero que nos llama la
atención, sobre todo si dirigimos nuestras miradas a los postreros instantes de
su vida terrena, es la disyunción, absoluta en que, respecto de sus
padecimientos y de su muerte, se hallaban —tenían que hallarse— su humanidad y
su divinidad. Su naturaleza divina debía, por supuesto, manifestarse
infinitamente refractaria al sufrimiento, no tanto por lo que éste supone de
dolor, sino, ante todo, por lo que implica de pasividad. Nada podría
manifestarse tan opuesto al Acto puro como el ser pasivo. En esta oposición
irreductible de su divinidad a todo cuanto pudiere significar pasividad y, en
consecuencia, mutación o contingencia, debemos ver la raíz de lo que,
inicialmente, aparecía como deficiencia en la Iglesia y, por lo mismo, de la
introducción que opera Solovief, del Estado cristiano en la obra de la
redención. El tránsito desde el templo de Dios hasta la esposa de Dios será
todo lo sublime que se quiera, pero envuelve, al fin y al cabo, como todo
movimiento, una imperfección radical: la de la contingencia. De aquí que no
podía incumbir a la Iglesia jerárquica, representante, en la unión profética,
del elemento divino de la unión hipostática, y, por divino, inmutable y absolutamente
perfecto, encargarse de lo concerniente al elemento humano mutable e
imperfecto. Habría habido en ello un no sé qué de violento y subversivo,
incompatible con la serenidad característica que, como reflejo imponderable de
la armonía y de la paz infinitas, se exhala siempre de la obra de Dios.
Para fundar su
actitud, Solovief recurre a la noción trascendental de la unidad, completamente
echada al olvido. Es curioso. Mientras que de las restantes propiedades
metafísicas del ser en cuanto ser se hace un uso más o menos acertado, la
unidad, aun por parte de muchos sedicentes discípulos de Santo Tomás, queda,
reducida a un valor puramente negativo, a la simple carencia de partes actuales
o posibles. Naturalmente que por tal camino sólo se llega a la nada... No se
toma en cuenta la afirmación, fecunda en consecuencias, del Doctor Angélico de
que la unidad designa ante todo al ser, con el cual se identifica en realidad,
y sólo indirectamente, connotándola, la carencia de partes. Sólo dándosele
carácter positivo puede operarse su identificación con el primero de los
trascendentales, evitando, al mismo tiempo, la posición hegeliaria de suprimir
toda diferencia real entre lo que es y lo que no es. Identificada con el ser,
la unidad habrá de correr siempre su misma suerte. También su concepto podrá
resolverse en analogía de atribución, según la cual podrá afirmarse —sin
perjuicio de reconocer como unas, en cierto modo, a las propias creaturas—que
el único ser donde se realiza tal concepto con plenitud absoluta es la Esencia
divina : sólo Dios es absolutamente uno. Pero hay unidad y unidad, lo cual no
le pasa inadvertido a Solovief. Siguiendo fielmente los pasos de Santo Tomás,
descubre por una parte la que califica él de unidad negativa, solitaria y
estéril, fácil de identificar con la prédica-mental de los escolásticos, y por
otra, la perfecta, la que (tenía el goce sereno de su propia superioridad,
domina a su contrario (la pluralidad o división), sometiéndosela a sus leyes» y
a través de la cual no resulta dificultoso descubrir aquella que los mismos
escolásticos denominan metafísica o trascendental. Efectivamente, nada impide a
la primera multiplicarse indefinidamente mediante el proceso llamado por los
alemanes die schlechte Unendlickkeit —«le mauvais infini»—, mientras que la
segunda, por poseer lo que en filosofía escolástica se llama «universalidad in
causando», expresión que traduce Solovief por la del «ser uni-total, es
asimismo rigurosamente única, porque en sí misma lo posee todo. Pero el
pensador ruso no se detiene aquí. Penetrando con su asombrosa inteligencia en
el centro mismo del orden trascendental, descubre una verdad capital: que, como
todo en Dios es necesario, lo serán también aquellas disecciones formalmente
humanas que nuestro entendimiento opera en su divina esencia conocidas bajo el
nombre de atributos divinos, entre los cuales se halla el de su unidad. Y como
por el mismo motivo Dios es necesariamente trino, deduce Solovief— ¡deducción
capitalísima y de proyecciones inagotables! — que la unidad absoluta es
necesariamente trina. En otras palabras, que, por ser infinitamente uno, Dios
es Trinidad.
Sin vacilar,
Solovief aplica esta unidad a la Iglesia. Es que a lo largo de su gran
sistematización doctrinal late inequívoco y pujante el pensamiento de que, si
aún las creaturas son en alguna manera Dios, no ciertamente al modo como lo
afirman los panteístas, sino porque todo el ser del efecto no puede mantenerse
ni un ápice fuera de su causa adecuada, la Iglesia integral, lo que dirá
repetidas veces denomina él la esposa de Dios o encarnación definitiva de la
Sabiduría divina, debe participar en grado infinitamente más intenso de la vida
propia del Acto puro. Si las creaturas vivientes —o, para ser más exactos, las
racionales—llevan en su entraña ontológica el sello indeleble de la inagotable
fecundidad divina, como lo demuestra San Agustín en sus celebérrimas
trinidades, valorizadas con el visto bueno casi infalible del Doctor Angélico,
ninguna de ellas lo podrá ostentar con el derecho y la energía de la sociedad
fundada por Jesucristo.
que la
iglesia no es creatura. Como organismo divino, es la prolongación de
Jesucristo, de cuya vida participa. Pero no importa. Aun considerando en ella
los elementos creados que la integran, se verifica en ella lo que Solovief
llama la inversión de lo divino. El cosmos es el reflejo invertido de Dios, una
especie de Dios al revés; por eso, a la autonomía perfecta del Acto puro
manifestada en su unidad perfecta, así como en la simultaneidad de sus
personas, y luego en la libertad con que extrajo al mundo de la nada, responde
con la triple heteronomía de su extensión, sucesión temporal y causalidad
mecánica. En la Iglesia, humana por sus células materiales, pero divina por su
principio vital, la heteronomía debe hallarse sujeta a la autonomía. La unidad
de que disfruta es la perfecta, la del ser uni-total, ya que es
inmultiplicable, por ser universalidad, como lo es el ser divino. Por eso su
trinidad no ha de ser puramente intencional como las que, en el ser humano
descubre San Agustín, sino, en cierto modo, física, entitativa; en, una
palabra, trinidad de hipóstasis. Y viene entonces la original aplicación que
hace Solovief de esta pluralidad de personas en el seno de Dios a la propia
Iglesia. En ésta se encuentra un poder —el Pontificado supremo— cuya misión es
asegurar la coherencia del organismo, tal y como en la Trinidad queda
garantizada por la cuasi prioridad ontológica del Padre, y que, al igual del
Padre, engendra una verdadera potestad filial —la del monarca— para que ambas a
dos, en abrazo análogo al del Padre con el Hijo, den origen a la proyección en
el orden colectivo humano del Espíritu Santo, o sea la esposa de Dios, la
sociedad perfecta.
No vamos a
seguir paso a paso las especulaciones teológico-metafísicas en que el genio de
Solovief se despliega con una profundidad y grandeza muy pocas veces logradas
por el entendimiento humano. Sólo queremos señalar dos de sus marcos
principales como aportación perdurable de su obra. El primero es haber tomado
en serio el misterio de la Santísima Trinidad. Entendámonos. No queremos decir
que el pecado de irreverencia contra el primero y más fundamental de nuestros
dogmas sea cosa frecuente por parte de los cristiano-católicos, no; pero sí que
su papel en la vida ordinaria de la generalidad de ellos es prácticamente nulo.
Jamás se piensa que la semejanza del hombre con Dios de que se habla en el
capítulo primero del Génesis es semejanza con la Trinidad beatísima, y que si a
las creaturas irracionales, como simples vestigios que son del poder creador,
les basta con reflejar en su entraña ontológica la causalidad de Dios, las
dotadas de inteligencia y libre albedrío deben participar además de esa
misteriosa corriente vital establecida entre las Personas mismas divinas. Pasaron
ya los tiempos de un Agustín o un Cirilo de Alejandría; hoy día las verdades
trinitarias muy poco les dicen a los cristianos, y si se alude de cuando en
cuando a ellas es para calificarlas con el epíteto, despectivo en su tonalidad,
de teologías. No se ve hoy día que en la generación eterna del Verbo, donde el
Padre de las luces traspasa toda entera su esencia absolutamente inalterable al
Hijo, debemos hallar nosotros la suprema lección de darse por completo en el
cumplimiento del plan divino, mientras que la expiración infinita con que Padre
e Hijo comunican la misma esencia poseída en común a la tercera de las Personas
divinas debe ser para todo cristiano el paradigma de un orden necesario,
absoluto, en que la fe y la experiencia de lo divino han de constituir la norma
de toda actividad que se pretenda a sí propia dirigida hacia la posesión de
nuestro último fin. No se piensa hoy día en que allá en la Trinidad y sólo en
ella podremos encontrar la razón explicativa suficiente de la repugnancia que
el hombre siente hacía el exclusivismo especulativo por una parte, y por otra,
hacia el impulso incontrolado; en una palabra, hacia el racionalismo y el
fanatismo, extremos ambos de los cuales equidista un concepto o Verbo, o Logos,
que a la vez es Hijo, y un Espíritu, que, al proceder inmediatamente de un amor
subsistente, encuentra su justificación en el propio Verbo-eterno del Padre.
La segunda
aportación de Solovief es el haber percibido con pasmosa intensidad la analogía
de atribución existente entre Dios y la creatura. Es un hecho que, a fuerza de
insistir en la analogía de proporcionalidad, concediéndole una primacía que, si
es legítima de suyo, lleva visos de convertirse en injusta exclusividad, no se
da lo que le corresponde a la de atribución. Prácticamente, por obra y gracia
de un maniqueísmo inconsciente, quedan Dios y el mundo erigidos como dos
absolutos frente a frente. Al insistir el pensador ruso, con su concepción del
ser uni-total, en que nada existe ni puede existir fuera de Dios, echa por
tierra ese supuesto, absurdo y, por absurdo, esterilizador y radicalmente
incompatible con el sentimiento hondo de la propia nada. ¿Cómo sería posible
levantar el corazón a Dios, orar, en una palabra, si no partimos de la base de
que la oración no puede tener más fundamento que nuestra omnímoda y absoluta
indigencia? Porque no hay duda de que en lo débil, o, más bien, en lo
inexistente de dicha urgente convicción, reside la ineficacia tan frecuente de
la oración, mucho más que en la posible inconveniencia de las cosas mismas que
pedimos. Es decir, en resumen, que carecemos de fe. Solovief, en cambio, nos
presenta con tremendo relieve esa incapacidad fundamental de la creatura para
dar razón de sí propia, para poder presentar un solo valor auténticamente
positivo que no radique en el libre beneplácito divino. Y como utiliza como
punto de partida la analogía misma del ser trascendental, corta de raíz toda
objeción aun a aquellos que militan fuera de las fronteras del cristianismo.
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