MADERA DE HEROE
Hay en el corazón de nuestro pueblo mexicano un fondo de nobleza y de elevación moral que le lleva al desprecio mismo de la propia
vida, en servicio de una causa de cuya grandeza esté persuadido. Se refiere, que los oficiales del ejército francés, allá cuando la Intervención de su país en nuestra patria, fueron testigos del estoicismo con que los soldados
mexicanos sobrellevaban todas las privaciones inherentes al estado de guerra y
de su sonrisa ante la muerte misma, que recibían sin una queja ni rebelión alguna; y los franceses no salían de su estupor y admiración, y conocedores, como eran, del valor de un soldado, solían exclamar: "con soldados como los mexicanos, bien
dirigidos y formados, seríamos capaces de conquistar a todo el mundo en
poco tiempo".
Cierto, ese estado de alma, que pudiéramos llamar sin exageración, la virtud de la "fortaleza", puede, como
sucede con todas las virtudes, extremarse hasta convertirse en vicio; pero
cuando se mueve en torno de una causa verdaderamente noble y digna del hombre,
es sencillamente el fundamento del heroísmo. Por eso es doblemente reprobable el engaño de aquellos que persuaden a nuestro pueblo, humilde
e ignorante, de la justicia de una causa en la que ni ellos mismos creen,
aunque sirva admirablemente a sus intereses mezquinos de codicia o de política, y se aprovechan del estoicismo del mexicano, para
conseguir sus fines innobles. ¡Cuánto de esto hemos visto en la triste y larga historia
de nuestras revoluciones! Engañados así, han llegado muchos de nuestro! hermanos a la
temeridad y al crimen.
¡Con madera de héroes, han hecho carne de cañón o candidatos al cadalso! El agrarismo mexicano, que causó tantas ruinas a nuestra patria y segó tantas
vidas de nuestros hermanos, fue uno de tantos engaños
lamentables, pues no era otra cosa que una manifestación bien disfrazada del comunismo y de la conspiración anticristiana. Y buena prueba de ello es que los jefes de los
llamados agraristas, los unieron en muchas regiones de nuestra patria a los
perseguidores del catolicismo mexicano. Pero hace ya veinticinco años, se levantó un clamor inmenso de un extremo a otro de nuestro
país; un grito unánime resonaba en nuestras ciudades, nuestras
rancherías y nuestros campos: Viva Cristo Rey, Viva la Virgen de Guadalupe. Era
el lema glorioso de una causa santa y nobilísima, la
causa de Dios y de la fe cristiana, que los conspiradores de las "logias
iluminadas" querían destruir para siempre en México. ¿Qué haría el pueblo mexicano sin esa fe, que nos enseñaron nuestros padres y confirmó desde el
Tepeyac la misma Virgen bendita, y es el más fuerte
vínculo que a todos nos une y nos hace una nación de
grandes esperanzas para el porvenir? Y entonces salió a
relucir de una manera esplendorosa por todos los ámbitos de
México, con admiración y aplausos ardientes de las naciones
extranjeras, la fortaleza de los mexicanos que los llevó hasta el martirio.
En el pueblo de San Jerónimo, casi a medio camino por ferrocarril entre Tonila
y Colima, capital del Estado de este nombre, vivía una
familia humilde y pobre en bienes de fortuna, pero riquísima con el tesoro de las virtudes cristianas. Don Mariano Anguiano y
doña María Márquez Dávalos habían
cumplido como buenos padres cristianos el sacratísimo
deber de educar a sus varios hijos en toda honestidad y religión. De tres de ellos voy a hacer mención en
estas líneas: Miguel, Gildardo y José Mercedes. Estos, como toda la familia, eran de
madera de héroes, sencillamente. Creo que los tres muchachos de que hablo eran
seminaristas en Colima; ciertamente Miguel y José Mercedes
allí estudiaban. ¿Pensaban acaso en ser sacerdotes? Lo ignoro; lo
que sé es que Dios los quería para campeones de su causa en México. En Colima se unieron con gran amistad con otro joven valiente y
noble, predestinado como ellos al martirio, José Trinidad
Castro, presidente del grupo local de la A. C. J. M. Castro los llevó a la juvenil asociación, y convertido en apóstol, los
impulsaba, conforme a los estatutos de los acejotaemeros, a la práctica de todas las virtudes.
La vida piadosa y tranquila de las ciudades de provincia fue de pronto interrumpida
por las vejaciones contra los católicos de todo el país, y en
especial en Colima, primera tierra de mártires.
Los Anguiano, Dionisio Ochoa, Trinidad Castro, y todos los valientes jóvenes de la A.C.J.M. llevados varias veces a la cárcel, únicamente por ser católicos, se
alistaron en las filas de la Liga de Defensa Religiosa, y comenzaron la campaña pacífica, pero intensa, contra las arbitrariedades de
los conspiradores anticristianos. Se suspendieron los cultos en Colima, antes
que en el resto de la República; se clausuró el
Seminario; el Prelado de la Diócesis tuvo que refugiarse en Tonila, y los jóvenes acejotaemeros multiplicaron sus esfuerzos y hazañas en la repartición de un periodiquito clandestino, sucesor de La
Reconquista, que había fundado y sostenido por mucho tiempo Dionisio
Ochoa, y que tomó el nombre de Acción
Popular. Entre los más activos de aquellos muchachos se contaba a José Mercedes Anguiano, quien sólo tenía trece años de
edad, pero estaba resuelto a defender con todas sus fuerzas de niño la causa santa de Cristo Rey. Por fin, como sabemos, se resolvieron
los católicos de la Liga, a tomar las armas para defenderse a sí mismos y ?a todos los católicos mexicanos de aquella persecución, que ya había hecho mártires.
Un mensaje de Anacleto González Flores, el ilustre mártir
tapatío. Jefe Regional de la Liga, advirtió a Ochoa
que el 5 de enero de 1927, se comenzaría la
lucha armada, y le invitaba a que él fuera el que prendiera la chispa en Colima. No
se hizo del rogar Dionisio, y acompañado de otros dos jóvenes, Antonio
Vargas y Rafael Sánchez, se dirigieron a Tonila, en las faldas del
Volcán, en donde se les unió Miguel Anguiano; y los cuatro, con unos cuantos pesos
en el bolsillo y mal armados, se dirigieron a Cuaucentla, arrastrando en su
seguimiento, con su elocuencia y explicación de la
verdadera grandeza de la causa, a muchos jóvenes de
las rancherías por donde pasaban. En Cuaucentla se hizo por todos, el solemne
juramento de consagrar sus vidas a la lucha por la libertad religiosa de México. La chispa estaba ya corriendo por los campos mexicanos. Miguel Anguiano, el hermano mayor, ya con el título de general del Ejército Libertador, pronto atrajo a las filas a sus
hermanos, y entre ellos a Gildardo, que llegó a ser
teniente coronel y miembro del Estado Mayor del famoso coronel Marquitos. José Mercedes se presentó también a su hermano, pero por su corta edad no fue
admitido en el Ejército, con gran pena suya, y tuvo que resignarse a
trabajar como antes en la propaganda en Colima. El anciano padre, con el resto
de su familia, se vio precisado a salir de San Jerónimo para
ir a refugiarse en los lugares que controlaban sus hijos; como lo tuvieron que
hacer muchas de las familias de los cristeros. Mercedes se quedó, pues, como un huérfano, en la retaguardia, sin disminuir por ello
su ímpetu y fortaleza en el desempeño de las
comisiones que le encargaban los jefes combatientes, y suspirando siempre por
el día en que pudiera unirse a los valientes luchadores. Muchacho inexperto,
candoroso y temerario por el ardor de sus deseos, pronto fue conocido por los
perseguidores como incansable agente de los cristeros, y le llevaron a la cárcel, para tratar de averiguar, por su medio, las andanzas de los
cristeros.
¿Descubrir
algo de lo que sabía y que fuera en daño de los
libertadores? ¡Eso jamás! Niño era, pero de alma muy grande; y presintiendo en
las dolorosas preguntas de los milites que le apresaron, que podría con sus respuestas comprometer la causa santa, optó por callarse como una piedra. Ni una palabra salió nunca de sus labios, como si fuera mudo, a pesar de los azotes y otros
malos tratamientos, que recibía. Cansados por fin sus carceleros de tanta obstinación, al cabo de algún tiempo le dieron libertad, no sin haberlo antes
amenazado de muerte si seguía en su empresa de propaganda y socorro a los
cristeros. Mercedes, impertérrito, salió
nuevamente a su trabajo de propaganda como si nada le hubiera sucedido, y cada
vez más resuelto a unirse a los beligerantes del Volcán. Con esta idea, apenas supo que los soldados de Cristo Rey,
merodeaban por el rumbo del pueblo de Buenavista, acompañado con otros chiquillos de su edad a quienes había comunicado sus mismos sentimientos y anhelos, salió de su pueblo San Jerónimo una buena mañana,
rumbo a aquella región, decidido ya, a no apartarse de los luchadores. Y
así sucedió, que en un punto más, los
cristeros hicieron una sencilla repetición de
aquellas gestas gloriosas de los Cruzados de la Edad Media, que marcharon,
llenos de ardor y de fe, a la conquista de los Lugares santificados por la vida
y pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Quién de mis lectores no ha oído hablar de aquel episodio glorioso de las Cruzadas,
que se conoce en la historia con el nombre de "La Cruzada de los niños"? Los niños de aquellos pueblos cristianos europeos,
entusiasmados por los hechos de sus padres, llenos de su misma fe y resueltos a
morir en la demanda, en gran número se reunieron para emprender también ellos el camino a Tierra Santa y luchar por Cristo al lado de sus
mayores; y si bien es verdad, que no lograron su intento, detenidos por los
cristianos prudentes, por cuyas tierras, atravesaba el singular ejército infantil, no es menos verdad, que su hazaña ha sido celebrada en todas las historias de aquellos tiempos, con
grande honor de los valientes muchachitos.
Pues también en México, en la epopeya cristera, tuvimos aunque en
menor escala una "Cruzada de los niños".
Mercedes Anguiano, al frente de varios chicuelos de su misma edad, poco más o menos, salió de su casa una buena mañana para
ir a combatir con ellos por Cristo Rey. En las anfractuosidades del Volcán de Colima. Llegaron, pues, los "Cruzados infantiles" a
Buenavista, y no tuvieron que esperar mucho para encontrar a un grupo cristero,
que felizmente capitaneaba Miguel Anguiano, y en el que se encontraba también Trinidad Castro. Presentóse lleno de esperanzas José Mercedes a su hermano para que le admitiera en su grupo. Miguel, sin
dejar de admirar la resolución de su hermanito y sus camaradas, se negó rotundamente a ello, pues ya en los pasados combates, había visto el furor con que los enemigos de Cristo atacaban a los
defensores de la buena causa. ¿Qué podrían hacer aquellos niños en
medio de aquella lucha sin cuartel?
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