sábado, 31 de diciembre de 2016

Ite Missa Est


31 DE DICIEMBRE


SAN SILVESTRE, 
PAPA Y CONFESOR



Hasta ahora hemos contemplado a los Mártires, junto a la cuna del Emmanuel. Esteban, que pereció bajo los guijarros del torrente; Juan, mártir de deseo, que pasó por el fuego; los Inocentes, inmolados por la espada; Tomás decapitado en su misma Catedral: esos son los campeones que montan la guardia al nuevo Rey. Pero, por muy numeroso que sea el ejército de los mártires, no todos los fieles de Cristo han sido llamados a formar parte de ese escuadrón escogido; el cuerpo del ejército celestial se compone también de los Confesores que vencieron al mundo, pero con una victoria incruenta. Aunque no sea para ellos el puesto de honor, no por eso dejan de servir a su Rey. Es verdad que no vemos la palma en sus manos; pero ciñe sus cabezas la corona de justicia. El que los coronó se precia también de verlos a su lado. Era, pues justo que la Iglesia, reuniendo en esta triunfante Octava todas las glorias del cielo y de la tierra inscribiese estos días en el ciclo, el nombre de un santo Confesor que les representase a todos. Este Confesor es Silvestre, Esposo de la Santa Iglesia romana, y por ella de la Iglesia universal, un Pontífice de largo y pacífico reinado, unos 22 años, un siervo de Cristo, adornado de todas las virtudes y venido al mundo al día siguiente de aquellos furiosos combates que habían durado tres siglos, en los cuales triunfaron, por el martirio, miles de cristianos, bajo la dirección de numerosos Papas Mártires, predecesores de Silvestre. Silvestre es también nuncio de la Paz que Cristo vino a traer al mundo, y que los Ángeles cantaron en Belén. Es el amigo de Constantino, confirma el Concilio de Nicea que condenó la herejía arriana, organiza la disciplina eclesiástica para la era de la paz. Sus predecesores representaron a Cristo paciente: El representa a Cristo triunfante. Viene a completar, en esta Octava, el carácter de Dios Niño que viene en la humildad de los pañales, expuesto a la persecución de Herodes, y a pesar de todo es el Príncipe de la Paz, y Padre del siglo futuro. (I s I X, 6.) Pontífice supremo de la Iglesia de Jesucristo, fuiste elegido entre todos tus hermanos para embellecer con tus gloriosos méritos la santa Octava del Nacimiento del Emmanuel. Representas en ella dignamente al coro inmenso de Confesores, por haber llevado el timón de la Iglesia con tanta energía y fidelidad, después de la tempestad. Adorna tu frente la corona pontifical, y el esplendor del cielo se refleja en esas piedras preciosas de que está sembrada. En tus manos están las llaves del Reino de los cielos, para abrir e introducir en él a los restos de la gentilidad que recibe la fe de Cristo; y lo cierras a los arrianos, en ese sagrado Concilio de Nicea, que presides por medio de tus legados, y al que autorizas con tu confirmación apostólica. En seguida se desencadenarán contra la Iglesia furiosas tempestades; las olas de la herejía combatirán la barquilla de Pedro; Tú estarás ya en el seno de Dios; pero velarás con Pedro, por la pureza de la fe; y, gracias a tus oraciones, la Iglesia romana será el puerto en que Atanasio hallará por fin algunas horas de paz. Bajo tu tranquilo pontificado, la Roma cristiana recibe el premio de su largo martirio. Se le reconoce por Reina del mundo cristiano, y a su imperio como al único universal. Constantino se aleja de la ciudad de Rómulo, hoy ciudad de Pedro; la segunda majestad no quiere ser eclipsada por la primera, y, con la fundación de Bizancio, queda Roma en manos de su Pontífice. Se derrumban los templos de los falsos dioses, haciendo sitio a las basílicas cristianas que reciben los despojos triunfales de los santos Apóstoles y de los Mártires.

¡Oh Vicario de Cristo, honrado con tan maravillosos dones, acuérdate de este pueblo cristiano que es el tuyo! En estos días, te suplica le inicies en el divino misterio de Cristo Niño. En el sublime símbolo de Nicea, y que tú confirmaste y promulgaste para toda la Iglesia, nos enseñas a reconocer al Dios de Dios, Luz de la Luz, engendrado, no hecho, consubstancial al Padre y Nos invitas a venir a adorar a este Niño, por quien han sido hechas todas las cosas. ¡Oh Confesor de Cristo! dígnate presentarnos a El, como lo han hecho los Mártires que te han precedido. Suplí- cale que bendiga nuestros deseos de virtud y que nos conserve en su amor, que nos conceda el triunfo sobre el mundo y sobre nuestras pasiones, y que nos guarde esa corona de justicia, a la que nos atrevemos a aspirar como premio de nuestra fe.


¡Oh Pontífice de la Paz, desde la tranquila morada donde descansas, mira a la Iglesia de Dios, agitada por las más espantosas tormentas, y pide a Jesús, el Príncipe de la Paz, que ponga fin a tan crueles revueltas. Dirige tus miradas hacia esa Roma que amas y que guarda con tanto cariño tu recuerdo; ampara y dirige a su Pontífice. Haz que triunfe de la astucia de los políticos, de la violencia de los tiranos, de las emboscadas de los herejes, de la perfidia de los cismáticos, de la indiferencia de los mundanos, de la flojedad de los cristianos. Haz que sea honrada, amada y obedecida; que resuciten las grandezas del sacerdocio; que el poder espiritual se emancipe;  que la fortaleza y la caridad se den la mano y que, por fin, comience el reino de Dios sobre la tierra para que no haya más que un solo rebaño y un solo Pastor. Vela, oh Silvestre, por el sagrado tesoro de la fe que tú guardaste con tanta integridad; triunfe sü luz de todos esos falsos y atrevidos sistemas que surgen por doquier como fantasías de la soberbia humana. Sométase toda inteligencia creada al yugo de los misterios, sin los cuales la humana sabiduría no es más que tinieblas; reine, por fin, Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, reine por medio de su Iglesia en los espíritus y en los corazones. Ruega por Bizancio, llamada antiguamente la nueva Roma, y que fué luego capital de la herejía, triste escenario de la degradación del Cristianismo. Haz que se abrevie el tiempo de su postración; que vuelva a ver la unidad; que venere a Cristo en la persona de su Vicario; que obedezca, para que se salve. Haz que las razas extraviadas y perdidas por su influencia, recobren la dignidad humana que sólo la pureza de la fe puede mantener o regenerar. Finalmente, amarra, oh vencedor de Satanás, al Dragón infernal en la prisión donde lo tienes encerrado; abate su orgullo y haz que fracasen sus intentos; vigila para que no seduzca a más pueblos, sino que todos los hijos de la Iglesia, según frase de San Pedro, tu predecesor, se le opongan con la energía de su fe. (I S. Pedro, V, 9.)

viernes, 30 de diciembre de 2016

DEMOS GRACIAS A DIOS - por el P. Faber

Acción de gracias, después de la Misa y Comunión


Pero todavía existe una práctica de gracias que debe entrar con todas las otras devociones de agradecimiento, juntándose a ellas: devoción, digámoslo así, de lágrimas, más bien que de palabras, la cual consiste en dar rendidas gracias a Dios nuestro Señor por el adorable sacrificio de la Misa y real presencia de Jesús sacramentado en su Iglesia. Pero no solamente el beneficio inestimable del sacrificio augusto del Altar es quien reclama continuas acciones de gracias, ni tampoco el inefable amor e indecible condescendencia que envuelve semejante misterio, sino más bien el gozo celestial y divino que se experimenta viendo que ahora, al menos, se ofrecen a Dios gracias infinitas dignas de su grandeza soberana. En efecto, ya no tenemos necesidad de sentarnos a las orillas de los caminos del mundo gimiendo y llorando porque la Divina Majestad no es reverenciada, alabada y glorificada cual se merece, pues que una sola Misa es una alabanza infinita al Rey de la gloria, y apenas se pasa un momento del día y de la noche en que no se celebre tan augusto sacrificio, así en nuestro hemisferio como en el de nuestros antípodas.

El Santísimo Sacramento sé halla en todas las iglesias del orbe católico, ora en las que concurre una inmensa muchedumbre de fieles, ora en aquellas que se ven enteramente desiertas y abandonadas; y doquiera se encuentre Jesús sacramentado, allí se rinden al Eterno infinitas alabanzas, dulces adoraciones e indecibles acciones de gracias. La función especial de la Santa Misa consiste en la Eucaristía, esto es, en el culto de acción de gracias; así es que la simple criatura, por medio del Santísimo Sacramento, puede ofrecer al Altísimo un acto de adoración más excelso y sublime que aquel que pudiera ella haberse imaginado jamás, porque es imposible que la criatura tribute y pague a su Creador un homenaje más soberano como recibiéndolé real y verdaderamente en el augusto misterio del Altar. ¡Oh qué dulce reposo no siente el alma al ocuparse en tan tiernos pensamientos! ¡Cuántas querellas secretas no podemos apaciguar con tan suaves recuerdos! ¡Cuántas inquietudes altaneras contra nuestra propia pequeñez y ruindad, contra nuestros bajos deseos y contra nuestra imposibilidad para amar a Dios cual debe ser amado no podemos sosegar y calmar con el dulce embeleso de semejantes maravillas y grandezas del divino amor! ¡Loor eterno a Jesús, que es todo para nosotros! ¡Gloria y alabanza a nuestro Salvador adorable, de quien nos viene todo cuanto apetecemos por muy extraños medios y sendas las más inconcebibles!

¿No tenemos, pues, sobrada razón para afirmar que amamos a Dios dignamente, y que le adoramos con adoraciones propias de su grandeza soberana, siendo Jesús nuestro amor y nuestra adoración? ¡Oh cuán dichosos somos, inmensamente dichosos, con las inefables larguezas y divinas misericordias de nuestro Jesús dulcísimo! No parece sino que es mayor consolación el deberlo todo a Jesús, que el adquirirlo, a ser posible, a costa de nuestra propia cosecha; y he aquí por qué no hay placer en la vida presente que se iguale al sentimiento de la multiplicación y reduplicación de nuestros deberes para con nuestro Señor adorable. Cuanto mayores sean nuestras deudas, tanto mayor será nuestro gozo; cuanto más complicadas y enmarañadas nuestras obligaciones, más alegre y risueña será nuestra libertad; el conocimiento de que por toda la eternidad no satisfaremos la deuda del amor que Jesús nos profesa, y la seguridad de que siempre existirá en nosotros la misma imposibilidad de pagarle cuanto le debemos, es el mayor gozo de los gozos.

Mientras tanto, gracias, un millón de gracias y loores sean dados a Jesús, Salvador nuestro, por su dignación en ofrecer por nosotros al Dios omnipotente alabanzas, adoraciones y acciones de gracias inefables, soberanas, infinitas como el mismo Rey de la majestad. Quizá estas finezas de Jesús contribuyan grandemente a que nos formemos una idea cabal de cuán lejos estamos de corresponder agradecidos a nuestro Señor dulcísimo, y cuán grande ha sido la distancia para llenar la obligación del hacimiento de gracias. Cualquiera que sea el juicio que uno pueda haberse formado sobre los métodos particulares para ejercitar la devoción del agradecimiento practicados por los Santos o sugeridos por los escritores espirituales, la Iglesia toda entera conviene, sin embargo, en la utilidad y necesidad de una devoción especial de gracias para después de la Comunión. Si hay algún momento en la vida del hombre para el agradecimiento a las divinas larguezas en el cual tenga la lengua que enmudecer, es ciertamente aquel en que el Creador se digna abrumar a su criatura con el don estupendo de darse a sí mismo en mantenimiento y de hallarse realmente morando dentro de nuestro pecho. Así es que aconsejan los escritores espirituales que no abramos libro alguno en los primeros instantes después de haber comulgado, empleando tiempo tan precioso en dulces coloquios con Jesús Señor nuestro, que no poco seguramente tendremos que contarle; y aunque así no fuese, no por eso dejará Él de hablarnos alguna cosa en el silencio profundo de nuestro corazón, siempre que nosotros queramos escucharle. Pero ¿qué es lo que pasa en realidad cuando el Señor se digna sentarnos a su divina Mesa? Si el fervor y regularidad de nuestro hacimiento de gracias después de la Comunión fuese el termómetro del amor que profesamos a Jesús, ni una sola centella de ese fuego sagrado se mantendría entonces viva en el fondo de nuestro endurecido corazón. En efecto, para no pocos de nosotros difícilmente exista un cuarto de hora de la vida que nos sea más enojoso y de todo punto inútil que aquel que consagramos a dar, según decimos, infinitas gracias a Dios nuestro Señor después de haber comulgado; ¡nada tenemos que contar a nuestro Jesús adorable! ¡Nuestro corazón permanece insensible a tan regaladas caricias a pesar de ser el don recibido el más excelente que pueda otorgársenos durante toda nuestra vida mortal! Cada vez que uno comulga, desenvuélvese semejante prodigio ante nuestros ojos en lóbrega obscuridad, tomando dicho favor gigantescas proporciones, al propio tiempo que nuestra tibieza y desagradecimiento transforman la continuación de la entrañable caridad divina en una maravilla grandemente singular y extraña.

¡Hospedádose ha dentro de nuestro pecho Aquel que ha de ser nuestro gozo sempiterno en la gloria del Cielo, y nada tenemos que decirle!, ¡y nos produce cansancio su dulce compañía!, ¡ y es una consolación no pequeña para nuestro espíritu cuando creemos que se ha ido! Fuimos para con Él ciertamente urbanos y corteses, y le pedimos su bendición como a nuestro superior; es decir, que todas nuestras consideraciones y tratamientos hacia tan cariñoso huésped redujéronse a meras atenciones de buena crianza, o cuando más a simples respetos de un vasallo para con su Rey y Señor. Inútil es, pues, el exhortar a los hombres que adopten diferentes prácticas de acciones de gracias, supuesto que la visita que el mismo Señor se digna hacerles en persona apenas consigue de ellos que ejerciten una solamente; no parece sino que la acción de gracias no tiene más que una sola mansión sobre la tierra, y que hasta este dominio suyo va siendo cada día más precario. Y menos mal si semejantes acciones de gracias, llenas de tibieza y frialdad, nos hicieran comprender siquiera el escaso interés que tomamos por Jesús; así como el apreciar de que sería la religión de nuestro gusto recibir la gracia sin tomarnos la molestia de recibir a su Autor en el augusto Sacramento.

¡Oh adorable Señor sacramentado!, y conociendo Tú esta nuestra mala correspondencia al beneficio inestimable que tienes la dignación de otorgamos, dándote en manjar y bebida de nuestras almas, ¡que todavía hagas asiento en el tabernáculo!, ¡que todavía quieras servirnos el dulce y regalado plato de tu sagrado Cuerpo y Sangre preciosísima! Pero diréis vosotros: «Dura cosa es, ciertamente, el abandonarnos así en situación tan angustiosa cual parece ser la nuestra, según auguran esas vuestras expresiones de desenfado y más o menos amargas que habéis tenido la amabilidad de dirigirnos. Pues si nuestras acciones de gracias son tan defectuosas; propóngansenos los medios para mejorarlas, que acaso tratemos de ponerlos en ejecución para el logro de semejante fin.» Bien: veamos, pues, qué nos enseñan los libros espirituales acerca del particular. Paréceme que existen pocas dificultades más universalmente sentidas que la de una buena acción de gracias después de la Comunión. Ya dije arriba que los escritores espirituales recomiendan que, al menos en los primeros minutos después de haber comulgado, no se abra libro alguno, por más devoto que sea; asegurándonos que si la gracia tiene ciertos momentos solemnes, críticos y decisivos en la vida del hombre, son, a no dudarlo, aquellos que van sucediéndose mientras Jesús permanece sacramentalmente presente en nuestro corazón. La gran maestra y doctora de la acción de gracias después de la Comunión es la insigne española Santa Teresa de Jesús; el ahínco con que insiste en hacer resaltar maravillosamente las grandezas y excelencias de tan piadosa devoción; la frecuencia con que vuelve una y otra vez a ocuparse en el mismo asunto; los consejos prácticos llenos de sabiduría que da acerca de la manera como hemos de ejercitarnos en ella para que sea grandemente provechosa a nuestras almas, vienen a constituir uno de los rasgos más notables de su enseñanza celestial y divina.

Santa Teresa fue, en efecto, MADRE de la Iglesia, como la llama un escritor francés; toda la materia relativa a la acción de gracias después de la Comunión forma una de sus más características y sabias lecciones de ciencia espiritual; creyéndose igualmente (así al menos lo aprendió por experiencia uno de los panegiristas más entusiastas de la sierva de Dios) que esta española ilustre goza de un especial favor del Cielo para hacer aprovechar a los hombres en la dulce práctica de acción de gracias después de la sagrada Comunión, cuyo aprovechamiento es de importancia incalculable para toda la vida espiritual. Una buena y metódica acción de gracias después de la Misa y Comunión obraría ciertamente la más completa, rápida y eficaz reforma del clero, al propio tiempo que movería a los seglares a comulgar más a menudo, aparejándoles para que aprovechasen más y más cada día en la virtud, con la frecuencia en recibir la sagrada Comunión. Si, pues, nuestros hacimientos de gracias son ruines y despreciables, rogad encarecidamente a Santa Teresa que os alcancé del Señor la gracia de hacerlos bien; cuyos efectos de don tan singular, que ella os procure, los sentiréis sensiblemente dentro de vuestra alma. Toda la eternidad no es bastante larga para alabar debidamente a Dios por una sola de sus más livianas mercedes que haya tenido la dignación de concedemos, y serían necesarias innumerables eternidades para pagarle el beneficio inestimable que nos dispensara, dándonos, así a nosotros como a su Santa Iglesia, la Seráfica Madre Santa Teresa de Jesús.

San Alfonso y otros escritores de ciencia espiritual no han temido asegurar que una sola Comunión bien hecha es suficiente para disponer al hombre a la canonización y a que se le coloque sobre los altares; que la acción de gracias es el tiempo precioso en que el alma se apropia la abundancia de las divinas larguezas, y se embriaga en las fuentes de la luz y de la vida. El consejo de San Felipe acerca del particular está respirando aquella exquisita sabiduría que tanto resplandece en los documentos espirituales de este varón insigne; recomiéndanos, pues, que, si hemos tenido la meditación antes de la Misa, no derramemos el espíritu después de haber comulgado, discurriendo otras nuevas consideraciones, sino que continuemos aquel pensamiento que inspiraran en nuestra alma una suave unción celestial y divina durante nuestra meditación, y así es como evitaremos malgastar malamente no poco tiempo en nuestra acción de gracias, ora devanándonos los sesos en busca de un asunto particular, o bien afanándonos, por no saber, entre tantas cosas como tenemos que decir al Señor, cuál sea la primera por donde debemos comenzar, aviso excelentísimo que está enteramente conforme con todos los otros documentos fáciles y gustosos del Santo en cosas espirituales. Quisiera este siervo de Dios que fuese tal nuestra familiaridad con el Señor nuestro Creador y Padre amorosísimo; que en cualquier visitación suya inusitada e imprevista que tuviese la dignación de hacemos, propusiésemos la actividad menos perfecta de Marta al reposo y unión de María su hermana; y he aquí el espíritu que animaba a varón tan insigne al aconsejar a los Padres de su Congregación que no tuviesen hora fija para decir la Misa, sino que fuesen a celebrarla cuando el sacristán les llamase. Pero muchas personas que viven en medio del mundo no pueden tener una meditación formal y metódica antes de la sagrada Comunión, y no pocas otras practican la oración mental de diferente manera, ejercitando la oración llamada afectiva, en la cual obra más bien la voluntad que el entendimiento; y semejantes sujetos no raras veces se encuentran embarazados, no sabiendo cómo volver a seguir el hilo de su oración después que han recibido el Pan de los Ángeles. Otras personas igualmente, en particular aquellas que, si bien profesan una especialísima devoción al Santísimo Sacramento, no pueden, sin embargo, lisonjearse de una habitual unión con Dios, ven por experiencia que la recomendación de San Felipe no es acomodada al espiritual aprovechamiento de sus almas y, en consecuencia, tienen que consagrar aquellos momentos a la meditación sobre el Santísimo Sacramento y real presencia de Jesús dentro de, su corazón. Atendidas, pues, todas estas circunstancias, y considerando al propio tiempo así la dificultad como la importancia de una buena acción de gracias después de la Comunión, no me parece inoportuno proveer a mis lectores de abundantes materiales para el hacimiento de gracias después de haber comulgado, presentándoles a este objeto un análisis del método recomendado por Lancisio, y copiado por este mismo escritor en dos diferentes tratados suyos espirituales.

Pero no se vaya por eso a creer que mi ánimo sea aconsejar a nadie semejante método, tal como se halla en el autor citado; es demasiado largo y bastante minucioso; y paréceme que raro había de ser el caso en que no entibiase la devoción con la multiplicidad de actos que envuelve; el corazón debe jugar holgada y libremente, y todas sus funciones y ejercicios han de ser asimismo lo más simplificados que sea posible. Mi intención; pues, como llevo indicado, al trasladarle a la presente obrita, no es otra que proveer de materiales, ya que dicho método es una especie de rica mina en la cual pueden abastecerse las personas de diferentes gustos, y hasta unos mismos sujetos, según las ocasiones y circunstancias, de pasto espiritual para la reflexión, como para el ejercicio de las aspiraciones, pues que abunda en pensamientos profundos y sublimes.

1° Los actos que, según el P. Lancisio, deben seguir inmediatamente después de haber comulgado, son de humillación. Humillémonos profundamente delante de Dios, Rey de reyes, por su dignación en venirnos a visitar siendo un Señor tan lleno de majestad y grandeza; ponderando:, los pecados de nuestra vida pasada;

2° nuestras actuales imperfecciones y criminal flojedad y tibieza;

3° la ruindad de nuestra naturaleza comparada con la Divinidad excelsa de Cristo;

4° las perfecciones de la naturaleza divina y humana de nuestro Señor sacramentado.

2. Ahora vienen los actos de adoración. Adoremos:

1° a la Trinidad Beatísima en el misterio augusto del Altar,

2° adoremos ala Sacratísima Humanidad de Jesús; realmente presente en nuestro corazón y en las innumerables iglesias donde se halla reservado el Santísimo Sacramento, regocijándonos en el culto y adoraciones que le están los fieles actualmente ofreciendo en oloroso holocausto, gimiendo y llorando los ultrajes, y quizá hasta blasfemias, con que los hombres le ofenden en su propia casa;

3° adoremos con rendida adoración el Alma inmaculada dé Jesús sacramentado, ricamente engalanada con los vistosos ornatos de la santidad, y hermosamente ataviada con los brillantes aderezos de todos los merecimientos, y aquel antiguo, constante, copioso y abrasado amor que nos profesa;


4°adoremos igualmente, con el corazón hincado en la tierra, el Sacratísimo Cuerpo de Jesucristo, por haberse dignado sufrir los amargos y crueles tormentos para nuestra salvación, hasta el punto de ser enclavado en una cruz; y abrazándole dulcemente dentro de nuestro corazón, imprimámosle mil besos espirituales en aquellos de sus miembros castísimos que padecieron mayores dolores con los golpes y las heridas...

Ite Missa Est

30 de diciembre 
S. Sabino,
obispo y sus compañeros, mártires.
(†304)


La rabia y crueldad de los gentiles contra los fieles habían llegado a tal extremo en tiempo de Diocleciano y Maximiano, que por edicto imperial se habían puesto ídolos en todos los mercados, en los molinos públicos, en los hornos, en los caminos, en los mesones, en las fuentes públicas, en los pozos y en los ríos, para que nadie pudiese tomar agua, moler trigo ni comprar cosa alguna sin que hubiese adorado antes a los simulacros de los falsos dioses. Pero el Señor suscitaba ilustres héroes que con su celo apostólico, su ejemplo y sus prodigios, alentaban a los fieles a menospreciar todos los artificios de aquella tiranía infernal: y uno de estos héroes cristianos fué el admirable san Sabino, obispo de Espoleto en Umbría: el cual, cuando más arreciaba la persecución, y se veían en todas partes horcas levantadas, hogueras encendidas, potros, calderas de aceite hirviendo, uñas de hierro y otras invenciones de torturas, recorrió todas las ciudades y pueblos de la provincia, consolando y esforzando a los fieles, con sus exhortaciones y con los santos sacramentos. Noticioso al fin el gobernador de Toscana, llamado Venustiano, de que el obispo Sabino estaba en Asís y que no cesaba día y noche de alentar a los cristianos y visitar aun a los que estaban escondidos en cuevas subterráneas, pasó a Asís y le hizo buscar y prender juntamente con Exuperancio y Marcelo, sus diáconos, y cargado de cadenas los encerró en una horrorosa cárcel. Pocos días después los hizo presentar a su tribunal, y les mandó adorar una pequeña estatua de Júpiter, hecha de coral y de oro: y el santo, tomando el ídolo en sus manos, lo arrojó al suelo, y lo hizo pedazos. Ordenó el presidente que allí mismo le cortasen las manos al santo obispo, y extendiesen en el potro a Exuperancio y a Marcelo y los moliesen a palos hasta matarlos, a los cuales no cesó de animar Sabino hasta que murieron. Serena, dama cristiana y riquísima, visitó al santo en la cárcel, y le rogó que curase a un sobrino que  estaba ciego, y el mártir le alcanzó luego la vista. Con este milagro se convirtieron quince presos. También el gobernador Venustiano fué atormentado con grandes dolores en los ojos, por espacio de un mes, y por esta causa no pasó adelante en el suplicio del santo obispo, y como el dolor creciese cada día, y le dijesen que Sabino acababa de dar la vista a un ciego, fué a la cárcel con su mujer y dos hijos y rogó al santo que le perdonase los tormentos que le había hecho sufrir, y le aliviase los que él padecía en los ojos. Respondióle el santo que alcanzaría esta gracia si quería creer en Jesucristo y se bautizaba. Aceptó el gobernador el partido, y arrojando al río los pedazos del ídolo de coral, pidió al santo que le instruyese en la fe, y al instante se halló curado, y recibió el bautismo con toda su familia: lo que habiendo legado a oídos del emperador, mandó que les cortasen la cabeza. Finalmente, Lucio, sucesor de Venustiano, hizo conducir a Espoleto a san Sabino, donde le mandó azotar con látigos forrados de plomo, hasta que expiró.

Reflexión:
¡Cuánta verdad es que jamás Dios se deja vencer en generosidad de sus siervos! Si como san Sabino resiste denodado y confiesa su fe, parece que pone a su disposición toda su omnipotencia, según, son los milagros y conversiones que obra. Por muchos sacrificios que hagas por El, siempre serán mayores las gracias que te conceda.

Oración:

¡Oh Dios omnipotente! Vuelve tus ojos compasivos sobre nuestra debilidad, y pues nos agrava el peso de nuestras miserias, concédenos la protección del bienaventurado Sabino, tu mártir y pontífice. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

jueves, 29 de diciembre de 2016

El Islam: Una Ideología Religiosa - Rubén Calderón Bouchet

¿EXISTE UNA CIVILIZACION
ISLAMICA?


La dificultad para responder con alguna exactitud a esta pregunta reside en la extensión que ha tomado el vocablo árabe como consecuencia de la conquista. Todas las naciones que hoy se dicen árabes porque hablan la lengua de sus conquistadores, no lo son ni por su origen ni por los restos de las civilizaciones que perduran todavía en ellas. Si el Islam fuera una civilización fundada sobre la roca viva de un auténtico contrato religioso, sus justos títulos aparecerían por poco que consideráramos su ciencia, su arte, su economía, su política y su ideal del hombre. Si nos detenemos en la apreciación más inmediata de la fisonomía islámica, salta a la vista su preocupación esencial que se manifiesta en dos dimensiones fundamentales: conquistar adeptos para el Islam y combatir duramente a todos cuantos no estén dispuestos a reconocer la supremacía de Allah y su profeta Mujamad. Mujamad afirmó haber sido elegido directamente por Allah "...para restaurar la religión pura de Abraham, alterada tanto por los judíos, como por los cristianos y sabeos. Esto significa luchar para restablecer el verdadero culto y continuar, perfeccionándola, la obra de los grandes profetas: Moisés, David, Isaías y Jesús".

El Islam ha reconocido siempre que Dios dio a cada pueblo y en cada época una religión adaptada a sus necesidades, pero a Mujamad lo envió para reunir a toda la humanidad en torno a los principios substanciales sostenidos en el Corán y, de esta manera, poner fin a la discordia entre judíos y cristianos, dirigiendo al hombre por el camino de la felicidad en éste y en el otro mundo. La felicidad se incoa aquí, en la obra misma de la carne, y culmina en el Paraíso con una intensificación de los goces sensuales. El itinerario del alma hacia Dios no es el camino de una espiritualización progresiva y en donde el mismo cuerpo recibe el influjo transfigurador de las virtudes teologales; es más bien la conquista de una carnalidad invulnerable. No es el Reino de Dios y su justicia, sino el Edén, tal como lo podía soñar un beduino en los momentos más fatigosos de sus viajes por el desierto. Como ya lo hemos dicho, no existe ningún progreso religioso en el mensaje de Muhammad; se nota en cambio un marcado retroceso hacia las formas más materiales del judaísmo talmúdico.

Esto tiene una gran importancia cuando se examina el contenido espiritual de una civilización, porque no hay ningún ascenso en orden al conocimiento que sostiene la ciencia, el arte, la política y la economía que no sea, al mismo tiempo, respuesta positiva del hombre a su misterio metafísico. El profeta árabe no tiene la menor idea de un proceso perfectivo de una espiritualidad deificante como aquélla que sostiene el cristianismo. Todo lo contrario, se nota fácilmente un afán de reducir y simplificar la relación del hombre con Dios hasta convertirla en una coyunda que fortalezca la sumisión, debilitando el trabajo sobre la propia alma. El paraíso está a la sombra de las espadas y se llega tanto más rápidamente a gozar de sus delicias, cuanto menos nos detengamos a examinar el fruto de nuestros actos. Es muy simple decir que los cristianos tomaron los principios establecidos por los filósofos griegos y los pusieron instrumentalmente al servicio del saber religioso, para crear esa extraña mezcla de ciencia griega y superstición semítica que llamaron teología. Digo simple, porque en esta afirmación sin matices se escapan muchas verdades que, conocidas por la Revelación, pasaron a integrar el contexto de la sabiduría cristiana en una síntesis cuya fuerza y originalidad garantizan los nombres de Agustín, Tomás, Buenaventura para no designar sino a los más egregios y pasar en silencio sobre muchas figuras que, hasta hoy, acreditan una originalidad filosófica muy difícil de negar para quien no cierra los ojos ante el poder de la evidencia. Si comparamos con el cristianismo la actitud del Islam frente a la ciencia griega, se podrá decir (sin tomar demasiado en cuenta que Averroes se limitó a comentar las obras de Aristóteles sin proponerse la ardua faena de iluminar esa ciencia con los principios extraídos de su fe, ni conciliar la fe con las verdades de la filosofía aristotélica) que Averroes y Avicena realizaron un trabajo, con respecto a Aristóteles, comparable al de Santo Tomás y otros teólogos cristianos. Su doctrina de la doble verdad fue un recurso para eludir una faena que consideró imposible desde su comienzo. Renán y Louis Bertrand dijeron, en alguna oportunidad, que fue una protesta escrita en árabe, contra lo que había en el Corán de ininteligible.

No podemos olvidar tampoco que Averroes era andaluz y de ascendencia cristiana y que sus doctrinas no tuvieron ningún efecto en la formación intelectual de los musulmanes. Hubo que esperar la introducción de sus Comentarios en el mundo cristiano para que sus ideas entraran con todo derecho en el seno de la filosofía. Es muy cierto que algunos musulmanes, como el Caliü Ya'Qoub, de paso por Córdoba en 1195, vieron con simpatía la labor de Averroes; ésta repugnaba al movimiento Almohade, cuyo fanatismo, contrario a los filósofos y a los doctores de la ley, estaba en la línea del coranismo más decididamente ortodoxo. Averroes murió tranquilamente en su cama ello de diciembre de 1198, pero sus libros fueron públicamente quemados por orden del Califa que no temió pecar contra la filosofía si de esta manera se salvaba su gobierno de un levantamiento Almohade. lbn'Shina, conocido entre los latinos por Avicena, nació cerca de Bukara en el año 980 y murió cincuenta y siete años más tarde, después de un estudioso periplo por la filosofía griega que tradujo al árabe con algunos comentarios de su propia cosecha. Decir que era de cultura árabe porque hablaba y escribía el árabe es un poco exagerado. Su gusto por el pensamiento griego venía de sus raíces helenísticas y si bien admitía la existencia de un Dios Creador, principio que trató de conciliar con la doctrina de Aristóteles, compartía esa fe con judíos y cristianos, sin que en ningún momento se descubra en él la intención de hacer entrar la ciencia griega en vínculo sinérgico con la doctrina de Muhammad. Si el uso de la lengua árabe fuera la marca segura de una indiscutible pertenencia a la civilización islámica, el judío Maimónides, hubiera sido también musulmán porque en árabe escribió su famosa "Guia de los extraviados" donde trata de establecer un acuerdo entre la razón y la religión judía. Era una hazaña intelectual que a los verdaderos coranistas no interesaba, toda vez que la ciencia estaba contenida en el Corán y resultaba completamente inútil pretender ponerla de acuerdo con lo que hubieran podido pensar los griegos sobre cualquier cosa. Cuando las huestes del profeta ocuparon los bordes asiáticos y africanos de la cuenca del Mediterráneo fue toda la civilización greco romana la que cayó bajo su dominio. No es nada extraño que los habitantes de esas tierras tuvieran una cultura helenística metida en sus hábitos intelectuales y artísticos y que conservándola trataran de expresarla en la lengua impuesta por sus conquistadores. Se ha hablado mucho del álgebra como de una ciencia inventada por los árabes, porque fue en esa lengua que se conocieron en Occidente los libros griegos que trataban de problemas algebraicos. Diofante de Alejandría, que pasa por ser el primero que se ocupó científicamente del álgebra, vivió en el siglo IV de nuestra era y habiendo nacido en Egipto, pertenecía a la civilización helénica. Lo mismo puede decirse del número cero, tan poderosamente atribuido a la civilización mágica del Islam por Osvaldo Spengler. Era una noción matemátíca que los hindúes pasaron a los persas y éstos a los árabes, después de haberlo usado profusamente en sus operaciones matemáticas.
Se ha contado al revés la influencia que la sedicente civilización árabe pudo tener en tierras andaluzas. En primer lugar porque no fueron los árabes sino bereberes los que penetraron en el sur de España y recibieron allí la impronta de una cultura romano visigótica en estado floreciente. Oliveira Martín lo dijo con la suficiente claridad: "un puñado de árabes a la cabeza de un ejército de bereberes". Lo que se llamó civilización árabe hispánica fue ciertamente española, pero no árabe como suele decirse. Los árabes -según la autorizada opinión de Dozy-  no aportaron nada. Es el pueblo menos inventivo del mundo y cuando hallamos en su lengua un poema brillante es la traducción de un original hindú, persa, sirio o griego, o, en el caso del mismo Corán, decididamente judío. El propio Spengler, con su poderosa imaginación, ha difundido en exceso la idea de una original cultura mágica que tendría por centro religioso el Islam. Sería absurdo negar que la impulsión unificadora desatada por la prédica de Mujamad y sus secuaces, y que encarnó en una fuerte conquista militar, no hubiera tenido efectos favorables en la convergencia de las distintas corrientes culturales que transitaban el ámbito geográfico dominado por las huestes del Profeta. Esto es lo que ocurrió efectivamente con la arquitectura y las artes plásticas. Los árabes, como buenos nómades, carecían de tradición arquitectónica y si se elimina por su pesadez y absoluta falta de estilo el templo principal de la Meca, no existe ningún monumento auténticamente árabe que dé testimonio de su genio edilicio. No obstante, cuando por razones de la conquista militar tuvieron que establecer sus propios templos en los países conquistados, se limitaron a ocupar los edificios que ya existían y, en algunos casos, a compartir con los cristianos el recinto de sus iglesias. Nadie puede negar la erección de mezquitas en todos los territorios ocupados, ni la presencia de los altos minaretes desde los cuales el "muezin" convocaba a los fieles a la oración, pero atribuir a la inventiva árabe el estilo de sus templos y la decoración figurativa que los adorna es otro asunto. Las columnas del famoso patio de Córdoba son paganas y en su mayoría fueron traídas del Africa romana, cuando no de la misma España. Las arcadas superpuestas tienen su origen en la arquitectura visigótica, como que eran españoles nativos tanto los arquitectos como los albañiles empleados en esas faenas. Los trabajos de sostén están imitados del acueducto romano de Mérida con sus alternativas de piedras y ladrillos. La escultura que se llamó árabe fue helenística y las torres cuadrangulares de los minaretes son siríacas y un calco, apenas diferente, de los campanarios que abundaban en esas regiones. Se ha querido ver en la decoración floral del arte musulmán, especialmente en las hojas de parra y el racimo de uvas, un rasgo original de su genio plástico, sin advertir que se trata de viejos símbolos paganos usados con profusión en toda la cuenca del Mediterráneo y que los cristianos egipcios hicieron suyos en su oportunidad. Por lo demás, existen datos fehacientes de que los califas de Córdoba hicieron llegar de Constantinopla artistas e imagineros que trajeron consigo todos los conocimientos que tenían acerca del arte y de la literatura bizantina. Muchas obras de genio atribuidas a la inspiración islámica son originarias de la Europa Oriental. Era muy lógico que así fuera porque la religión de Mujamad, para hablar conforme con una convención impuesta por el uso, carece de fuerza transfiguradora. Acepta al hombre y a sus obras tal como lo produce la naturaleza caída y no ejerce sobre él una presión capaz de elevarlo a una nueva situación con Dios.

La sumisión a la carne y a la impulsividad de las pasiones es apenas disciplinada por la obediencia a los jefes religiosos, intérpretes autorizados del Corán y por la aceptación de algunas prescripciones culturales que, sin corregir los excesos del erotismo y la cólera, los ponen al servicio de la expansión islámica. La ausencia de eso que los cristianos llamaron la gracia santificante se hace sentir en todas las dimensiones de la actividad espiritual, razón por la cual no se puede esperar que los movimientos más importantes de su cultura estén influidos por una energía distinta de aquélla que impulsa a los hombres hundidos en la profundidad del pecado. No existe ningún motivo para aceptar la presencia de un esfuerzo teológico, que la simplicidad dogmática del islamismo no autoriza, ni de un impulso místico espiritual, que la naturaleza del Paraíso coránico con su versión puramente carnal de los goces eternos hace imposible. No niego que existan en idioma árabe obras de pensamiento religioso, tanto místicas como teológicas, dignas de ser comparadas con las similares de otras familias religiosas, pero convendría determinar, en cada caso, hasta qué punto son fieles al libro atribuido a Muhammad. La sociedad islámica ha sido forjada con criterios exclusivamente masculinos y se siente, a través de todas sus expresiones espirituales, la ausencia de la mujer. Un orden de convivencia que no combine con armónico equilibrio la espiritualidad del varón con la delicadeza de la mujer, constituye una sociedad defectuosa y con una manifiesta tendencia al desajuste psicológico de sus miembros. Un problema largamente debatido es el de la condición de la mujer en el mundo islámico, porque si se toma en cuenta lo que surge directamente de la enseñanza del Corán, suele ser algo distinto a eso que los usos y las costumbres impuestos por los entrecambios culturales ha logrado introducir en las modas de los árabes modernos. Ninguna persona que estudie hoy la condición que tiene la mujer occidental podría sostener que es una consecuencia directa de la enseñanza de la Iglesia Católica. El Corán, dentro del mundo árabe, significó para la mujer algunos cambios que moderaban, ventajosamente para ella, las prácticas abominables que padecía bajo el régimen del animismo idólatra. Esto explica, en alguna medida, que las mujeres árabes aceptaron el Corán como un alivio de su esclavitud.


La antigua ley hebrea admitió la poligamia en algunas circunstancias excepcionales, pero puso claramente de manifiesto, en toda su enseñanza y en el ejemplo de los primeros padres, que el matrimonio monogámico era lo que Dios quería que fuera la unión del hombre y de la mujer, porque era lo que mejor respondía a las exigencias más nobles de nuestra naturaleza. El autor del Corán vio en las costumbres sexuales de los árabes una dificultad muy grande para poder llevarlos, sin otras precauciones, a abrazar un ideal conyugal que contrariaba tan fuertemente sus instintos y sus prácticas. La concesión, bien fundada en la Biblia y en la antigua codificación legal de Hammurabi, de no exceder las cuatro mujeres que Yavé otorgó a Jacob fue aceptada como una limitación ejemplar, pero generosamente superada por todos los musulmanes que podían darse el lujo de un "harem" bien surtido. Lo grave, en el caso de la mujer musulmana, era la situación de su alma después de la muerte. ¿Participa también de todos los placeres que esperan al verdadero creyente, especialmente si ha muerto en guerra santa? Ninguna de las descripciones que hace el Corán del Paraíso autoriza a pensar que las mujeres tengan alguna participación de sus goces, y habría que pensar en una desviación muy grande de la natural orientación del sexo femenino para que éstas hallaran en las "huríes" una modesta compensación de sus fatigas terrenas. Dejamos expresamente de lado a los jóvenes gitones "como perlas" que escancian las copas de los guerreros y se ofrecen generosos a su concupiscencia inextinguible, porque no parecen especialmente adecuados para alimentar las ilusiones eróticas del serrallo. No negamos que existe en el Islam una poesía amatoria de lengua árabe capaz de concurrir con éxito en el Parnaso de otras lenguas, pero resulta algo difícil hallar su fuente de inspiración en el libro atribuido a Muhammad, a no ser que los sueños anticipados sobre el Paraíso constituya la quinta esencia de este erotismo trascendente.

Ite Missa Est

29 DE DICIEMBRE
SANTO TOMAS, ARZOBISPO DE
CANTORBERY Y MARTIR


MÁRTIR DE LA LIBERTAD DE LA IGLESIA. — Un nuevo Mártir viene a reclamar su puesto junto a la cuna del Niño Dios. No pertenece a los primeros tiempos de la Iglesia; su nombre no figura en los libros del Nuevo Testamento, como los de Esteban, Juan y los Niños de Belén. No obstante eso, ocupa uno de los primeros puestos en esa legión de Mártires que no cesa de crecer en todos los siglos, y que prueba la fecundidad de la Iglesia y la inmortal pujanza que la ha comunicado su divino autor. Este glorioso Mártir no dio su sangre por la fe; no fué llevado ante los paganos o los herejes, para confesar los dogmas revelados por Jesucristo y proclamados por la Iglesia. Le sacrificaron manos cristianas; su sentencia de muerte la dictó un rey católico; fue abandonado y maldecido por muchos de sus hermanos en su propia tierra. Pues, entonces, ¿cómo fué mártir? ¿Cómo mereció la palma de Esteban? Es Mártir de la libertad de la Iglesia.

SU VOCACIÓN AL MARTIRIO.  — En realidad, todos los fieles son llamados a la honra del martirio, y a confesar los dogmas cuya iniciación recibieron en el bautismo. Hasta ahí se extienden los derechos de Cristo que los adoptó. Cierto que, este testimonio no a todos se les exige; pero todos deben estar dispuestos a darlo, bajo pena de la misma muerte eterna de que Cristo los redimió. Con mayor razón se les impone este deber a los pastores de la Iglesia; es la garantía de la enseñanza que predican a su grey: y así los anales de la Iglesia están llenos en todas sus páginas de los nombres heroicos de innumerables santos Obispos, que abnegadamente regaron con su sangre el campo que sus manos habían fecundado, dando de este modo el mayor grado de autoridad posible a su palabra. Pero, aunque los simples fieles estén obligados a pagar esta gran deuda de la fe, hasta con el derramamiento de su sangre; aunque deban confesar, aun a costa de toda clase de peligros, los lazos sagrados que los unen a la Iglesia, y por ella a Jesucristo, los pastores tienen además otro deber que cumplir, el de defender la libertad de la Iglesia. Esta frase Libertad de la Iglesia suena mal a los oídos de los políticos. Inmediatamente ven en ella el anuncio de una conspiración; el mundo, por su parte, encuentra ahí un motivo de escándalo, y repite esas enfáticas palabras: ambición sacerdotal; las personas tímidas comienzan, a temblar, y os dicen que mientras no se ataque a la fe, no hay nada en peligro. A pesar de todo eso, la Iglesia coloca en los altares, y pone en compañía de San Esteban, de San Juan, y de los santos Inocentes, a este Arzobispo inglés del siglo XII, degollado en su Catedral por haber defendido los derechos públicos del sacerdocio. La Iglesia se complace en esa bella frase de San Anselmo, uno de los predecesores de Santo Tomás; Dios no ama nada tanto en este mundo como la libertad de su  santa iglesia y la Santa Sede, en el siglo XIX lo mismo que en el siglo xn, exclama por boca de Pío VIII como lo hacía por la de San Gregorio VII: "La Iglesia, Esposa sin mancha del Cordero inmaculado es LIBRE por intuición divina, y no está sometida a ningún poder terreno'".

LA LIBERTAD DE LA IGLESIA. — Ahora bien, esta sagrada libertad consiste en la completa independencia de la Iglesia frente a todo poder secular, en el ministerio de la palabra divina, que debe poder predicar, como dice el Apóstol, a tiempo y a destiempo, y a toda clase de persona, sin distinción de naciones, de razas, de edad, ni de sexo; libertad en la administración de los Sacramentos, a los que debe llamar a todos los hombres sin excepción alguna, para salvarlos a todos: libertad en la práctica de los preceptos y también de los consejos evangélicos sin intervención alguna extraña; en sus relaciones, exentas de toda traba, con los diversos grados de su divina jerarquía; en la publicación y aplicación de sus normas disciplinares; en la conservación y desarrollo de sus instituciones; en la propiedad y administración de su patrimonio temporal; libertad, Analmente, en la defensa de los privilegios que la misma autoridad civil la ha reconocido como medio de garantizar su bienestar y el respeto debido a su ministerio de paz y de caridad entre los hombres. Esa es la libertad de la Iglesia: y ¿quién no ve que es baluarte del mismo santuario; y que todo ataque dirigido a ella puede poner en peligro a la jerarquía y hasta al mismo dogma? El Pastor, debe, pues, por oficio, defender esta santa Libertad: no debe huir, como el mercenario: ni callarse, como esos canes mudos que no saben ladrar, de los cuales habla Isaías. (LVI, 10). Es el centinela de Israel; no debe esperar a que el enemigo se introduzca en la plaza, para lanzar el grito de alarma, y para ofrecer sus manos a las cadenas y su cabeza a la espada. La obligación de dar la vida por sus ovejas comienza para él en el momento en que el enemigo asedia aquellas posiciones avanzadas de cuya seguridad depende la tranquilidad de toda la ciudad. Y si esta tenacidad lleva consigo graves consecuencias, entonces puede acordarse de aquellas bellas palabras de Bossuet, en su sublime Panegírico de Santo Tomás de Cantorbery, que quisiéramos poder trasladar aquí todo entero: "Es una ley establecida, dice, que la Iglesia no puede gozar de ningún privilegio que no la cueste la muerte de sus hijos, y que, para mantener sus derechos, ha de derramar su sangre. Su Esposo la conquistó con la sangre que derramó por ella, y quiere que ella compre a un precio semejante las gracias que la concede. Merced a la sangre de los Mártires extendió sus conquistas más allá de los límites del imperio romano; su sangre la alcanzó la paz de que gozó bajo los emperadores cristianos, y la victoria que logró sobre los emperadores paganos. Es, pues, evidente que necesitaba sangre para el afianzamiento de su autoridad como la había necesitado para establecer su doctrina: era necesario que la disciplina eclesiástica, lo mismo que la fe, tuviera sus Mártires".

LO ESENCIAL EN EL MARTIRIO. — En el caso presente de Santo Tomás, como en el de otros muchos Mártires de la Libertad de la Iglesia, no se trata de considerar la flaqueza de los medios de que se sirvieron para rechazar los atropellos de los derechos eclesiásticos. Lo esencial en el martirio está en la sencillez unida a la fortaleza; por eso pudieron recoger tan bellas palmas simples fieles, jóvenes doncellas y niños. Dios ha puesto en el corazón del cristiano un elemento de resistencia humilde sí, pero inflexible, que vence siempre a cualquier otra fuerza. ¡Qué inviolable fidelidad infunde el Espíritu Santo en el alma de sus pastores, cuando los consagra por Esposos de su Iglesia, haciéndolos muros inexpugnables de su amada Jerusalén! "Tomás, dice aún el obispo de Meaux, no cede ante la maldad, so pretexto de que está bajo el amparo de un brazo real; al contrario, viendo que sale de un lugar tan prominente, desde el cual puede desarrollarse con más fuerza, se cree más obligado a enfrentarse con ella, como un dique que se eleva tanto más, cuanto más se encrespan las olas." Mas ¿es posible que perezca el Pastor en esta lucha? Sin duda, puede alcanzar este insigne honor. En su lucha contra el mundo, en esa victoria que Cristo alcanzó para nosotros, derramó su sangre y murió sobre una cruz; los Mártires también murieron; y la Iglesia, regada con la sangre de Jesucristo, consolidada con la sangre de los Mártires, no puede prescindir tampoco de ese saludable baño que reanima su vigor y constituye su real púrpura. Así lo comprendió Tomás; y ese hombre, que supo mortificar sus sentidos con una continua penitencia y crucificar sus afectos en este mundo por medio de toda clase de privaciones y adversidades, tuvo en su corazón ese valor sereno, y esa extraordinaria paciencia, que disponen al martirio. En una palabra, recibió el Espíritu de fortaleza y permaneció fiel a él.

LA FORTALEZA. — "En el lenguaje eclesiástico, continúa Bossuet, la fortaleza tiene otro sentido que en el lenguaje del mundo. La fortaleza, según el mundo, llega hasta el ataque; la fortaleza, según la Iglesia, se contenta con sufrirlo todo: ahí están sus límites. Oíd al Apóstol San Pablo: Nondum usque ad sanguinem restitistis; como si dijera: No habéis sufrido hasta el extremo, porque no habéis llegado a derramar vuestra sangre. No dice hasta el ataque, ni hasta derramar la sangre de vuestros enemigos, sino la vuestra propia. "Por lo demás, Santo Tomás no abusa de estas enérgicas máximas. No echa mano de esas apostólicas armas, por orgullo, para sobresalir en el mundo: las emplea como un escudo necesario en una extrema necesidad de la Iglesia. La fortaleza del santo Obispo no depende, por tanto, de la ayuda de sus amigos, ni de intrigas diplomáticas. No pretende hacer gala ante el mundo de su paciencia, para hacer a su perseguidor más odioso, ni emplea recursos secretos para soliviantar los ánimos. Solamente cuenta con las oraciones de los pobres y los suspiros de los huérfanos y viudas. He ahí decía San Ambrosio, los defensores de los Obispos; he ahí su guardia, he ahí sus ejércitos. Es fuerte, porque tiene un alma que no sabe temer ni murmurar. Puede decir con verdad a Enrique de Inglaterra, lo que Tertuliano decía, en nombre de toda la Iglesia a un magistrado del Imperio, gran perseguidor de los cristianos: Non te terremus, qui nec timemus. Aprende a conocernos y mira qué clase de hombre es el cristiano: No tratamos de intimidarte, pero somos incapaces de temerte. No somos ni temibles ni cobardes: no somos temibles, porque no sabemos conspirar; no somos cobardes porque sabemos morir."

MARTIRIO DE SANTO TOMÁS Y SUS CONSECUENCIAS. — Pero dejemos aún la palabra al elocuente sacerdote de la Iglesia francesa, llamado él también a la dignidad del episcopado al año siguiente de haber pronunciado este discurso; oigamos cómo nos relata la victoria de la Iglesia, en la persona de Santo Tomás de Cantorbery: "Prestad atención, oh cristianos: si hubo alguna vez un martirio semejante en todo a un. sacrificio, fué el que os voy a presentar. Mirad los preparativos: el Obispo se halla en la iglesia con su clero; están ya revestidos. No hay que buscar muy lejos la víctima: el santo Pontífice está preparado y él es la víctima elegida por Dios. De manera que todo está dispuesto para el sacrificio; ya veo entrar en la iglesia a los que han de dar el golpe. El santo varón se dirige a su encuentro, imitando a Jesucristo, y para asemejarse más a este divino modelo, prohíbe a su clero toda resistencia, contentándose con pedir seguridad para los suyos. Si a mí me buscáis, dijo Jesús, dejad a estos en paz. Después de estos preámbulos y llegada la hora del sacrificio, mirad cómo comienza Santo Tomás la ceremonia. Víctima y Pontífice al mismo tiempo, presenta su cabeza y ora. He aquí los solemnes votos y las místicas palabras de este sacrificio: Et ego pro Deo mori paratus sum, et pro assertione justitiae, et pro Ecclesiae libértate dummodo effusione sanguinis mei pacem et libertatem consequatur. Estoy dispuesto a morir, dice, por la causa de Dios y de su Iglesia; y lo único que deseo, es que mi sangre logre para ella la paz y la libertad que se pretende arrebatarla. Se arrodilla ante Dios; y, así como en el solemne sacrificio invocamos a nuestros santos intercesores, tampoco él omite una parte tan importante de esta sagrada ceremonia: y así; invoca a los santos Mártires y a la santísima Virgen en amparo de la Iglesia oprimida; no habla más que de la Iglesia, la lleva en el corazón y en los labios; y derribado en el suelo por el golpe del verdugo su lengua yerta e inanimada parece todavía repetir el nombre de la Iglesia." Así consumó su sacrificio este gran Mártir, este modelo de Pastores de la Iglesia; así consiguió la victoria que habrá de lograr la completa supresión de las malignas leyes con que se ponían trabas a la Iglesia y se la humillaba a los ojos de los pueblos. El sepulcro de Tomás llegará a ser un altar, y al pie de este altar podremos ver pronto a un rey penitente pidiéndole humildemente perdón. ¿Qué ha ocurrido? La muerte de Tomás ¿ha revolucionado a los pueblos? ¿Ha encontrado el santo vengador? Nada de eso. Ha bastado su sangre. Entiéndase bien: los fieles no contemplarán nunca fríamente la muerte de un pastor inmolado en aras de su deber, y los gobiernos que se atreven a hacer Mártires, sufrirán siempre las consecuencias. Por haberlo comprendido instintivamente, las artimañas de la política se han refugiado en sistemas de opresión administrativa, con el fin de lograr hábilmente el secreto de la guerra emprendida contra la libertad de la Iglesia. De ahí que hayan inventado esas cadenas, flojas al parecer pero inaguantables, que oprimen hoy día a tantas Iglesias. Ahora bien, es propio de la naturaleza de esas cadenas el no desatarse nunca; es necesario romperlas, y quien las rompiere tendrá una gran gloria en la tierra y en el cielo, porque su gloria será la del martirio. No será cuestión de pelear por medio del hierro, ni de parlamentar con la política, sino cuestión de resistir de frente y sufrir con paciencia hasta el final. Escuchemos por última vez a nuestro gran orador, que pone de relieve ese sublime elemento que aseguró el triunfo a la causa de Santo Tomás: "Mirad, hermanos míos, qué defensores encuentra la Iglesia en medio de su debilidad, y cuánta razón tiene en exclamar con el Apóstol: Cum infirmor, tune potens sum. Precisamente, esa su afortunada debilidad es la que la procura esa ayuda invencible, y la que arma a favor suyo a los más esforzados soldados y a los más poderosos conquistadores del mundo, quiero decir, a los santos Mártires. Quien no acate la autoridad de la Iglesia, tema esta sangre preciosa de los Mártires, que la consagra y la defiende." Pues bien, toda esa fortaleza, todos esos triunfos, tienen su origen en la cuna del Niño Dios; por eso se encuentra ahí Santo Tomás al lado de San Esteban. Era necesario que apareciese un Dios anonadado, una tan excelsa manifestación de humildad, de constancia y de flaqueza a lo humano, para abrir los ojos de los hombres sobre la esencia de la verdadera fortaleza. Hasta entonces no se había imaginado otra fuerza que la de los conquistadores por la espada, otra grandeza que la del oro, otra honra que la del triunfo; ahora, todo ha cambiado de aspecto, al aparecer Dios en este mundo, pobre, perseguido y sin armas. Se han dado corazones ansiosos de amar antes que nada las humillaciones del pesebre; y allí se han abrevado en el secreto de una grandeza de alma, que el mundo, a pesar de lo que es, no ha podido menos de sentir y admirar. Es pues justo, que la corona de Tomás y la de Esteban entrelazadas, aparezcan como doble trofeo, al lado de la cuna del Niño de Belén; y en cuanto al santo Arzobispo, la divina Providencia le señaló muy bien su lugar en el calendario, permitiendo que fuera inmolado al día siguiente de la fiesta de los santos Inocentes, para que la Santa Iglesia no tuviese duda alguna acerca del día en que convenía celebrar su memoria. Guarde, pues, ese puesto tan glorioso y tan querido de toda la Iglesia de Jesucristo; y sea su nombre, hasta el fin de los tiempos, el terror de los enemigos de la libertad de la Iglesia y la esperanza y el consuelo de los amantes de esa libertad, que Cristo alcanzó con su sangre.

VIDA: Santo Tomás Becket nació en Londres el 21 de diciembre de 1117. Archidiácono de Cantorbery, y luego canciller de Inglaterra en 1154, sucedió en 1162 al arzobispo Thibaut. Se opuso con energía a las pretensiones de Enrique II que quería legislar contra los intereses y la dignidad de la Iglesia; tuvo que huir de su país en 1164. Después de su estancia en Pontigny donde recibió el hábito cisterciense y en Sens, pudo volver a entrar en Inglaterra en 1170, gracias a la intervención del Papa Alejandro III; pero fue para recibir allí la palma del martirio en su iglesia catedral, el 29 de diciembre de 1170. Alejandro III le canonizó el 21 de febrero de 1173.

El siglo XVI vino a aumentar la gloria de Santo Tomás, cuando el enemigo de Dios y de los hombres, Enrique VIII de Inglaterra, se atrevió a perseguir con su tiranía al Mártir de la Libertad de la Iglesia hasta en la misma magnífica urna donde desde hace cuatro siglos recibía los homenajes de veneración del mundo cristiano. Las sagradas reliquias del Pontífice degollado por la justicia, fueron retiradas del altar; se incoó un monstruoso proceso contra el Padre de la patria, y una impía sentencia declaró a Tomás reo de lesa majestad. Sus preciosos restos fueron puestos sobre una pira, y en este segundo martirio, el fuego devoró los gloriosos despojos del hombre sencillo y valiente, cuya intercesión atraía sobre Inglaterra las miradas y la protección del cielo. Era justo que el país habría de perder la fe por asoladora apostasía, no guardara consigo un tesoro cuyo valor no era ya apreciado; además la sede de Cantorbery había sido profanada. Crammer se sentaba en la cátedra de Agustín, de Dunstano, de Lanfraneo, de Anselmo y de Tomás; y el santo Mártir, mirando a su alrededor no encontró entre sus hermanos más que a Juan Fischer, quien consintió en seguirle hasta el martirio. Pero este último sacrificio, por muy glorioso que fuese no salvó nada. Hacía mucho tiempo que la libertad de la Iglesia había fenecido en Inglaterra, la fe debía también extinguirse.


¡Oh glorioso Mártir Tomás, defensor invicto de la Iglesia de tu Señor! A ti acudimos en este día de tu fiesta, para honrar los dones maravillosos que el Señor depositó en tu persona. Hijos de la Iglesia, nos complacemos contemplando al que tanto la amó y que tuvo en tanta estima el honor de la Esposa de Cristo, que no temió dar su vida para asegurar su independencia. Por haber amado así a la Iglesia, aun a costa de tu tranquilidad, de tu felicidad^ personal, de tu misma vida; por haber sido tu sublime sacrificio el más desinteresado de todos, la lengua de los malvados y de los cobardes se desató contra ti y tu nombre fué con frecuencia blasfemado y calumniado. ¡Oh verdadero Mártir, digno de absoluto crédito en su testimonio pues sólo habla y resiste en contra de sus propios intereses terrenos! ¡Oh Pastor asociado a Cristo en el derramamiento de la sangre y en la liberación de la grey!, queremos resarcirte del menosprecio que te prodigaban los enemigos de la Iglesia; queremos amarte más que lo que ellos, en su impotencia, te odiaron. Te pedimos perdón por los que se avergonzaron de tu nombre, mirando tu martirio como un escándalo en los Anales de la Iglesia. ¡Cuán grande es tu gloria, oh fiel Pontífice, al ser escogido con Esteban, Juan y los Inocentes para acompañar a Cristo en el momento de su entrada en este mundo! Bajado a la arena sangrienta a la hora undécima, no perdiste el galardón que recibieron tus hermanos de la primera hora; antes bien, eres grande entre los Mártires. Eres, pues, poderoso sobre el corazón del divino Niño que nace en estos mismos días para ser Rey de los Mártires. Haz que, con tu asistencia, podamos llegar hasta él. Como tú, nosotros también queremos amar a su Iglesia, a esa su querida Iglesia, cuyo amor le ha obligado a bajar del cielo, a esa Iglesia que tan dulces consuelos nos depara en la celebración de los excelsos misterios a los que se halla tan gloriosamente ligada tu memoria. Consíguenos la fortaleza necesaria para que no nos asustemos ante ningún sacrificio, cuando se trate de honrar nuestro glorioso título de Católicos. Prométele de nuestra parte al Niño que nos ha nacido, a Aquel que ha de llevar sobre sus hombros la Cruz en señal de realeza, que, con la ayuda de su gracia, no nos escandalizaremos nunca de su causa, ni de sus campeones; que, dentro de la sencillez de nuestra devoción a la Santa Iglesia a quien nos h a dado por Madre, pondremos siempre sus intereses sobre todos los demás; porque sólo ella tiene palabras de vida eterna, sólo ella tiene el secreto y la autoridad para llevar a los hombres hasta ese mundo mejor que es nuestro único fin, el único que no pasa, mientras que todos los intereses terrenos no son más que vanidad, ilusión, y frecuentemente obstáculos al verdadero fin del hombre y de la humanidad. Pero, para que esta Santa Iglesia pueda realizar su misión y salir triunfante de tantos lazos como se la tienden por todos los caminos de su peregrinación, tiene ante todo necesidad de Pastores que se parezcan a ti, ¡oh Mártir de Cristo! Ruega, pues, para que el Señor de la viña envíe obreros capaces no sólo de cultivar y de regar, sino también de defenderla de las raposas y del jabalí, que según las Sagradas Escrituras, no cesan de introducirse en ella para devastarla. Vuélvase cada día más potente la voz de tu sangre en estos tiempos de anarquía, en los cuales la Iglesia de Cristo se halla esclavizada en muchos lugares de la tierra, a los que pretendía libertar. Acuérdate de la Iglesia de Inglaterra, que tan lamentablemente naufragó, hace tres siglos, con la apostasía de tantos prelados, víctimas de aquellas mismas ideas que tú combatiste hasta la muerte. Tiéndela la mano, ahora que parece levantarse de sus ruinas, olvida las injurias hechas a tu memoria, al caer la Isla de los Santos en el abismo de la herejía. Finalmente acude en ayuda de la Esposa de Jesucristo, allí donde de cualquier modo se halle comprometida su libertad, asegurándola con tus oraciones y ejemplos un triunfo completo.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

LA RELIGIÓN DEMOSTRADA LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA - por P. A. HILLAIRE

NATURALEZA DE LA RELIGIÓN:
CULTO INTERNO, EXTERNO Y PÚBLICO


66. P. ¿Cuáles son los elementos esenciales de toda religión?
R. Hay tres elementos esenciales que integran el fondo de toda religión. Todas tienen verdades que creer, leyes que guardar y un culto que rendir a Dios. Tres palabras expresan estos tres elementos: dogma, moral y culto. La religión es el conjunto de los deberes del hombre para con Dios. El hombre debe a su Creador el homenaje de sus diferentes facultades. Debe emplear su inteligencia en conocerle, su voluntad, en conservar sus leyes, su corazón y su cuerpo, en honrarle con un culto conveniente. Tal es la razón íntima de estos tres elementos esenciales de toda religión.

67. P. ¿Cómo manifiesta el hombre su religión?
R. Las relaciones del hombre con Dios deben traducirse por sentimientos interiores y por actos exteriores, que toman el nombre de culto. El culto es el homenaje que una criatura rinde a Dios. Consiste en el cumplimiento de todos sus deberes religiosos. Hay tres clases de cultos: el culto interno, el externo y el público o social. Estos tres cultos son necesarios. La religión no es una ciencia puramente teórica; no basta reconocer la grandeza de Dios y los lazos que nos unen a Él: debe haber, de parte del hombre, un homenaje real de adoración, de respeto y de amor hacia Dios: eso es el culto. Debemos honrar, respetar a todas las personas que son superiores a nosotros, ya por sus méritos, ya por su dignidad, ya por su poder. El culto es el honor, el respeto, la alabanza que debemos a Dios. El culto, pues, no es otra cosa que el ejercicio o la práctica de la religión que ciertos autores definen: El culto de Dios:

1° El culto interno consiste en los homenajes de adoración, de amor, de sumisión que nuestra alma ofrece a Dios, sin manifestarlos exteriormente por actos sensibles. Este culto interno constituye la esencia misma de la religión; por consiguiente, es tan necesario y tan obligatorio como la religión misma. Un homenaje exterior cualquiera, que no dimane de los sentimientos del alma, no sería más que una demostración hipócrita, un insulto más que un homenaje. Dios es espíritu, y ante todo, quiere adoradores en espíritu y en verdad. El primer acto de culto interno es hacer todas las cosas por amor de Dios; referirlo todo a Dios es un deber, no sólo para las almas piadosas, sino también para todos los hombres que quieran proceder de acuerdo con las leyes de la razón, porque ésta nos dice que, siendo servidores de Dios, debemos hacerlo todo para su gloria.

2° El culto externo consiste en manifestar, mediante actos religiosos y sensibles, los sentimientos que tenemos para con Dios. Es la adoración del cuerpo, que junta las manos, se inclina, se prosterna, se arrodilla, etc., para proclamar que Dios es el Señor y Dueño. Así, la oración vocal, el canto de salmos e himnos, las posturas y ademanes suplicantes, las ceremonias religiosas, los sacrificios son actos de culto externo. Estos actos suponen los sentimientos del alma, y son con relación a Dios, las señales de respeto y de amor que un hijo da a su padre.

3° El culto público no es más que el culto externo rendido a Dios, no por un simple particular, sino por una familia, por una sociedad, por una nación. Este es el culto social. Ciertos deístas pretenden elevarse por encima de las preocupaciones populares, no aceptando más culto que el del pensamiento y del sentimiento, ni más templo que el de la naturaleza. Tienen, según ellos, la religión en el corazón, y rechazan como inútil todo culto externo y público. Nada más falso que esta teoría, conforme se probará en las dos siguientes preguntas.

68. P. ¿Es necesario el culto externo?
R. Sí; el culto externo es absolutamente necesario por varios motivos:

El cuerpo es obra de Dios como el alma; es junto, por tanto, que el cuerpo tome parte en los homenajes que el hombre tributa a Dios.

El hombre debe rendir a Dios un culto conforme con su propia naturaleza; y como es natural al hombre expresar, mediante signos sensibles, los sentimientos interiores que experimenta, el culto externo es la expresión necesaria del culto interno.

El culto externo es un medio de sostener y desarrollar el interno. A no ser por las exterioridades de la religión y sus prácticas, la piedad interior desaparecería y nuestra alma no se uniría nunca a Dios.

a) Mediante el culto externo, el hombre rinde homenaje de la Creación entera, cuyo pontífice es. Se prosterna para adorarle, edificando iglesias, adornando santuarios, el hombre asocia la materia al culto del espíritu y, por su intermedio, la creación material rinde a su Criador un legítimo homenaje.

b) El culto externo es natural al hombre. Este, como hemos visto, es un compuesto de dos substancias, tan estrechamente unidas entre sí, que no puede experimentar sentimientos íntimos sin manifestarlos exteriormente. La palabra, las líneas del rostro, los gestos expresan naturalmente lo que sucede en su alma. El hombre no puede, pues, tener verdaderos sentimientos religiosos que vayan dirigidos a Dios, si no los manifiesta por medio de oraciones, cánticos y otros actos sensibles. El hombre que vive sin religión exterior, demuestra, por eso mismo, que carece de ella en su corazón. ¿Qué hijo, penetrado de amor y de respeto para con sus padres, no manifiesta su piedad filial?...

c) Hay más todavía: el culto externo es un medio eficaz para desarrollar el culto interno. El alma, unida al cuerpo, lucha con grandísimas dificultades para elevarse a las cosas espirituales sin el concurso de las cosas sensibles. Ella recibe las impresiones de lo exterior por conducto de los sentidos. La belleza de las ceremonias, los emblemas, el canto, etc., contribuyen a despertar y avivar los sentimientos de religión. Que un hombre deje de arrodillarse ante Dios, que omita la oración vocal, que no frecuenta la iglesia, y bien pronto dejará de tener religión en su alma. Lo averigua la experiencia. Con razón se ha dicho: “Querer reducir la religión a lo puramente espiritual, es querer relegarla a un mundo imaginario”.

69. P. ¿Es necesario el culto público?
R. Sí; es culto público es necesario.

Dios es el Creador, el Conservador y el dueño de las sociedades y de los
individuos. Por estos títulos, las sociedades le deben homenaje social y, por consiguiente, público de sumisión.

El culto público es necesario para dar a los pueblos una idea elevada de la religión y de los deberes que impone.

Es un medio poderoso para conservar y aumentar en todos los hombres el amor a la religión. El ejemplo arrastra, y nada es tan eficaz como el culto público para hacer popular la religión. Fuera de eso, el género humano ha reconocido siempre la necesidad del culto público, como lo prueban las fiestas, los templos, los altares establecidos en todos los pueblos.

Dios ha hecho al hombre sociable; no vive, ni crece, ni se conserva sino en la sociedad. Sus necesidades, sus facultades, sus inclinaciones, todo en el hombre justifica estas palabras del Creador: No es bueno que el hombre esté solo. De ahí la institución de la familia o sociedad doméstica; y también la de la sociedad civil que no es otra cosa que la prolongación de la familia. Un particular debe adorar a Dios en su corazón y expresar, mediante actos exteriores, los sentimientos de su alma: su naturaleza lo requiere así. Cada sociedad, compuesta de un cierto número de individuos a los cuales de entre sí, constituye una persona moral, que tiene sus deberes para con Dios, puesto que de Él depende, como el individuo. Es la divina Providencia la que forma y dirige las familias y las sociedades, y las eleva o las deprime, según sean fieles o no a las leyes divinas. Necesita, pues, la sociedad de un culto público o social para dar gracias a Dios por los bienes que sus miembros reciben en común: el estado social del hombre lo pide.

Sin el culto público, Dios no recibe el debido honor, y los hombres no comprenden la importancia de la religión. En la sociedad civil, para infundir respeto a la autoridad, se emplea el culto civil. Cuando el Jefe de Estado pasa por una ciudad, se levantan arcos de triunfo, flotan las banderas al aire, las bandas ejecutan marchas, lo jefes militares, vestidos de brillantes uniformes, van a saludar al gobernante, y las muchedumbres le aclaman Pues bien, el primer Jefe de Estado, el  Soberano de los soberanos es Dios. ¿Podrá el hombre negarle aquellos homenajes públicos y solemnes que rinde a sus representantes en la tierra? No, no; el culto público es necesario.

El culto público es el medio más eficaz para desarrollar los sentimientos religiosos. Suprimid en el hogar doméstico la oración en común, las buenas lecturas, el canto de plegarias, gozos e himnos, las imágenes sagradas, etc., y muy pronto los miembros de la familia dejarán de pensar en Dios. Entonces, el hijo pierde el respeto al padre; la hija a la madre; la unión, los afectos y atenciones mutuos dejan de existir¡ Qué triste y desgraciada es una familia sin religión!... En la sociedad civil, ¿hay algo más conmovedor que ver reunidos en torno del mismo altar a los gobernantes y a los gobernados, a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, formando una sola familia, arrodillada, delante del mismo padre?... El ejemplo ejerce una gran influencia y es soberanamente eficaz para excitar en alma el pensamiento y el amor de Dios.

Suprimid las iglesias, las asambleas, las fiestas, la solemne voz de la campana, las cruces erigidas en las plazas, y millones de hombres ya no verán nada que les obligue a decir: He aquí a tus hermanos que piensan en Dios; es menester que tú también pienses en Él. ¡Qué distinta una parroquia piadosa, de un barrio impío, donde nada recuerda a Dios y su culto!... Si prescindís del culto público, ¿de qué medio te valdréis para movilizar a las masas? Del teatro, de los clubs, de los cafés, de los lugares de orgías Cerrad  las iglesias y las capillas, y en seguida os veréis obligados a construir cárceles. Desterrad la religión de las calles y plazas públicas, prohibiendo las procesiones, y no tardarán en verse frecuentadas por otras procesiones de gentes que, por cierto, no es santa El culto público, por consiguiente, no es tan sólo un deber, sino también una cuestión de vida o muerte para la sociedad doméstica o civil.

70. P. ¿Qué se necesita para el culto externo y público?
R. Para el culto externo y público se necesitan la oración, los edificios sagrados, las ceremonias, un sacerdocio y días consagrados al culto. Estos cinco elementos se hallan en todos los pueblos.

1º Se necesita de la oración. Ella es una parte esencial del culto: con la oración se adora a Dios, se le alaba, se le dan gracias, se le ama, se le implora. De esta suerte, la oración incluye el ejercicio de las más excelentes virtudes: la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, la confianza, la oración honra todas las perfecciones divinas: el poder, la sabiduría, la bondad de Dios. La oración es la primera necesidad de nuestra flaqueza, el primer grito del dolor y de la desgracia. Es un instinto que Dios ha puesto en nosotros; el mundo ha rezado siempre, y a pesar de los sofismas de la impiedad, el mundo no dejará nunca de rezar. Nunca el hombre es tan grande como cuando se anonada ante el Creador para rendirle homenaje e implorar su socorro. “Yo creo, escribía Donoso Cortés, que los que rezan hacen más por el mundo que los que combaten, y que si el mundo va de mal en peor es porque hay más batallas que oraciones. Si nosotros pudiéramos penetrar en los secretos de Dios y de la historia, quedaríamos asombrados ante los prodigiosos efectos de la oración, aun en las cosas humanas. Para que la sociedad esté tranquila, se necesita un cierto equilibrio, que sólo Dios conoce, entre las oraciones y las acciones, entre la vida contemplativa y la vida activa. Si hubiera una sola hora de un solo día en que la tierra no enviara una plegaria al cielo, ese día y esa hora serían el último día y la última hora del universo”.

2º Se necesitan iglesias. Los edificios sagrados no son necesarios para Dios, porque todo el universo es su templo; pero lo son para el hombre, y los hallamos en todos los pueblos. En el templo estamos más recogidos, nos sentimos más cerca de Dios, rezamos en común, somos instruidos y excitados a la piedad por las ceremonias. Se necesitan casas especiales para los diversos servicios públicos: ministerios, palacios de justicia, casas consistoriales, escuelas, etc.; ¿y no se necesitarán iglesias donde el pueblo pueda reunirse para tributar a Dios un culto conveniente? Los edificios sagrados son tan necesarios para el culto, que los impíos comienzan a destruirlos, tan luego como tienen en sus manos el poder para perseguir a la religión. Si adornáis vuestros palacios, vuestras casas, vuestro monumentos públicos, con mucha más razón debéis adornar las iglesias, porque nada es demasiado hermoso para Dios.

3º Se necesitan las ceremonias. Ellas dan a los hombres una elevada idea de la majestad divina; estimulan y despiertan la piedad debilitada o dormida, y simbolizan nuestros deberes para con Dios y para con nuestros semejantes.

4º Se necesita un sacerdocio, es decir, presbíteros elegidos de entre los hombres para velar por el ejercicio del culto. Sucede con el culto lo que con las leyes: para asegurar el cumplimiento y aplicación de las mismas, se requiere jueces y magistrados; así también se requieren sacerdotes para vigilar por la conservación del culto y de las leyes morales. El sacerdote instruye, dirige, amonesta y preside los acontecimientos más importantes de la vida; él es quién, en nombre de todos, ofrece el sacrificio, acto el más importante del culto. 

En todas las religiones se hallan sacerdotes, señal clara de que todos los pueblos los han reconocido como necesarios. Si hay alguna religión que debiera prescindir de los sacerdotes, sería seguramente la protestante, puesto que no hace falta el sacerdote cuando no hay altar, cuando cada cristiano está facultado para interpretar la Biblia a su manera. Sin embargo, los protestantes tienen sus ministros, que, aunque desprovistos de todo mandato y autoridad, comentan el Evangelio. Los masones tienen sus logias, que vienen a ser su templo. Allí, con la aparatosa majestad de un pontífice, el venerable, revestido de ornamentos simbólicos, preside ritos y juramentos, que serían ridículos si no fueran satánicos. ¡Y los librepensadores!... Proclaman ferozmente a todos los vientos que no quieren culto ni sacerdotes; y después inventan el bautismo civil, el matrimonio civil, el entierro civil, etc., donde, en lugar del sacerdote católico, está el sacerdote del ateísmo, que parodia la liturgia y las oraciones de la Iglesia. ¡Tan cierto es que los hombres no pueden mudar la naturaleza de las cosas! No hay sociedad sin religión, ni religión sin culto, ni culto sin sacerdotes. Si no se adora a Dios, se adora a Satanás o a sus ídolos; si no se obedece al sacerdote de Dios, se obedece al sacerdote de Lucifer.

5º Se necesitan días especialmente consagrados al culto. Así como el hombre debe a Dios una porción del espacio, que le consagra edificando templos, también le debe una porción del tiempo, que le da consagrando al culto algunos días de fiesta. Todos los pueblos han tenido días festivos en honor de la divinidad, hecho extraño que sólo puede explicarse por la revelación primitiva. La división del tiempo en semanas, la santificación de un día cada siete, es una costumbre constantemente observada de todos los pueblos. “La semana, dice el incrédulo Laplace, circula a través de los siglos; y cosa muy digna de notarse es que sea la misma en toda la tierra”. El séptimo día se convierte en el día de Dios y en el día del hombre. Los pueblos cristianos lo llamaron domingo. Es el día en que Dios y el hombre se encuentran al pie de los altares y en que se establece entre ellos un santo comercio por el intercambio de plegarias y de gracias. Si no existiera el domingo, el hombre olvidaría que hay un cielo eterno que debemos ganar, un alma que debemos salvar, un infierno que debemos evitar ¿Es acaso demasiado pensar en esto un día por semana? Faltando la institución del domingo, los habitantes de un pueblo no se reunirían nunca para alabar a Dios y rendirle culto público y social. El domingo trae aparejadas otras ventajas:

Es necesario para el cuerpo humano, porque éste se abatiría luego sin un día de reposo por semana.  


Es necesario a la familia, cuyos miembros no pueden reunirse más que ese día para gozar de las verdades y dulzuras de la vida. 3º Es necesario a la felicidad social, porque la Iglesia es la única escuela de fraternidad, de concordia y de unión de clases. Por esto, hacer trabajar al obrero el domingo, no es solamente un crimen contra Dios, sino también un ultraje a la libertad de conciencia y a la fraternidad social. Faltar a las prácticas del culto público equivale a profesar el ateísmo y la impiedad, además de constituir un grave escándalo para la propia familia y para los conciudadanos del que falta a tan sagrado deber.