BAJO UNA SOLA BANDERA
Los católicos de
México hemos padecido y padecemos la gravísima enfermedad del individualismo.
En otros términos, nos aferramos demasiado a nuestros puntos de vista, a
nuestros programas personales, a la bandera que hemos levantado en un instante
de entusiasmo y de atrevimiento y no toleramos jamás que alguien toque nuestra
empresa, ni mucho menos que se les una y se les entronque en un movimiento
común. Esta enfermedad, que no merece otro nombre que el de individualismo
crónico y reconcentrado, aparte de ser una aberración imperdonable y una señal
inequívoca de orgullo, es una negación franca y abierta de la ley ineludible de
la cooperación que ha presidido y preside todos los días la vida humana, aun en
sus más imperceptibles manifestaciones. Bájese hasta la partícula de tierra más
insignificante y allí se encontrará la ley de la cooperación traducida en
admirable disciplina y jerarquía. Analícese la estructura complicada de los
vivientes y del Universo y allí aparecerá esa ley suprema en sus mismas manifestaciones:
disciplina, jerarquía, subordinación unidad. Pero nadie, como nosotros, se ha
empeñado y por espacio de largos años, en renegar y contradecir la ley suprema
que preside el orden y que le sirve de armadura, de oleaje impetuoso de
combate, de organización y de victoria a la vez. Y por esto nos encontramos
reducidos a la categoría ignominiosa de mendigos despojados por la revolución y
a la categoría aún más ignominiosa de esclavos delante de los perseguidores de
la Iglesia. Porque no hemos querido, no hemos sabido acatar la ley suprema de
la vida humana que es ley de solidaridad, de disciplina, de cooperación, de
subordinación y sobre todo de unidad, de manera que pensamientos, voluntades,
brazos, corazones, palabras, caracteres, individuos., grupos, en pocos
términos, todos: grandes y pequeños, sabios e ignorantes, hombres y mujeres,
niños y jóvenes y viejos nos prestemos con la docilidad misma con que todos los
días la vida amasa, bate, humedece, riega y modela nuestra carne y la sustancia
de nuestro espíritu, para sacar de allí, del crisol ardiente que purifica
sangre y carne y enciende el pensamiento y la palabra, el milagro radiante de
los grandes que sobrepujan a todos los demás. Basta pensar en que si en un
momento dado cualquiera de nuestros órganos se desarticula y se arranca del
conjunto de nuestro cuerpo, cae en el más desesperante, en el más agotante
raquitismo, para que se nos revele de un solo golpe de vista el hecho, hoy ya
indiscutible, de nuestra ignominia, nuestro empobrecimiento, nuestra debilidad
como individuos y como colectividad, en que nos ha venido a colocar nuestro
individualismo feroz, nuestro encastillamiento en nuestros programas
individuales y de campanario.
¿Cómo dar un paso
así, apoyados exclusivamente en nuestras propias fuerzas, en nuestra propia
personalidad, en nuestros programas, si se trata de una obra de reconquista
nacional y se necesita la colaboración entusiasta, uniforme, de todas las
energías del país? Sobre todo ¿cómo llegar a la victoria final sin tener una máquina
que llena todo el país, que tiene resortes extendidos hacia todos los rumbos,
de manera de poder mover la masa entera de las fuerzas de la nación o atacarlas
en un momento dado? Y nuestra derrota, nuestros desastres, la noche profunda de
nuestra ignominia, no arranca más que de allí: de nuestra idolatría por
nuestras opiniones, por nuestras empresas, por nuestras obras: hemos sido desde
este punto de vista víctimas de un liberalismo que a venido a negar audazmente
la ley de la unidad, de la transfusión vital, de la solidaridad humana, que es
ley suprema de progreso, de combate y de victoria. Y por haber negado esa ley,
por no haber sabido ni querido practicar dócilmente la disciplina, que en todas
partes se manifiesta y que Mauricio Barrés[1]
ha sabido presentar en un libro que lleva el nombre paradójico de El Culto del yo, hemos tenido que pagar
nuestra audacia, nuestro orgullo, nuestra ceguera, con la esclavitud que
padecemos, con el harapo de mendigos de la libertad que llevamos sobre nuestras
espaldas, con las cadenas que se hunden y escarban nuestro pensamiento y
nuestros huesos.
¿Seguiremos a pesar
de sentir todavía sobre nuestra frente la elocuencia atronadora de los hechos
embriagada de sangre y de humillación, encastillados en nuestro propio pensamiento,
en nuestros programa, en nuestra obra de ciudad o de campanario? ¿No tendremos
el valor necesario para borrar las fronteras que nosotros mismos hemos trazado
en nuestro derredor, para defender nuestro programa y no daremos un paso para
estrechar la mano de todos nuestros hermanos y para juntarnos en un haz único
que acabe con la esclavitud y la ignominia de cada uno y de todos, acabando con
nuestro aislamiento y con nuestros programas de exclusivismo de campanario?
Atrevámonos a romper esas fronteras, porque al otro lado de ellas está la única
bandera, que al ser la bandera de todos será la bandera de la victoria de
todos.
[1] BARRES,
Mauricio (1862-1923). Literato y novelista francés, abogado, académico,
diputado, da culto de yo y glorifica
el valor y la energía, al escepticismo crudo y a la ironía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario