LAS TOGAS ENSANGRENTADAS
Hay un verdadero
furor obgregonista. De antemano –como todas las actuales agitaciones políticas–
es preciso decir que ese furor es solamente político o para hablar con más
exactitud, es solamente de los políticos. Y son ellos –los políticos– los que
en estos instantes se muestran poseídos de ese furor. Y la metrópoli ha sido o
está siendo teatro de todas las ruidosas y artificiales manifestaciones hechas
en derredor de Obregón. Los arrebatos que padecen los obregonistas han llegado
al delirio, sobre todo en las últimas reuniones habidas en la capital de la
república. Pero por más que se ha querido y se quiere hacer aparecer esas
manifestaciones como la expresión más alta y genuina de la opinión pública,
todo el mundo sabe que no se trata más que del furor futurista desatado
exclusivamente por los políticos y entre los políticos. No hay otra cosa.
Obregón ha dicho
clara y terminantemente que en la tan delicada cuestión de que sea o no el
reelegido, espera el fallo solemne de la opinión pública. Obregón –al pronunciar
esas palabras– no ha hecho más que clavar sobre la frente del pueblo la saeta
afilada de la ironía. Porque nada ni tan alto, ni tan solemne, ni tan
definitivo como la significación de la tragedia. Y si bien es cierto, que los
revolucionarios se han empeñado en hacer –con vidas y con sangre– solamente
comedias; las vidas mojadas de sangre siempre han tenido y tendrán todo el
arrebato conmovedor y casi sagrado de la tragedia. Y la opinión pública en
punto a reelección, ya pronunció su fallo una vez. No lo volverá a pronunciar,
porque no querrá volverse a echarse debajo de los pies de los revolucionarios
para ser profanada.
Y la opinión
pública escribió su fallo con lo que hay más sagrado y respetable entre las
cosas puramente humanas. Ha escrito su fallo con los dedos empapados en su
propia sangre en medio de muchas de sus profundas y dolorosas tragedias. Más
claro: ha querido que su fallo tenga toda la alta, toda la inmensa solemnidad
de la sangre que enrojece la tragedia.
¿Para qué volver a
enunciar su fallo si ya está allí todo entero, inconfundible y avasallador
delante de todos los ojos? No es la opinión pública la que hablará, ni su fallo
lo que debe esperarse.
Lo que esperan los
vivos y los muertos que han sido autores y testigos de toda esa inmensa
tragedia con que la opinión pública expresó su indudable condenación de
Porfirio Díaz,[1]
sucesor primero de su maniquí Manuel González[2]
y más tarde sucesor de sí mismo, cuantas veces quiso y pudo, es saber si por
centésima vez los revolucionarios se atreven a intentar cambiar el significado
de aquella tragedia para reducirla a una vil y mezquina comedia. Esto es lo que
esperan los vivos y los muertos. Y esto es también lo que espera la opinión
pública. Ella ha guardado y guardará n profundo silencio frente al furor
obregonista.
No abrirá sus
labios para condenar ni para absolver a Obregón. Porque de antemano ha
condenado a Obregón sucesor de Calles y a Obregón sucesor de sí mismo. Porque
no hay diferencia entre reelegirse al día siguiente de haber sido presidente y
haber tenido la máquina administrativa en las manos y reelegirse varios años
después teniendo asidas irrompiblemente las manos que tienen el poder. No es
pues la sentencia de la opinión pública la que debe esperarse, porque
esperarla, después de haber sido escrita con sangre en cien páginas y con
millares de vidas desgarradas, es burlarse de la significación innegablemente
solemne y acerada de toda una inmensa tragedia cuya sangre moja aún muchas
manos y muchas frentes. Esperar un nuevo fallo es querer hacer de esa tragedia
una comedia infame y vulgar. El furor obregonista va para allá.
Intentará hacer una
comedia con los recuerdos de muchos muertos y la sangre y las amarguras de
muchos vivos; pero no lo conseguirá. Porque el sentido solemne de esa tragedia
lo defienden los recuerdos de los muertos y la sangre vertida por los vivos. Y
la opinión pública –como Marco Antonio,[3]
que para demostrar las iras de la muchedumbre no hizo más que levantar las
vestiduras desgarradas de César– no hará más que levantar todas las togas
ensangrentadas para condenar, por centésima vez, a todos los comediantes.
[1] DÍAZ,
Porfirio (1830-1915). General y político mexicano, fue presidente de la
República en 1876, de 1877 a 1880 y 1884 a 1911. Su gestión dictatorial provocó
una revolución.
[2] GONZÁLEZ,
Manuel (1833-1893). Militar mexicano, de escaso talento pero lealtad
incondicional a Porfirio Díaz, quien lo elevó, para utilizarlo, a la
Presidencia de México.
[3] MARCO
ANTONIO (83-30 a.C.). Militar romano, organizó el segundó triunvirato con
Octavio y Lépido (43). Aliado con Cleopatra de Egipto, se suicidó en el sitio
de Alejandría.
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