CONCLUSIONES PRÁCTICAS
"SALIR INMEDIATAMENTE
Y A TODO
TRANCE DEL ESTADO DE PECADO
MORTAL"
TRANCE DEL ESTADO DE PECADO
MORTAL"
¿Qué conclusiones
prácticas vamos a sacar de todo esto, bondadoso y amado lector? Dios nos ha
revelado estas grandes verdades para inspirarnos un fuerte temor, el cual, en
unión de la fe, es la base de la salvación:
—temor
de la justicia y de los juicios de Dios;
—temor del pecado que
conduce al infierno;
—temor de la espantosa
condenación y maldición;
—de la desesperación sin
fin;
—de aquel fuego
sobrenatural que penetra a la vez las almas y los cuerpos;
—de aquellas sombrías
tinieblas;
—de la horrible compañía
de Satanás y de los demonios;
—y por fin, de la
eternidad inmutable de aquellas penas, justísimo castigo del condenado.
Ciertamente bueno y muy
bueno es tener una confianza sin límites en la misericordia; pero a la luz de
la verdadera fe la esperanza debe ir acompañada del temor; y si aquella debe dominar
siempre al último, es a condición de que subsista el temor, como los cimientos
de una casa, que dan fuerza y solidez a todo el edificio. Así el temor de la
justicia de Dios, del pecado y del infierno, debe apartar del edificio
espiritual de nuestra salvación toda vana presunción. El mismo Dios, que ha dicho:
"Nunca rechazaré a aquél que a Mí venga” ha dicho igualmente: "Obrad vuestra salvación
con temor y temblor”. Es menester temer santamente, para tener el derecho de
esperar santamente. En presencia de los abismos ardientes y eternos del
infierno, entra en ti mismo, amado lector; pero entra seriamente y de veras.
¿Dónde estás? ¿Estás en
estado de gracia? ¿Tienes sobre la conciencia algún pecado grave que, si te asaltase
de improviso la muerte, podría comprometer la eternidad? En este caso, créeme,
no vaciles en arrepentirte de todo corazón, y luego ve a confesarte hoy mismo, o
al menos en el primer instante que tengas libre. ¿Es necesario decirte en
presencia del infierno que ante este interés debe ceder cualquier otro, y que
es menester ante todo, entiéndelo bien, ante todo, asegurar la salvación? “¿De
qué sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” Nos dice a todos el Soberano Juez, ¿y qué
podrá aquél dar en cambio del alma? No aguardes para mañana lo que puedes hacer
hoy. ¿Estás seguro de que habrá para ti el día de mañana? Conocí en otro
tiempo, en una pequeña población de Normandía, a un pobre hombre, quien desde
su casamiento, es decir, desde hacía más de treinta años, se había dejado arrastrar de tal suerte por los negocios, por su pequeño comercio,
y, debemos también decirlo, por el atractivo de la taberna, que había acabado
por olvidar enteramente el servicio de Dios. No era malo; distaba mucho de
serlo. Habíanle atemorizado dos o tres pequeños ataques, pero desgraciadamente
no bastaron para volverlo al buen camino. Aproximábanse las fiestas de Pascua,
Lo encontró una tarde su párroco, y le habló de ellas con franqueza. “Padre, le
respondió, os agradezco vuestra bondad; pensaré en ello, os lo prometo a fuer
de hombre honrado. Si no fuera incomodaros, iré a hablar con vos dentro de
algunos días”. Al día siguiente se halló el cuerpo del pobre hombre en un
riachuelo cercano: al atravesarlo a caballo, había sido atacado de apoplejía, y
había caído al agua.
Hace dos años, en el barrio latino, un estudiante de veintitrés
años de edad, que desde su llegada a París, esto es, hacía cuatro años, se
había entregado al desorden con toda la fuerza de la juventud, recibía un día
la visita de uno de sus camaradas, tan bueno, tan puro como antes lo había sido
él mismo. Era un compatriota que iba a pedirle noticias de su país. Después de
un rato de conversación, se retiró éste; pero advirtiendo poco después que se
había dejado olvidado en casa del amigo uno de sus libros, se volvió y fue a
llamar a su puerta. Tiró de la campanilla, pero nadie le respondió, y sin
embargo la llave estaba en la cerradura. Después de haber llamado de nuevo, entra... El desgraciado
estaba tendido en el suelo, y muerto. No hacía un cuarto de hora que su
compatriota lo había dejado: un aneurisma le había roto, según parecía, el corazón.
Encontráronse en su escritorio cartas abominables, y los únicos libros que
formaban su corta biblioteca eran de lo más obsceno. Podrían multiplicarse los
ejemplos de esta clase, sin contar los mil accidentes que cada día, por decirlo
así, hacen pasar repentinamente de la vida a la muerte; los accidentes de tren
y de diligencia, las caídas de caballo, las partidas de caza o pesca, los
naufragios, etc., demuestran con más elocuencia que todos los razonamientos,
que debemos estar siempre dispuestos a comparecer delante de Dios, que no debe
jugarse una eternidad por un puede ser, y que el hombre que estando en pecado
mortal no piensa en reconciliarse inmediatamente con Dios por medio del
arrepentimiento y de la confesión, es un loco que baila al borde de un abismo;
cien veces loco. “No comprendo, dice Santo Tomás, cómo un hombre en estado de pecado mortal es
capaz de reír y chancearse". Se expone a experimentar muy a su costa la
profundidad de estas espantosas palabras del apóstol San Pablo: “¡Es cosa
horrible caer en las manos del Dios vivo!”
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