jueves, 30 de junio de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral nº35
EL APOSTOLADO SEGÚN SAN PABLO
 
 
Por medio de los Hechos de los Apóstoles y por sus cartas, San Pablo se nos revela como ejemplar del apostolado inaugurado por los discípulos y Apóstoles de Nuestro Señor, inmediatamente después de su Ascensión y de Pentecostés.
Sin embargo, el caso de San Pablo es extraordinario, pues Nuestro Señor no lo ha formado de la misma manera que a los demás: San Pablo recibió milagrosamente la preparación para su apostolado. Su elección, su bautismo, su retiro en el desierto, todo contrasta con la elección de los Doce; y a pesar de esto San Pablo será el Apóstol modelo, en particular para los misioneros.
En un momento en el cual hasta los mismos fines del apostolado son cuestionados, cuando también parece que es un deber cambiar radicalmente de métodos, será útil volver a lo esencial en materia del apostolado, del cual Nuestro Señor es la fuente. Lo esencial será aquello que ha sido realizado por quienes todo lo han aprendido de Él.
Entonces, será soberanamente útil alistarse en la escuela de San Pablo. Antes de entrar en el ministerio emprendido por el Apóstol, es preciso marcar bien el punto de partida de San Pablo: ha sido, evidentemente, ese momento extraordinario en el cual fue derribado mientras se hallaba camino a Damasco. El mismo San Pablo relata este acontecimiento de una manera que completa lo que el autor de los Hechos de los Apóstoles ha expresado en el capítulo IX. Haciendo una síntesis de estas dos narraciones, no se puede más que admirar el poder de Nuestro Señor, quien de un alma de perseguidor forma al modelo de los Apóstoles.
“Vas electionis est mihi iste, ut portet nomen meum coram gentibus, et regibus, et filiis Israël” (Hechos, IX, 15). En esta frase, dirigida a Ananías, ya aparece netamente el fin esencial del apóstol: “llevar el nombre de Jesucristo a los paganos, reyes e hijos de Israel”.
Pronto agregará Nuestro Señor: “y le mostraré todo lo que tendrá que sufrir pro nomini meo”. He aquí siempre el fin: hacer conocer el nombre de Jesús; para este apostolado están ligados el sufrimiento, las persecuciones, las contradicciones.
A estas palabras les agregamos ahora las del mismo San Pablo, que son mucho más explícitas, pronunciadas frente a Agripa, donde se expresó con una elocuencia impresionante. Describe abundantemente su lucha contra los cristianos, su violencia, frequenter puniens eos, compellebam blasphemare (Hechos, XXVI, 11). Cuenta esa aparición fulgurante en pleno mediodía sobre el camino de Damasco: es el mismo Jesús quien le habla en idioma hebreo: “Ego sum Jesus, quem tu persequeris”. Así, en la persona de los cristianos perseguidos, es al mismo Jesús a quien se alcanza.
Pero llegamos al hecho: ¿qué desea exactamente Jesús de Pablo? “Ad hoc enim apparui tibi, ut constituam te ministrum, et testem eorum, quæ vidisti, et eorum quibus apparebo tibi” (Hechos, XXVI, 16). Fue entonces cuando Nuestro Señor lo constituyó su Apóstol, es decir, su representante, su testigo de las cosas que ha visto y por las cuales Él se le volvería a aparecer.
Así, es evidente que la ciencia de Pablo será una ciencia infusa, como la que los Apóstoles recibieron en Pentecostés, pero sin esa larga preparación que tuvieron los otros Apóstoles. Nuestro Señor se le volverá a aparecer para completarle sus conocimientos. San Pablo contará sus visiones extraordinarias que lo han llevado hasta el cielo y que son imposibles de expresar por un hombre. Las almas que se han acercado a Dios de una manera casi experimental han aprendido más en algunos instantes que durante toda una vida de estudios, y sobre todo, han adquirido una fe inquebrantable, pues su fe se ha transformado en un instante de visión directa a la manera de la visión beatífica: “Eorum quæ vidisti” (testigo de las cosas que has visto).  
¿Por qué Nuestro Señor dispensa estas gracias extraordinarias a San Pablo? “Eripiens te de populo, et gentibus, in quas nunc ego mitto te” (Hechos, XXVI, 17), frase curiosa que parece casi contradictoria y que define al apóstol de siempre. Nuestro Señor toma a Pablo de en medio del pueblo judío sin deuda y de los otros pueblos, lo saca de ese ambiente para enviarlo de nuevo. No se puede dejar de pensar en la luz puesta sobre el candelabro para esclarecer a todo su entorno. Aparecerá desde ahora a los pueblos, marcado por esta elección, por esa función divina.
Esta misión, semejante a la misión de los demás Apóstoles, “Ego mitte vos, Ego mitto te”, tendrá por finalidad “aperire oculos eorum, ut convertantur a tenebris ad lucem, et de potestate Satanæ ad Deum, ut accipiant remissionem peccatorum, et sortem inter sanctos per fidem, quæ est in me” (Hechos, XXVI, 18). Tal es el fin magnífico que Pablo deberá esforzarse por alcanzar. Aquí se trata de una conversión, de un pasaje de la muerte a la vida. Las tinieblas se oponen a la luz, el poder del demonio al de Dios, las obras de pecado a las obras de la fe en Nuestro Señor.
He aquí el fin indicado por Jesús mismo al apostolado de San Pablo: ¿quién se atrevería a negar esta descripción y definición de su tarea?
Si San Pablo tiene otras cosas que aprender en las futuras apariciones de Nuestro Señor, estos conocimientos no harán más que completar ese programa esencial, pero no pueden paralizarlo ni minimizarlo. Para convencernos bastará con seguir a San Pablo en la práctica para ver que ha realizado perfectamente la obra que le fue confiada.
Sin embargo, antes de realizar su mandato apostólico, San Pablo —como todos los fieles— deberá recibir el bautismo de agua y del Espíritu. Jesús mismo designa a Ananías para que lo bautice, y hará venir sobre él al Espíritu Santo, y entonces se abrirán sus ojos a la luz del día tal como su alma se abra a la luz del Verbo de Dios, de quien será un testigo extraordinario.
Es indispensable recordar también, en este momento, lo que el mismo San Pablo le escribió a los Gálatas: “Cuando agradó al Señor revelarse a mí, inmediatamente salí a Arabia y volví luego a Damasco. Después de tres años me fui a Jerusalén, donde vi a Pedro y me quedé con él quince días”.
Así hablaba el gran Apóstol para afirmar que su Evangelio no lo aprendió de ningún hombre, sino de Nuestro Señor mismo, por revelación.
Esto confirma perfectamente lo que Nuestro Señor le había anunciado. Es verosímil que haya sido en el desierto de Arabia, como Moisés, donde Pablo haya tenido esta extraordinaria visión de Dios, que lo marcó para siempre.
Así, vuelto a Damasco, lleno del Espíritu Santo, Pablo predicó que Jesús es el Hijo de Dios. Como consecuencia inmediata, los judíos se concertaron para matarlo… Salió hacia Jerusalén, donde les habló a los gentiles y discutió con los griegos, actuando en la confianza del nombre del Señor. El mismo resultado: trataron de matarlo. Entonces, salió a Cesarea y Tarso. Luego volverá a Jerusalén, pero desde ahora su ministerio se realizaría según las visiones del Espíritu Santo, a quien Pablo se siente enteramente sometido en todo lugar.
No dejará de vincularse a Pedro y a los Apóstoles en toda su predicación. No olvidará la comunidad pobre de Jerusalén. Además es el mismo único Espíritu Santo que lo guía y guiará a todos los Apóstoles, de una manera visible en ese período de fundación de la Iglesia.
Lo previo es, entonces, de una importancia capital: estar unido a Pedro y a los Apóstoles, como debemos estar unidos hoy a Pedro y a la Iglesia de Roma. No puede haber duda sobre este punto; cuando los judíos convertidos funden acusaciones sobre él a propósito de la necesidad de la circuncisión para ser salvos (Hechos, XV), irá a las cercanías de la Iglesia de Jerusalén a fin de someter el litigio y retener el juicio.
Estando asegurada esta unión con la cabeza de la Iglesia, Pablo seguirá las imposiciones del Espíritu Santo, que lo guiará en su vida y su ministerio cotidiano. Es el mismo Espíritu del Señor que guarda la Iglesia en su fe y que se encuentra presente en el alma de Pablo por la gracia del Santísimo, por la imposición de las manos de Ananías.
Esta profunda y absoluta unidad en su vida es lo que le implicará los reproches a Pedro, al parecerle que iba en contra de lo que decidió como jefe de la Iglesia de Jerusalén, cuando en Antioquía evite a los incircuncisos (Gálatas, II, 11).
Así convertido y transformado por el Espíritu Santo, Pablo se puso en camino y, en todo lugar, predicó primero a los judíos, a quienes gracias particulares de preparación tendrían que disponer a la conversión, luego a los gentiles, a pesar de la arisca oposición de los judíos, que a menudo sublevaron a las poblaciones contra él: “cuando llegaron a Salamina, predicaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos”.
Ya en Antioquía de Pisidia se notaron los resultados: “El sábado siguiente, casi toda la mitad se juntó para escuchar la palabra de Dios. Los judíos, viendo las muchedumbres se llenaron de furor y contradijeron a Pablo y blasfemaban. Entonces, Pablo y Bernabé les dijeron: debíamos predicarles en primer lugar la palabra de Dios, pero puesto que la rechazan, se juzgan indignos de la vida eterna, por eso nos dirigimos hacia los gentiles”.
Sin embargo, importa remarcar que un buen número de judíos se convertían, pero un grupo cada vez más importante sublevaba las poblaciones contra ellos: “Creyeron todos los que estaban predestinados a la vida eterna” (Hechos, XIII, 48).
Esta conclusión muestra la acción de la gracia todopoderosa de Dios. Esto no suprime el mérito de los creyentes. Los neófitos están instruidos, pues Pablo prolonga sus estadías por semanas y meses; en Corinto, por ejemplo, permanece un año y medio: “Permanece aquí un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios” (Hechos, XVIII, 11). También son bautizados: “Muchos de los corintios escucharon, creyeron y fueron bautizados” (Hechos, XVIII, 8).
A veces, Pablo vuelve a los mismos lugares a fin de confirmar la fe de los fieles: “Volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, fortaleciendo los ánimos de los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe y cómo es menester que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos, XIV, 21-22).
Pero una cristiandad no podrá estar verdaderamente constituida sin sacerdotes: “Y habiéndoles constituido presbíteros en cada una de las Iglesias, orando con ayunos los encomendaron al Señor en quien habían creído” (Hechos, XIV, 23).
Este magnífico ejemplo de apostolado dado por San Pablo será seguido por los misioneros de todos los tiempos.
Sin embargo, debemos volver sobre los detalles dados por los Hechos sobre los primeros discípulos. Hay observaciones instructivas. Pablo no solamente las dirige a los gentiles y a los judíos, sino también a los ricos y a los pobres sin distinción. Esto se nota a menudo: personas de todo rango, como por ejemplo el procónsul Sergio Pablo en Chipre; en Macedonia, Lidia, mujer de un magistrado de Tiatira; en Tesalónica, una gran muchedumbre cree y muchas mujeres de noble condición; en Berea, los Hechos anotan que los judíos de esta ciudad eran más educados que los de Tesalónica: escrutaban con avidez las Escrituras. Allí también, entre los gentiles, muchas mujeres y hombres de condición noble creyeron (Hechos, XVII). Cómo no notar a Aquila y Priscila, que lo siguieron en todo lugar.
Así, la evangelización no está reservada a los pobres, sino a toda la sociedad, que debe convertirse a Dios. Es el medio más seguro de darle asiento sólido y durable. La Iglesia no está vinculada a una clase, a un partido, a un grupo.
Otra particularidad interesante para remarcar a menudo: los Hechos dicen explícitamente que aquel que se convirtió arrastró a toda su casa en la conversión. Este hecho ya se nota en el Evangelio varias veces: “Crispo, jefe de la sinagoga, creyó en el Señor, con toda su casa, et cum omni domo sua(Hechos, XVIII, 8). “Como Lidia fue bautizada, todos los suyos lo fueron también” (Hechos, XVI, 15).
De ahí el interés de convertir a los jefes de familia que transmiten los beneficios de la gracia recibida a todos aquellos que dependen de ellos.
¡Cuántos detalles son significativos y apasionadamente interesantes! Un judío alejandrino, Apolo, es un ardiente convertido, versado en las Escrituras, pero sus conocimientos de las verdades cristianas eran insuficientes. Intervienen entonces Aquila y Priscila, y los Hechos lo notan: “le llevaron consigo y le expusieron más exactamente el camino de Dios” (Hechos, XVIII, 26).
¿No son las premisas de la Acción Católica? ¿No son las primeras catequistas? Es la pareja, entonces, los dos que reciben y enseñan. ¡Qué ejemplo admirable!
Pero Pablo quiso formar de una manera particular a los que destina para participar de su cargo y para sucederlo en la predicación del Evangelio. Se nota en Timoteo y en Tito, a quienes después de haberlos llevado con él en sus desplazamientos, los fija a cada uno en una iglesia particular: Timoteo en Éfeso, Tito en Creta.
Terminando su apostolado a través de todas esas comarcas, despidiéndose de todos, pronunció estas palabras a los “mayores natu Ecclesiæen Éfeso: “Tened cuidado de todo el rebaño que os es confiado sobre el cual el Espíritu Santo os ha colocado para conducir la Iglesia de Dios que adquirió con su sangre”.
Sí, Pablo puede dirigirse a Jerusalén donde lo esperan los sufrimientos, el cautiverio, el viaje a Roma, plantó la Iglesia con todo el ardor de su alma, perseguido, lapidado, encarcelado, golpeado. Poco le importa, pues el Señor lo reconfortaba diciéndole en la noche de Corinto: “No temas, habla, no te calles pues estoy contigo”.
Ojalá estas palabras se graben en nuestros corazones, a fin de darnos un coraje indomable para predicar la palabra de Dios como San Pablo y así darle a Dios las almas que se ha predestinado, a través de nuestro apostolado.
Para completar esta visión, tenemos que leer las ardientes cartas que dirigió San Pablo a sus jóvenes cristiandades, a Tito y a Timoteo, para tener una noción exacta de lo que pensaba San Pablo de la predicación del Evangelio.
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Aviso del mes”, enero-febrero de 1967)

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar

Capitulo XXXIII
REMEDIOS CONTRA EL LIBERALISMO
RESTAURARLO TODO EN CRISTO

¡A grandes males, grandes remedios! ¿Qué podrá curar el cáncer o el SIDA de la Iglesia? La respuesta es clara: es necesario aplicar los remedios que los Papas han propuesto contra los errores modernos, a saber: la filosofía tomista, la sana teología y el derecho que resulta de ambas.

La sana filosofía, la de Santo Tomás de Aquino

Comprendéis que para combatir el subjetivismo y el racionalismo, que son la base de los errores liberales no recurriré a las filosofías modernas, infectadas precisamente de subjetivismo y de racionalismo. La filosofía de siempre y en particular la metafísica toman por objetivo el ser mismo de las cosas, es decir lo que es y no la persona, ni su conocimiento, ni su amor. En efecto, el ser con sus leyes y principios es lo que descubre nuestro cono-cimiento más espontáneo. Y en su cima, la sabiduría natural que es la filosofía llega por la teodicea o teología natural al Ser por excelencia, al Ser subsistente por Sí mismo. El sentido común apoyado, sostenido y elevado por la fe, sugiere que este Ser supremo ha de ser colocado en la cumbre de lo real, siguiendo la definición revelada: “Ego sum qui sum: yo soy el que soy” (Ex. 3, 14). Sabéis, en efecto, que cuando Moisés le preguntó su nombre, Dios le respondió: “yo soy el que soy”, que significa: Yo soy Aquel que es por sí mismo, poseo el ser por Mí

Reflexionemos entonces sobre este Ser que subsiste por sí mismo, que no ha recibido la existencia sino que la tiene por sí. Es el ens a se: el ser por sí mismo, en oposición a todos los otros seres que son ens ab alio: ser por otro, ¡por el don que Dios les ha hecho de la existencia! Tal principio es tan admirable que se puede meditar sobre él durante horas. Tener el ser por sí, es vivir en la eternidad, es ser eterno. Aquél que tiene el ser por sí mismo siempre hubo de tenerlo, el ser nunca pudo haberlo abandonado. Es siempre, será siempre, siempre ha sido. Por el contrario, aquél que es ens ab alio, ser por otro, lo recibió de otro, por lo tanto comenzó a ser en un momento dado: ¡ha comenzado!

¡Cómo debe mantenernos en humildad esta consideración! ¡Penetrarnos de la nada que somos ante Dios! “Yo soy Aquel que es, tu eres la que no es”, le decía Nuestro Señor a una santa alma. ¡Cuán verdadero es! Cuanto más el hombre se empapa de ese principio de la más simple filosofía, tanto mejor descubre su verdadero lugar ante Dios.

El sólo hecho de decir: Yo soy ab alio, Dios es ens a se; Yo he comenzado a ser, Dios es siempre. ¡Qué contraste admirable! ¡Qué abismo! ¿Es acaso ese pequeño ser ab alio, que recibe su ser de Dios, quien tendría el poder de limitar la gloria de Dios? ¡Tendría el derecho de decir a Dios: “Tenéis derecho a esto, pero no más”! “¡Reinad en los corazones y en las sacristías, en las capillas, sí, pero en la calle y en la ciudad, no!” ¡Qué suficiencia! Igualmente, ¿sería ese ser ab alio quien tendría el poder de reformar los planes de Dios, de hacer que las cosas sean de otra manera de lo que son, de manera distinta a como Dios las hizo? ¿Y las leyes que Dios en su sabiduría y omnipotencia ha puesto en todos los seres y especialmente en el hombre y en la sociedad, esas leyes, el despreciable ser ab alio, ten-dría el poder de rehacerlas a su capricho diciendo: ¡”Yo soy libre”!? ¡Qué pretensión! ¡Qué absurdidad es la rebelión del liberalismo! Ved cómo es importante poseer una sana filosofía y tener así un conocimiento profundo del orden natural, individual, social y político. Y por ello, la enseñanza de Santo Tomás de Aquino es irremplazable. He aquí lo que dice León XIII en su encíclica Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879: mismo.

“Añádase a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió vencer él solo los errores de los tiempos pasados y suministrar luego armas invencibles para refutar los errores que perpetuamente se habían de renovar en los siglos futuros. ”León XIII quiere que se aplique el remedio de la filosofía tomista especialmente a los errores modernos del liberalismo: “La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos sabemos a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las Universidades y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los príncipes supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar.”

La sana teología, también la de Santo Tomás

Además de la sabiduría natural que es la sana filosofía, aquél que quiera preservarse del liberalismo deberá conocer la sabiduría sobrenatural, la teología. Ahora bien, la teología de Santo Tomás es recomendada por la Iglesia entre todas para adquirir una ciencia profunda del orden sobrenatural. Los Padres del Concilio de Trento “quisieron que, juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices, se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y decisiones”. Siguiendo a Santo Tomás el Concilio de Trento disipó los primeros nubarrones del naturalismo naciente.

¿Quién mejor que Santo Tomás ha mostrado que el orden sobrenatural sobrepasa in-finitamente las capacidades y las exigencias del orden natural? El nos muestra (aquí abajo no puede ser más que en el claroscuro de la fe), cómo Nuestro Señor, por su Sacrificio Redentor, por la aplicación de sus méritos, ha elevado la naturaleza de los redimidos, por la gracia santificante, por el bautismo, por los otros sacramentos, por el Santo Sacrificio de la Misa. Conociendo bien esta teología, aumentaremos en nosotros el espíritu de fe, es decir la fe y las actitudes que corresponden a una vida de fe.

Así en el culto divino, cuando se tiene verdaderamente la fe, se tienen los gestos que de ella resultan. Precisamente es lo que reprochamos a toda la reforma litúrgica nueva: imponernos actitudes que ya no son actitudes de fe, imponernos un culto naturalista y humanista. Se teme hacer genuflexiones, no se quiere manifestar la adoración que es debida a Dios, se reduce lo sagrado a lo profano. Es lo más sensible para los que tienen contacto con la nueva liturgia: les da la impresión de banalidad, que no eleva, que en ella ya no se encuentran los misterios.

Es igualmente la sana teología la que fortificará en nosotros esta convicción de fe; Nuestro Señor Jesucristo es Dios; verdad central de nuestra fe: la divinidad de Nuestro Señor. Entonces serviremos a Nuestro Señor como Dios y no como mero hombre. Sin duda, por su humanidad El nos ha santificado, por la gracia santificante que llena su Santa Alma; eso indica el respeto infinito que debemos tener por su santa humanidad. Pero hoy el peli-gro consiste en hacer de Nuestro Señor un mero hombre, un hombre ciertamente extraordinario, un superhombre, pero no el Hijo de Dios. Al contrario, si es verdaderamente Dios, como la fe nos lo enseña, entonces todo cambia, pues siendo así, El es Señor de todas las cosas y así todas las consecuencias resultan de su divinidad. Así todos los atributos que la teología nos hace reconocer en Dios: su omnipotencia, su omnipresencia, su causalidad permanente y suprema respeto a todas las cosas y a todo lo que existe, ya que El es la fuente del ser; todo eso se aplica a Nuestro Señor Jesucristo mismo. Tiene entonces todo el po-der sobre las cosas, por su propia naturaleza es Rey, rey del universo, y ninguna criatura, individuo o sociedad puede escapar a su soberanía, a su soberanía de poder y a su soberanía de gracia:

“(...) pues por El fueron creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra... todas las cosas fueron creadas por El mismo y en atención a El mismo... todas subsisten por El... plugo (al Padre) reconciliar por El todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz.” (Col. 1, 16-20).

De esta primera verdad de fe, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, se sigue una segunda: su Realeza, y especialmente su Realeza sobre las sociedades, la obediencia que deben tener las sociedades a la voluntad de Jesucristo, la sumisión que deben tener las leyes civiles con respecto a la ley de Nuestro Señor Jesucristo. Más aún, Nuestro Señor Jesucristo quiere que las almas se salven, indirectamente sin duda, pero eficazmente, por una sociedad civil cristiana, plenamente sometida al Evangelio, que se preste a su designio redentor y que sea el instrumento temporal. Entonces ¿qué más justo y necesario sino que las leyes civiles se sometan a las leyes de Jesucristo y sancionen por la coacción de las penas a los transgresores de sus leyes en el dominio público y social? Ahora bien, precisamente la libertad religiosa, la de los masones como la del Vaticano II, quiere suprimir esa coacción. ¡Pero eso constituye la ruina del orden social cristiano! ¿Qué quiere Nuestro Señor sino precisamente que su sacrificio redentor vivifique la sociedad civil? ¿Qué es la civilización cristiana y la cristiandad, sino la encarnación de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo en la vida de toda una sociedad? He aquí lo que se llama el reino social de Nuestro Señor. He aquí la verdad que debemos hoy predicar con la mayor fuerza posible frente al liberalismo.

La segunda consecuencia de la divinidad de Jesucristo, es que su Redención no es facultativa para poder obtener la vida eterna. ¡El es el Camino, la Verdad y la Vida! El es la puerta:

“(...) Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que hasta ahora han venido son la-drones y salteadores y así las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta, El que por Mi entrare se salvará; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10, 7-9).

El es la única vía de salvación para todo hombre:

“(...) fuera de El, no hay que buscar la salvación en ningún otro. Pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos” (Hech. 4, 12).

Es la verdad que más reafirmada debe ser hoy frente al falso ecumenismo de esencia liberal, que asegura que hay valores de salvación en todas las religiones y que se trata de desarrollarlos. Si eso fuera verdad, ¿para qué los misioneros? Precisamente porque no hay salvación en ningún otro sino en Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia está animada de espíritu misionero, del espíritu de conquista, que es el espíritu mismo de la fe.

El derecho

Además de la filosofía y la teología, es necesario una tercera ciencia para traducir las grandes verdades del orden natural y sobrenatural en reglas jurídicas. El liberalismo, en efecto, aún en sus formas más moderadas, proclama los derechos del hombre sin Dios. Es indispensable, en consecuencia, para el jurista católico, fundar nuevamente los derechos de los hombres que viven en sociedad en los deberes para con Dios y en los derechos de Dios.

En realidad no hay más derechos del hombre que aquellos que le ayudan a someterse a los derechos de Dios.

Se expresa la misma verdad al decir que el derecho positivo, el derecho civil, debe fundarse sobre el derecho natural. El Papa Pío XII ha insistido en este principio, contra el error del positivismo jurídico, que hace de la voluntad arbitraria del hombre la fuente del derecho.

Después, viene el derecho sobrenatural; los derechos de Jesucristo y de su Iglesia, los derechos de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo. Esos derechos de la Iglesia y de las almas cristianas en relación al Estado forman lo que hemos llamado el derecho público de la Iglesia. Esta ciencia ha sido prácticamente aniquilada por la declaración con-ciliar sobre la libertad religiosa, tal como he tratado de mostrarlo. Es urgente, por lo tan-to, enseñar nuevamente el derecho público de la Iglesia, que establece los grandes principios que rigen las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Sobre este tema recomiendo especialmente la lectura de las Institutiones Juris Publici Ecclesiastici, del Card. Ottaviani y de la obra Ecclesia et Status, Fontes Selecti, de Giovanni Lo Grasso, S. J.; particularmente esta última, reúne los documentos del siglo IV al XX, desconocidos o expresamente olvidados por los liberales.

No olvidemos, por fin, la historia eclesiástica, fuente inagotable del derecho de la Iglesia. Nos muestra la actitud de los primeros emperadores cristianos poniendo la espada temporal al servicio del poder espiritual de la Iglesia en el siglo IV, actitud constantemente alabada por la Iglesia, y también la valiente resistencia de los obispos y de los Papas frente a los príncipes que usurpaban el poder espiritual con el paso de los tiempos. Esas preciosas lecciones son cómo la realización práctica del dogma y representan la más radical refutación de todos los liberalismos: tanto el de los revolucionarios perseguidores de la Iglesia como aquél, mucho más pérfido, de los liberales llamados católicos.

Ite Missa Est

30 de junio
San Pablo, apóstol de las gentes.
(† 67)
III Clase - ornamentos rojos
Epístola – Gal. I, 11-20
Evangelio – San Mateo. X, 16-22


El gloriosísimo apóstol de las gentes San Pablo fué hebreo de nación y de la tribu de Benjamín: nació en la ciudad de Tarso (como él mismo lo dice). Tuvo padres honrados y ricos, y de ellos fue enviado a Jerusalén, para que debajo del magisterio de Gamaliel, famoso letrado, fuese enseñado en la ley de Moisés. Entendiendo que los discípulos de Jesucristo eran contrarios a aquella doctrina, les comenzó a perseguir cruelísimamente; y no contentándose con haber procurado la muerte de San Esteban y de guardar los mantos de los que le apedreaban para apedréale con las manos de todos, él mismo ofreció al sumo sacerdote para perseguir a los cristianos; y con gente armada se partió para la ciudad de Damasco para traer aherrojados a todos los que hallase, hombres y mujeres que creyesen en Cristo, y hacerlos infame y cruelmente morir. Pero en el mismo camino de Damasco le apareció el Señor, y cegándole primero con su luz, le alumbró y con su voz poderosa como trueno le asombró y derribó del caballo, y de lobo le hizo cordero, y de perseguidor, defensor de su Iglesia, y vaso escogido para que llevase su santo nombre por todo el mundo, como se dijo en el día de su conversión. No se puede explicar con pocas palabras lo que este santísimo apóstol trabajó y padeció predicando el Evangelio en Damasco, en Chipre, en Panfilia, en Pisidia, en Lystra, en Jerusalén, en muchas regiones de Siria, Galacia y Macedonia, y en las populosas ciudades de Filipos, de Atenas, de Efeso, de Corinto, y dé Roma, alumbrando como sol divino tantas naciones, islas y regiones que estaban asentadas en las tinieblas y sombras de la muerte. El mismo dice de sí que fué encarcelado más veces que los otros apóstoles, y que se vio lastimado con llagas sobremanera, y muchas veces en peligro de muerte. Su vida no parecía de hombre mortal, sino de hombre venido del cielo, que con verdad pudo decir: «Vivo yo, más no yo, sino Cristo vive en mí.» El fué el grande intérprete del Evangelio que sin haber aprendido nada de los demás apóstoles, fué enseñado por el mismo Dios, y descubrió a los hombres las riquezas y tesoros que están escondidos en Cristo, confirmando su predicación con divinos portentos, como decía a los fieles de Corinto: «Las señales de mi apostolado ha obrado Dios sobre vosotros, en toda paciencia, en milagros y prodigios, y en obras maravillosas.» Y escribe san Lucas, que con poner los lienzos de san Pablo sobre los enfermos y endemoniados, todos quedaban libres de sus dolencias. Después de haber estado el santo apóstol dos años preso en Roma, es fama que sembró también la semilla y doctrina del cielo por Italia y Francia y que vino a España donde predicó con gran fruto. Finalmente volviendo a Roma a los doce años del imperio de Nerón, fué degollado, en el lugar llamado de las tres fontanas, sellando con su sangre la fe de Cristo.

Reflexión: Alabemos pues y glorifiquemos a los príncipes de la Iglesia San Pedro y San Pablo; porque ellos son las lumbreras del mundo, las columnas de la fe, los fundadores del reino de Cristo, los ejemplos de los mártires, los maestros de la inocencia y los autores de la santidad, alabados del mismo Dios. Amémoslos como buenos hijos a sus padres, oigámoslos como discípulos a sus maestros, sigámoslos como oveja a sus pastores; imitémoslos como a santos, y pidámosles socorro y favor como a bienaventurados.

Oración: ¡Oh Dios! que alumbraste a los gentiles por medio de la predicación del apóstol san Pablo;- suplicamos te nos concedas sea nuestro protector para contigo aquel cuya fiesta celebramos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

miércoles, 29 de junio de 2016

La Misa de Siempre - Mons.Marcel Lefebvre


El Credo
(TERCERA parte)


6. Creo en el Espíritu Santo

A veces no confiamos bastante en las almas, es decir, en la posibilidad que tienen de crecer en la virtud, evidentemente con la gracia de Nuestro Señor. Ahora bien, sucede que los fieles se quedan cautivados cuando se les habla de los dones del Espíritu Santo, de las bienaventuranzas y de los frutos del  Espíritu Santo, que forman parte del organismo espiritual de todas las almas desde que reciben la gracia por el bautismo. Cuando se predican estas cosas, i cuántos fieles se quedan maravillados y dicen: nunca nos habían hablado de esto! No sabíamos que el Espíritu Santo obra de este modo en nosotros!" Dios ha querido divinizarnos y comunicarnos esta caridad inmensa con que Él mismo arde desde toda la eternidad. Ha querido comunicárnosla y lo ha hecho por una manifestación extraordinaria: por su Cruz, su Muerte y su Sangre derramada.'? "Un efecto de la misión invisible del Espíritu Santo y de su presencia en nosotros es nuestra deificación por la gracia."!" Alguien podría decir: "Parece exagerado emplear tan fácilmente la palabra 'deificación'. No podemos convertirnos en dioses". Por supuesto que no somos dioses. Como nuestra naturaleza es muy limitada, sólo podemos ser deificados dentro de esos límites!" La religión cristiana es una religión del Espíritu Santo, la religión del amor y de la caridad. Es una religión que ha transformado el mundo. Antes era el odio, el egoísmo, el orgullo y la búsqueda de los bienes de este mundo. Después de Nuestro Señor, es la ley de la caridad la que manda en los corazones, es la gracia santificante que transforma los corazones y las almas. De este modo se vieron desplegarse cosas maravillosas en la cristiandad: conventos que cubrieron toda la Europa cristiana. En todas partes donde se hallaba la religión católica se levantaban conventos, se multiplicaban las vocaciones, se multiplicaban las familias cristianas, familias numerosas en donde reinaba la caridad, y de donde salían las vocaciones que hicieron la cristiandad. ¡Algo maravilloso! Durante trece siglos la cristiandad reinó sobre toda esa tierra a tal punto que todavía existen vestigios de conventos y de magníficas iglesias, construidas durante ese tiempo de cristiandad.

Pues bien, tenemos que pedir a Dios que nos conserve en ese espíritu de la cristiandad y en ese espíritu de amor a Nuestro Señor.

7. Creo en la Iglesia católica
La Iglesia ha recibido este magnífico tesoro de parte de Nuestro Señor, que no es sino su sacrificio y, por consiguiente, su sacerdocio, para que se perpetúe y su Espíritu se difunda en los corazones por medio de la gracia santificante, que cura y eleva los corazones hacia Dios. Estos son los dones que nos ha hecho Nuestro Señor. Con el mismo impulso, Nuestro Señor difundió y confió esto a su Iglesia.!
No se puede concebir la Iglesia sin el sacrificio de la misa, ¿verdad? Realmente es su gran obra. Por eso vemos que sus hijos, sus discípulos más fieles y los que abrazan mejor su espíritu, se reúnen alrededor del altar. Todas las congregaciones religiosas tienen como corazón y centro al altar de Nuestro Señor Jesucristo."?

Además, Nuestro Señor quiso que la, Iglesia que fundaba fuera sobre todo sacerdotal; nosotros no podemos cambiar su naturaleza. Quiso que todas las almas se salvasen por Él, por su humanidad y por su Iglesia, que es como la prolongación de su humanidad a través del tiempo y del espacio. Todo esto es de una lógica irrefutable. No podemos decir: "iPues no! Hay algunas almas que pueden salvarse sin pasar por Nuestro Señor Jesucristo". Evidentemente, si nos ponemos a discutir sobre la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, no queda nada. Si Él es simplemente un hombre extraordinario, que domina totalmente la humanidad por su virtud, por su sabiduría y por .su ciencia, un Sócrates a la potencia infinita, si Nuestro Señor solamente es esto, no es nada con relación a Dios! De este modo, ahora algunos pretenden que Dios obra directamente en las almas comunicándoles su Espíritu simplemente a través de llamamientos a su Espíritu, como en el pentecostalismo y en muchas sectas de ese tipo. Eso es absolutamente falso y contrario a la voluntad de Nuestro Señor. Nuestro Señor quiere que su gracia pase a través de la Iglesia y a través de los sacramentos de una manera normal; Nuestro Señor, para mostrar su omnipotencia, hace que de modo extraordinario pueda pasar fuera de las sendas normales, pero nunca renuncia a lo que Él mismo ha establecido. Eso no puede ser. Sería destruir su propia obra, su creación y lo que ha establecido!"

8. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados

Creemos en un solo Dios y en un solo Señor: Jesucristo, que nació, padeció y derramó su Sangre por nosotros. Creemos en una sola Iglesia: unam, sanctam, catholicam Ecclesiam. Creemos en un solo bautismo. En nuestro Credo sale cuatro veces la palabra unum: unum Deum, unum Dominum ]esum Christum, unam sanctam catholicam Ecclesiam, unum baptisma. Cuatro veces decimos uno solo: un solo Dios, un solo Señor, una sola Iglesia y un solo bautismo; ¿Qué quiere decir esto? Es definir una sola religión: no hay dos, sino una sola religión católica, y no hay otra más. ( ... ) Si creemos que nuestra religión católica es la única, tenemos que sacar de ello las consecuencias, y las consecuencias son sencillas, muy sencillas: todos los hombres tienen que adherirse a esta Santa religión si quieren salvarse. Por esto tenemos que ser mísíoneros!"

No aceptamos esa famosa libertad religiosa inventada por el concilio Vaticano II, según la cual cada uno puede tener la religión de su conciencia. ¡Eso es algo falso! No hay libertad de conciencia, sino que lo que hay es la religión de Nuestro Señor Jesucristo, a la que tenemos que adherimos. Está el camino que Nuestro Señor Jesucristo abrió para ir al Cielo y no hay ningún otro. y Él mismo dijo: "El camino es estrecho." (Mt 7, 14)  Tomad vuestra Cruz y seguidme si queréis ser mis discípulos y si queréis entrar en el Cielo." 

Breve relato sobre el Anticristo - Vladimir Soloviev

Breve relato sobre el Anticristo
(quinta parte)



El Emperador, pálido pero sereno, se dirigió a la asamblea: “Habéis visto el juicio de Dios. Nunca me sirvo de la muerte para vengarme, pero mi padre ha usado este medio en favor de su hijo predilecto. El caso está cerrado. ¿Quién osaría oponerse al todopoderoso? ¡Secretarios! Escribid: 'El Concilio Ecuménico de todos los cristianos ha visto caer fuego del cielo para demoler al absurdo opositor de la divina majestad; unánimemente reconoce al gran Emperador de Roma y del mundo como su supremo guía y jefe’”. Repentinamente, resonó una voz potente y con gran claridad se extendió por todo el templo: “Contradicitur”.

El Papa Pedro II, con el rostro encendido y temblando de cólera, alzó su báculo contra el Emperador diciendo: “Nuestro único Señor es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo. Y en cuanto a quién eres tú, acabas de escucharlo. ¡Apártate de nosotros, oh Caín fratricida! ¡Apártate pronto, vaso diabólico! Por la autoridad de Cristo, yo, el siervo de los siervos de Cristo, por siempre te expulso de nuestra grey y como un vil perro te envío a tu padre Satanás. ¡Anatema, anatema, anatema!”. Mientras el Papa decía estas palabras, el gran mago se movía sin descanso bajo su manto. Retumbó un trueno más estrepitoso que el último “anatema”, y el último papa cayó por tierra, exánime. “¡Así mueren todos mis enemigos por el brazo de mi padre!”, exclamó el Emperador; “Pereant, pereant” gritaron temblorosamente los príncipes de la Iglesia. El Emperador, apoyado en el brazo del gran mago, salió lentamente por la puerta trasera de la plataforma seguido de toda su corte y una gran muchedumbre. En la sala yacían los dos cadáveres y permanecían media docena de cristianos temblando de miedo. El único que no perdió el control de sí mismo fue el Profesor Pauli; el pánico generalizado pareció enaltecer en él todas las cualidades de su espíritu. Incluso su apariencia cambió, asumiendo un aire majestuoso e inspirado. Con paso decidido subió al estrado y se sentó sobre uno de los escaños previamente ocupado por algún oficial del estado, y comenzó a escribir en una hoja de papel. Al terminar se levantó leyendo en alta voz: “¡A la gloria de nuestro único Salvador Jesucristo! El Concilio Ecuménico de las iglesias de Dios, reunido en Jerusalén, está convencido y reconoce: puesto que nuestro beatísimo hermano Juan, representante de la cristiandad oriental, ha denunciado al gran impostor y enemigo de Dios, señalándolo como el verdadero Anticristo, anunciado por las Sagradas Escrituras; y puesto que nuestro beatísimo padre Pedro, representante de la cristiandad occidental, con justa excomunión lo ha expulsado para siempre de la Iglesia de Dios, hoy, delante de los cuerpos de estos mártires, testigos de Cristo, este concilio resuelve: romper toda relación con el excomulgado y su asamblea abominable, y dispone marchar al desierto y esperar ahí la inminente venida de nuestro verdadero Señor Jesucristo.” Un gran entusiasmo se apoderó de la gente y se escuchaban voces potentes: "Adveniat, adveniat, cito! Komm, Herr Jesu, komm!". ¡El venidero Señor Jesús! El Profesor Pauli escribió de nuevo y leyó: “Aprobando por unanimidad este primer y último acto del último Concilio Ecuménico, firmamos” e invitó a la asamblea a hacerlo. Todos se apresuraron a subir al estrado a firmar. Por último, él mismo firmó con grandes caracteres góticos: Duorum defunctorum testium locum tenens Ernst Pauli  . “Ahora, vamos con nuestra arca de la última alianza”, dijo refiriéndose a los dos cadáveres. Los cuerpos fueron alzados en camillas. Lentamente, al canto de himnos en latín, alemán y eslavo-eclesiástico, los cristianos se encaminaron a la puerta de Jaram-esh-Sherif.


En este lugar el cortejo fue detenido por uno de los oficiales del Emperador, acompañado por una patrulla de la guardia. Los soldados se alinearon junto a la puerta mientras el oficial leyó lo siguiente: “Por orden de su divina majestad: para instruir al pueblo cristiano y para protegerlo contra hombres malintencionados que fomentan discordias y escándalos, hemos visto necesario disponer que los cuerpos de los dos agitadores, asesinados por el fuego divino, sean expuestos en público en la calle de los cristianos (Haret-en-Nasara) cerca de la entrada al templo principal de esta religión, llamado templo del Sepulcro o templo de la Resurrección, para que así todos puedan persuadirse de la verdad de su muerte. Sus seguidores obstinados, que con malicia rechazan todos nuestros beneficios e insensatamente cierran los ojos a los patentes signos de Dios mismo, quedan liberados de la merecida muerte, mediante el fuego del cielo, gracias a nuestra misericordia y a nuestra intercesión ante nuestro padre celestial, y reciben completa libertad con la única prohibición por el bien común, de vivir en las ciudades u otros lugares poblados, a fin de que no turben o seduzcan con sus malvadas invenciones a la gente simple e inocente.” Al terminar de leer, ocho soldados, a la señal del oficial, se acercaron a las camillas y alzaron los cuerpos. “Sí, hagamos como está escrito” dijo el Profesor Pauli y en silencio, los cristianos entregaron las camillas a los soldados, quienes se las llevaron cruzando la puerta del noroeste. Los cristianos en cambio, salieron por la puerta del noreste y rápidamente dejaron la ciudad pasando junto al monte de los Olivos en dirección a Jericó, por el sendero ya liberado de la multitud por los gendarmes y por dos regimientos de caballería. Decidieron esperar algunos días sobre las colinas desiertas vecinas a Jericó. A la mañana siguiente, de Israel vinieron cristianos conocidos y contaron lo sucedido en Sión. Después del banquete de la Corte, todos los miembros del Concilio fueron invitados a la gran sala del trono (cercana al lugar donde supuestamente se hallaba el trono de Salomón). El Emperador, volviéndose a los jerarcas católicos, dijo que el bien de la Iglesia requería que ellos eligieran prontamente un digno sucesor del Apóstol Pedro; que, dadas las circunstancias, la elección debía ser sumaria; que la presencia del Emperador, como jefe y representante de todo el mundo cristiano, supliría ampliamente las omisiones en el ritual; y que, a nombre de todos los cristianos, sugería al Sacro Colegio nombrar a su bien amado amigo y hermano Apolonio, de modo que los íntimos lazos que lo ligaban a él facilitarían la unión firme e indisoluble entre la Iglesia y el Estado para beneficio de ambos. El Sacro Colegio se retiró para el cónclave en un recinto especial y después de una hora y media regresó con el nuevo Papa Apolonio. Mientras la elección tenía lugar, el Emperador intentaba con palabras gentiles, sagaces y elocuentes, persuadir a los delegados de los Ortodoxos y de los Evangélicos para poner fin a sus viejas divergencias, considerando la nueva gran era que estaba abriéndose en la historia de la cristiandad. Dio su palabra de honor asegurando que Apolonio sabría poner fin para siempre a los abusos históricos del poder papal. Los delegados de los protestantes y ortodoxos, persuadidos por las palabras del emperador, redactaron un acta de unión de las Iglesias y cuando, entre aclamaciones gozosas, Apolonio apareció sobre la plataforma con los cardenales, un arzobispo griego y un pastor evangélico, le presentaron el pacto de unión. “Accipio et approbo et laetificatur cor meum”, dijo Apolonio firmando el documento.

“Soy un ortodoxo y un verdadero evangélico, como soy también un auténtico católico”, añadió intercambiando besos amistosos con el griego y el alemán. Luego, se acercó al Emperador, el cual lo estrechó por algunos minutos entre sus brazos. Mientras tanto, lenguas de fuego revoloteaban en todas las direcciones por el templo y el palacio; se hicieron más grandes y se transformaron en extraños seres luminosos. Flores nunca antes vistas en la tierra caían de lo alto llenando el aire de un perfume desconocido. Seductores sonidos, nunca antes escuchados, que tocaban las profundidades del alma, fluían de lo alto provenientes de instrumentos musicales desconocidos hasta ahora, mientras voces angelicales de cantores invisibles glorificaban al nuevo señor del cielo y de la tierra.

Entretanto se oyó un espantoso estruendo subterráneo en la esquina noroccidental del palacio, bajo el kubbet-el-aruaj, esto es, la cúpula de las almas, donde, según la tradición musulmana, se encontraba el ingreso al infierno. A la invitación del Emperador, la asamblea se movió en aquella dirección, y todos pudieron escuchar claramente innumerables voces, estridentes y penetrantes —seminfantiles, semidiabólicas— que gritaban con fuerza: "¡el tiempo ha llegado, liberadnos!". Pero cuando Apolonio, de rodillas en el suelo, gritó en una lengua desconocida hacia aquellos que estaban bajo tierra, las voces se silenciaron y el estrépito cesó. Mientras todo esto acaecía, una inmensa multitud del pueblo, que venía de todas direcciones, rodeó Jaram-esh-Sherif. Al anochecer, el Emperador junto con el nuevo Papa se asomaron desde el balcón oriental, suscitando “una tormenta de entusiasmo”. El primero, saludó inclinándose graciosamente hacia todas direcciones mientras Apolonio, de unas grandes canastas traídas por los cardenales y diáconos, tomaba y lanzaba al aire espléndidas luces de bengala, cohetes y fuentes de fuego que, encendiéndose al tocar su mano, brillaban como perlas fosforescentes y centelleaban con los colores del arco iris. Al contacto con el suelo se transformaban en hojas de papel de variados colores, con indulgencias plenarias sin condiciones para todos los pecados pasados, presentes y futuros. El entusiasmo popular rebasó todo límite. Es cierto que algunos dijeron haber visto con sus propios ojos las indulgencias transformarse en sapos y serpientes, pero la grandísima mayoría estaba entusiasmada. Las festividades públicas continuaron por algunos días y el nuevo Papa obraba grandes prodigios, tan maravillosos e increíbles que sería inútil enumerarlos.


Durante este tiempo los cristianos, en las colinas desiertas de Jericó, se consagraron a ayunos y oraciones. Al atardecer del cuarto día, el Profesor Pauli y nueve compañeros, se encaminaron hacia Jerusalén cabalgando sobre asnos y tirando de una carreta. Pasando a través de las calles de Jaram-esh-Sheriff hacia Jaret-en-Nasara, llegaron a la entrada del templo de la Resurrección, donde los cuerpos del Papa Pedro y del Anciano Juan yacían sobre el pavimento. Las calles estaban a aquella hora desiertas, puesto que toda la ciudad se había marchado a Jaram-esh-Sherif. Los centinelas estaban profundamente dormidos. El Profesos Pauli y su grupo hallaron los cuerpos incorruptos; aún no se encontraban ni rígidos ni pesados. Los colocaron en camillas y los cubrieron con mantas traídas con este fin, y regresaron por los mismos caminos tortuosos hacia los suyos. Tan pronto depositaron las camillas en tierra, el espíritu de vida retornó a los muertos. Se agitaron, buscando liberarse de las mantas que los cubrían. Con exclamaciones de alegría, todos se apresuraron a ayudarlos, y al instante, los dos resucitados estaban de pie, sanos y salvos.

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN

CAPÍTULO I
QUÉ FUE EL CONCILIO
VATICANO II

Tercera parte

5º Los verdaderos fines de la Iglesia

Después de haber dicho todas estas cosas, podemos volver a la luminosa explicación del Padrenuestro: “Nuestro fin es Dios”, fin último simpliciter por ser el Bien universal, enteramente amable por sí mismo. “Y nuestra voluntad tiende hacia El de dos maneras: en cuanto que deseamos su gloria y en cuanto que queremos gozar de ella. La primera de estas dos maneras se refiere al amor con que amamos a Dios en sí mismo; la segunda, al amor con que nos amamos a nosotros en Dios”. Aquí se pone la doble finalidad de la Iglesia, la gloria de Dios y la santificación de las almas, que corresponde al doble objeto de la caridad y al doble precepto de la Ley evangélica. Por el amor a Dios “deseamos su gloria”, su gloria intrínseca como fin último «cuius» y su gloria extrínseca como fin último «quo» de la creación considerada como obra de Dios. Y por el amor a nosotros mismos y al prójimo “en Dios”, “queremos gozar de su gloria”, fin último «quo» del hombre. "Por esta razón decimos en la primera de las peticiones: Santificado sea tu nombre, con lo que pedimos la gloria de Dios. La segunda de las peticiones es: Venga a nosotros tu reino. Con ella pedimos llegar a la gloria de su reino". Por la «gloria de Dios» puede entenderse tanto la gloria intrínseca como la extrínseca, fin en sentido más íntegro, «cuius» y «quo»; por la «santificación del nombre de Dios», en cambio, más claramente se entiende algo creado, sólo el fin «quo». Pero es más adecuado decirlo así cuando se trata de una oración, el Padrenuestro, porque es algo que se debe hacer con nuestra cooperación (mientras que no tendría sentido pedir por la Santidad de Dios en sí). Pedir el «advenimiento del Reino de Dios» es lo mismo que pedir la «santificación de las almas», pero en aquella primera preciosa expresión queda más patente la unidad de esa obra y su identificación secundum rem con la «santificación del nombre de Dios». Más allá de la prolijidad de estas distinciones -que les impide llegar a ser teólogos a los apresurados espíritus modernos-, la diferencia entre el fin simpliciter y los fines secundum quid es clara, y un corazón honrado no se confunde: la razón por la que se busca la propia santificación y la del prójimo, por la que se quiere que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, es la bondad divina, “ni sit Deus omnia in omnibus, para que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28). No es por ingenua ignorancia que se quiere poner a Dios al servicio de la propia perfección, sino por ciego orgullo.

6º El inevitable giro antropocéntrico

La promoción de la dignidad humana, buscada solamente en tanto y en cuanto glorifica a Dios, es ciertamente finalidad de la Iglesia recibida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero buscada por sí misma (como fin simpliciter y no como finís quo), es finalidad del orgullo humano engañado por el diablo. ¿Qué se propuso hacer el Vaticano II? Como dijimos, no es fácil percibir dónde se detiene la intención de los corazones; sólo por los frutos se puede conocer bien. Pero antes de referirnos a los frutos del Concilio, el discurso de clausura de Pablo VI nos permite adelantar la conclusión. Ciertamente el Concilio tomó la promoción del hombre como fin en sí mismo, porque en caso contrario no podría haber sentido inmensa simpatía sino horror al encontrarse con la religión del hombre que se hace Dios: “La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión - porque tal es - del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo”. La supuesta trascendencia que haría la diferencia entre el humanismo católico y el ateo, no hace más que agravar el error, porque al identificar la gloria del hombre con la gloria de Dios y ponerla como fin simpliciter de la creación, se subordina el Creador a la criatura. Porque quien se propone un bien como fin en sí mismo, está hallando en ese bien su propia perfección16 de donde se sigue que, si Dios se propusiera su gloria extrínseca como fin en sí, y no su propia e intrínseca bondad, implicaría que para Dios la creación sería una perfección agregada que lo haría mejor. Pues, siempre y necesariamente, el fin simpliciter es perfección del agente y, si tienen distinta entidad, el agente se subordina al fin en cuanto tal. De allí que poner a Dios una finalidad distinta de su propia bondad es dejar dicho y declarado que Dios no es Dios. Evidentemente se quiere negar esta consecuencia insistiendo en la perfección divina y la gratuidad del acto creador, haciéndolo ver como el ejercicio de la más pura libertad, que se mueve sin la más mínima necesidad ni el más mínimo provecho. El asunto es sutil, porque ciertamente el Agente perfecto no gana nada al obrar, sino que da a participar de lo que tiene; mientras que nosotros, agentes imperfectos, por más que obremos por puro amor, nunca dejamos de obtener ganancia. Pero no se puede dejar de lado la metafísica de las causas: el fin mueve al agente como acto y perfección suya; de allí que la finalidad de la creación no puede ser otra que la misma perfección divina. Es contradictorio afirmar la perfección divina y a la vez decir que el motivo de la creación es el bien de la criatura, porque esto significa que la gloria de nuestra santificación en algo completaría al Creador. Para el humanismo del Concilio, Dios podrá ser muy perfecto en sí mismo, pero en cuanto Creador está totalmente puesto al servicio de la promoción de la dignidad humana. Por más que lo nieguen de palabra, no salen del antropocentrismo. El truco, entonces, que distrae la atención para que los prestidigitadores conciliares traspongan los fines de la Iglesia y del hombre, está en la media verdad de la liberalidad del acto creador: ¡Dios no es egoísta, no busca su bien sino el del hombre! La concepción católica, en cambio, se caracteriza por lo contrario. Si hay algo de lo que Dios se muestra celoso, es de su gloria: “Gloriam meam alten non dabo! ¡No daré mi gloria a ningún otro!” (Is 42, 8; 48,11).

7º El personalismo del nuevo humanismo

La expresión más general de este error está en la pequeña metafísica personalista que fundamenta el humanismo conciliar. Según la Revelación cristiana, la excelencia del hombre por la que, a diferencia de las demás cosas creadas, se dice persona, consiste en ser imagen de Dios. Pero la exageración personalista pone la razón de imagen justamente en aquello en que no puede consistir, por ser lo que distingue al Creador respecto de toda criatura: la Dignidad divina de ser amable por sí misma. El personalismo contemporáneo exagera tanto la dignidad y autonomía de la persona, que la considera amable por sí misma de modo semejante a Dios, distinguiéndola así de las simples cosas, que serían amables por y para las personas. La persona, entonces, nunca podría ser considerada medio o instrumento, como las simples cosas, sino que debe ser siempre fin. No podemos extendernos en la refutación de este error, que pone de patas arriba toda la metafísica, pero siguiendo con nuestro método, tratemos de señalar la verdad en que se apoya y el punto en que se equivoca: Santo Tomás también distingue entre personas y cosas, pero no propiamente porque las personas sean amables por sí y las cosas amables por otro - distinción clásica entre «bien honesto» y «bien útil»-, sino porque sólo las personas reconocen en las cosas la razón de bien y, por lo tanto, sólo con ellas se puede tener amor de benevolencia y amistad. Aquí está la verdad de la que se alimenta el error personalista. Pero en realidad, tanto a las personas como a las cosas podemos amarlas por lo que son en sí, como bienes «honestos» (aunque dicho de las cosas este término es un poco impropio), y también, en otros aspectos, por su utilidad para otros fines. El caballo es un excelente animal y, más allá de su utilidad, podemos quererlo por lo que es y procurarle el bien; es más, se muestra tan agradecido que hasta casi le tenemos amistad. Y el Papa puede ser una excelente persona, o no, pero más allá de su honestidad, podemos quererlo grandemente por lo útil que es a la Iglesia. Mas -aquí está el punto en que el personalismo se equivoca-, ni las personas ni las cosas pueden ser amadas como bienes y fines últimos simpliciter. Porque así como no tienen el ser por sí mismas, tampoco de sí mismas tienen la razón de bondad, sino que reciben toda su razón de bondad por participación del fin y bien último, que es Dios y sólo Dios. Por lo tanto, toda realidad creada -sea persona o no-, sólo puede tener razón de fin intermedio, y todo fin intermedio no deja de tener razón de medio respecto al fin último.

8º La inversión personalista del bien común

La consecuencia principal del error personalista está en la inversión de la relación entre la persona y el bien común. Para explicarnos, consideremos la amistad, que es como la realización primera y ejemplar del bien común entre las personas. En la comunión de amistad pueden alcanzarse bienes superiores a los que podría aspirar la persona individual, como el acrecentamiento de la sabiduría por la mutua comunicación de conocimientos, y el confortamiento de las virtudes por la convivencia, participando así mucho más del Bien último que es Dios. De allí que los amigos se subordinen al acrecentamiento y conservación de estos bienes excelentes, que no podrían darse sin la comunión de la amistad, y lleguen a sacrificar por ella hasta la misma vida corporal. Como puede verse, los amigos son partes de un todo muy superior a la simple suma de cada uno; son como los órganos de un animal, que gozan del bien común de la vida mientras están unidos y comunicados, pero que la pierden para ambos cuando se separan. Para la cabecita personalista, en cambio, esta manera de pensar le causa horror, porque implica considerar a los amigos como un medio para un bien superior, cuando nada habría superior al bien de la misma persona. La amistad, dice en su necedad, no es una persona sino una cosa, y las cosas son para las personas, no las personas para las cosas. Cada amigo le ofrecería su amistad a los demás no por amor a la amistad, sino por amor a los amigos, por ellos y para ellos, sin subordinar los amigos a la amistad sino la amistad a los amigos. De allí que, por amor al amigo, hay que estar dispuesto a renunciar a la amistad. El error es catastrófico. Es evidente que el sujeto de todos los bienes de la amistad, particulares y comunes, son los amigos, pues la amistad no es cosa que exista en sí misma y se cultive en una maceta como una flor, por lo que puede decirse que «la amistad es para los amigos», en cuanto que éstos son el sujeto material que puede gozar de ese bien común. Pero no debe entenderse que «la amistad es para los amigos» como el medio es para el fin, porque el medio se ordena al fin como a un bien superior, del que toma su razón de bondad, como el remedio es bueno para la salud, pues sin ser el bien de la salud en sí mismo, es útil para recuperarla; pero la buena amistad no es un remedio para que las personas sean en sí mismas sanas, sino que es la misma salud por la que se hacen sanas personas. Por eso, si nos referimos al orden de la causa final, hay que decir que «los amigos son para la amistad», como el cuerpo es para la salud y no para la enfermedad. Porque las personas humanas nacen muy imperfectas, y se perfeccionan ordenándose debidamente unas con otras alcanzando bienes que sólo se dan por su comunión. La persona singular va creciendo en dignidad en la medida en que participa del bien común que se alcanza por la amistad natural del orden familiar, por la amistad cívica del orden político, por la amistad cristiana del orden eclesiástico (universal), cuya cabeza es Cristo. De esta manera y sólo así, alcanza la más plena participación del Bien común por excelencia, que es Dios, único amable por Sí. Dios es el Sol del universo, que irradia a todos el calor de la vida y la luz de la verdad, y que hace girar todo en su órbita por la atracción de su bondad. Aquel que traiciona tales amistades, merece ser expulsado de la comunión (excomulgado) por poner en riesgo los bienes superiores que hacen buenos a los demás. Así como un órgano que se corrompe merece ser amputado para que no ponga en riesgo la vida de la que participan las demás partes del cuerpo. El personalismo, en cambio, hace de cada persona un pequeño dios a imagen y semejanza del Dios de verdad, que pretende librarse de la atracción del Sol divino para configurar su propio sistemita solar. No hay problema mientras se trata de los bienes particulares, porque a cada persona se le puede procurar su casa y su pedazo de pan. Pero sí se le complica su cosmovisión cuando se trata de los bienes comunes. Ve que son superiores y sólo se dan en comunión, pero en lugar de entenderlos como bienes justamente comunes, con una unidad superior que sólo se explica en cuanto provienen de Dios, los fracciona en pedacitos y los «redistribuye» entre las personas. El personalismo ve el bien común como los ladrones el botín: se reúnen para robarlo, pero luego lo reparten para ir cada uno por su lado. No une a las personas como partes subordinadas al bien común, sino que pretende dividir el bien común en partes subordinadas a las personas. En realidad no entiende lo que el bien tiene de común, esto es, de mayor que la suma de lo que cada uno guarda en su bolsillo. Si los ladrones robaron un auto y cada uno se lleva un pedazo, perdieron el aparato. La aplicación principal y más grave de este error es la que hemos señalado respecto del Bien común que es Dios. El personalista cristiano cree en Dios, Creador libérrimo de personas y cosas, que ama las personas por sí y las cosas para las personas (porque El, evidentemente, nada necesita). Como en su exageración no considera la dignidad de la persona humana como finis quo sino como fin simpliciter - ¡son tantas las opiniones contemporáneas de personalistas y existencialistas que no tiene tiempo para detenerse en sutilezas escolásticas! -, podrá coincidir completamente en la organización del mundo con el humanista ateo que también busca la promoción del hombre, con la única aclaración final que la gloria del hombre es trascendente, pues glorifica al Creador, de quien se ha hecho digna imagen y semejanza. Nosotros, escolásticos, lo acusamos de invertir la relación de la persona al Bien común, poniendo a Dios al servicio del hombre. Pero en verdad, el personalista nunca atribuiría a Dios la noción de bien común, porque, considerado en sí mismo, Dios es también Trinidad de Personas, amable por sí y no como cosa para nosotros. Lo que tendría Dios de bien común, es lo que nos puede dar para que lo pongamos cada uno en nuestro bolsillo. El personalista a veces se resigna a justificar estas nociones de la teología tradicional, pero más bien quisiera desembarazarse de ellas.

9º El humanismo personalista de Gaudium et spes

Si leemos Gandium et spes a la luz de estas advertencias, llega a sorprender lo explícito del planteo personalista que funda su doctrina. Todos los errores de esta manera de pensar están allí expuestos, pero por ahora sólo miremos lo que hace a la finalidad. Después de un largo (todo allí es largo) status quaestionis, comienza la explicación con esta frase: “Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos... La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios” (n. 12). El hombre es centro y cima, señor y gobernador de toda la creación. ¿No son títulos que solemos, ingenuamente, atribuir a Dios? Lo que ocurre es que, como el hombre es imagen de Dios, merece lo que merece Dios: “Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano para poblar la faz de la tierra, y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo” (n. 24). Sí, aquí se dice que el fin de todo hombre es Dios mismo; mas, perdón, el precepto de la caridad no es simple sino doble: el primer y mayor mandamiento es amar a Dios; amar al prójimo es segundo, y sólo semejante al primero, pues el prójimo no es fin último sino intermedio, y se lo ama sólo por Dios. Gaudium et spes identifica sin distinción el amor a Dios con el amor al hombre, y da la razón: “El hombre [es la] única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma - propter seipsam–” (ibíd.). Esto sí que es propio de Dios y no del hombre. Así, entonces, como identifica los amores, identifica también los fines: el fin de la creación es Dios, esto es, el hombre, que es lo que se propuso el Creador. Como dijimos, esto lleva a invertir la relación de la persona con el bien común. “El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (n. 25). El principio debería decirse la autoridad, pero pase; el sujeto son las personas, bien; pero el fin de cada institución es el respectivo bien común. “El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de las personas, ya que el orden de las cosas -rerum ordinatio- debe someterse al orden de las personas - ordini personarían -, y no al contrario” (n. 26). Esto es puro y loco personalismo, generador de enorme confusión. “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre” (n. 35), porque para esta manera de pensar, todos los bienes, particulares o comunes, no son sino cosas que se ordenan a las personas. Con esta concepción, evidentemente no se aplicará la noción de bien común a Dios.

10º La inversión antropocéntrica en el magisterio conciliar

Como puede colegirse de lo dicho, la inversión antropocéntrica -por la cual se pone el bien del hombre como finalidad de la creación, exaltando la liberalidad del Creador, y se identifica sin más la gloria del hombre con la gloria de Dios- es un desliz gravísimo pero sutil, que no se manifestará fácilmente de manera explícita en las palabras, sino más bien en el espíritu general y en sus consecuencias. En el siguiente texto conciliar, por ejemplo, no hay nada que sea falso: “[Dios Padre] por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad la bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por fin «todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28), procurando a un tiempo [simul] su gloria y nuestra felicidad” (Ad Gentes 2). Pero la insistencia en la liberalidad divina y en la simultaneidad de los fines de la gloria de Dios y nuestra felicidad, son indicios reveladores. El nuevo Catecismo, sin embargo, es bastante más claro en la exposición de este error. Al hablar del fin de la Creación parece repetir la enseñanza tradicional: “La Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y celebrar esta verdad fundamental: «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Concilio Vaticano I)" (n. 293). Pero subraya con insistencia la liberalidad del acto creador: “Dios ha creado todas las cosas, explica San Buenaventura, «no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla». Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad... Y el Concilio Vaticano I explica: «En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal»” (ibíd.). Y termina, finalmente, afirmando que el fin de la creación no es el mismo Dios sino la perfección o vida feliz de la criatura:

• El mundo no ha sido creado con fin en la Bondad en sí de Dios (increada), sino en la bondad comunicada (creada): “La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado... «Porque la gloria de Dios es el hombre vivo» (San Ireneo). El fin último de la creación es que Dios, «Creador de todos los seres, sea por fin todo en todos, procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (Ad Gentes 2)” (n. 294). Por supuesto que puede decirse que el justo, «el hombre vivo», es gloria de Dios, pero es «de Dios», dirigida a Dios y con fin en Él. El Catecismo, en cambio, no dice que el fin último «es Dios» a secas, sino «lo que de Dios habrá en todos», es decir, la felicidad del hombre en la que se gloría Dios25.

• La creación no está dirigida a Dios sino al hombre: “Creada en y por el Verbo eterno, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), la creación está destinada, dirigida al hombre, imagen de Dios, llamado a una relación personal con Dios... porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada” (n. 299).

• El fin de la creación no es el Dios eterno sino un fin a realizar: “La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó... Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección” (n. 302). “De todas las criaturas visibles sólo el hombre es «capaz de conocer y amar a su Creador» (GS 12, 3); es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS 24, 3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad” (n. 356). Si en alguna ocasión se usa la expresión tradicional: “El hombre fue creado para servir y amar a Dios”, el contexto mencionado hace imposible entender el término «servir» en sentido fuerte, como siervo que existe para gloria de su Amo: “Dios creó todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación: «¿Cuál es, pues, el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable figura viviente, más preciosa a los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta El y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo)” (n. 358)26. El Catecismo Romano del Concilio de Trento es muy breve cuando trata del fin de la creación, pero aclara completamente este punto al hablar de la primera petición del Padrenuestro: “Es imposible que Dios sea amado de todo corazón y sobre todas las cosas, si no se antepone a todas ellas su honor y gloria... El orden de la caridad nos enseña que amemos a Dios más que a nosotros mismos, y que pidamos primero lo que queremos para Dios, y después lo que deseamos para nosotros. Y porque los deseos y peticiones son de aquellas cosas de que carecemos, y a Dios, esto es, a su naturaleza nada se puede añadir, ni aumentarse con cosa ninguna de la divina sustancia, que por un modo indecible está cumplida en toda perfección, debemos entender que las cosas que pedimos aquí para su Majestad, están fuera del mismo Dios, y que pertenecen a su gloria externa... Y cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, lo que deseamos es que se aumente la santidad y gloria del divino nombre... Y aunque sea muy cierto, como en verdad lo es, que el nombre divino no necesita por sí de santificación, «porque es santo y terrible» (Ps 110), así como el mismo Dios es santo por naturaleza, sin poder añadírsele santidad alguna que no la haya tenido desde la eternidad; sin embargo, como es adorado en la tierra muchísimo menos de lo que es debido, y aun a veces también es ultrajado con blasfemias y voces sacrílegas, por esto deseamos y pedimos que sea celebrado con sumas alabanzas, honor y gloria a imitación de los loores, honra y gloria que se le tributan en el cielo”. El comentario que el nuevo Catecismo hace a esta petición del Padrenuestro nace de un espíritu profundamente distinto. Habiendo puesto al hombre como fin y bien de Dios, santificar el Nombre de Dios termina siendo santificar al hombre: “Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en «el benévolo designio que Él se propuso de antemano» (Ef. 1, 9) para que nosotros seamos «santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1, 4). En los momentos decisivos de su Economía, Dios revela su Nombre, pero lo revela realizando su obra. Esta obra no se realiza para nosotros y en nosotros sino en la medida que su Nombre es santificado por nosotros y en nosotros” (n. 2807-2808). La gloria por la que Dios creó es la gloria del hombre: “La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad. Al crear al hombre «a su imagen y semejanza», Dios «lo corona de gloria» (cf. Sal 8, 6)” (n. 2809). “A lo largo de nuestra vida, nuestro Padre «nos llama a la santidad» (1 Ts 4, 7) y como nos viene de El que «estemos en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros santificación» (1 Cor 1,30) (1), es cuestión de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en nosotros y por nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición” (n. 2813). Se llega así a un curioso resultado, ¡ya no es más la gloria de Dios el mayor bien del hombre, sino la gloria del hombre el mayor bien de Dios!

11° Conclusión

Sería legítimo señalarle al humanista ateo, como recurso apologético, que coincidimos en la promoción del hombre, agregándole que no hay verdadera promoción de la dignidad humana si no se tiene en cuenta la relación del hombre con Dios, es decir, la religión. Pero sólo por un momento, porque la coincidencia en aquella finalidad es puramente material, pues unos la procuran para divinizarse y otros para dar gloria al verdadero Dios, y en consecuencia, las realizaciones concretas de tal promoción se darán en formas opuestas. Pero evidentemente no es esto lo que hizo el Concilio. Puede ocurrir también que se adopte este lenguaje por no advertir las distinciones que se hace necesario establecer, las que -como dijimos- no carecen de sutileza. Pero esto justifica que de vez en cuando se diga una mala frase, pero no que siempre y sistemáticamente se hable de esa manera. Además, si alguien con espíritu católico comete este error, se horroriza cuando se hacen patentes las consecuencias. Esto es probablemente lo que le pasó a la mayoría de los obispos que firmaron la Constitución Gaudium et spes. Mas quien hace sentar de este modo al hombre en el trono de la creación y pone el Creador a su servicio, ha cegado su intelecto por un orgullo insensato. Es cierto que este pecado, como la experiencia lo enseña, puede crecer por grados con mucha inadvertencia, porque se envuelve en ropajes de gran religiosidad. Pero la adoración del «Hombre» como imagen de Dios - "Padre, glorifica al Hombre para que el Hombre te glorifique" - es, en su especie completa, el pecado del primer personalista, Lucifer, que prefirió la contemplación de su propia esencia, como más perfecta imagen de la divinidad, a subordinarse con toda la naturaleza en adoración al Verbo encarnado. Los frutos que el Concilio ha dado en cuarenta años no lo absuelven de este pecado.