miércoles, 29 de junio de 2016

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN

CAPÍTULO I
QUÉ FUE EL CONCILIO
VATICANO II

Tercera parte

5º Los verdaderos fines de la Iglesia

Después de haber dicho todas estas cosas, podemos volver a la luminosa explicación del Padrenuestro: “Nuestro fin es Dios”, fin último simpliciter por ser el Bien universal, enteramente amable por sí mismo. “Y nuestra voluntad tiende hacia El de dos maneras: en cuanto que deseamos su gloria y en cuanto que queremos gozar de ella. La primera de estas dos maneras se refiere al amor con que amamos a Dios en sí mismo; la segunda, al amor con que nos amamos a nosotros en Dios”. Aquí se pone la doble finalidad de la Iglesia, la gloria de Dios y la santificación de las almas, que corresponde al doble objeto de la caridad y al doble precepto de la Ley evangélica. Por el amor a Dios “deseamos su gloria”, su gloria intrínseca como fin último «cuius» y su gloria extrínseca como fin último «quo» de la creación considerada como obra de Dios. Y por el amor a nosotros mismos y al prójimo “en Dios”, “queremos gozar de su gloria”, fin último «quo» del hombre. "Por esta razón decimos en la primera de las peticiones: Santificado sea tu nombre, con lo que pedimos la gloria de Dios. La segunda de las peticiones es: Venga a nosotros tu reino. Con ella pedimos llegar a la gloria de su reino". Por la «gloria de Dios» puede entenderse tanto la gloria intrínseca como la extrínseca, fin en sentido más íntegro, «cuius» y «quo»; por la «santificación del nombre de Dios», en cambio, más claramente se entiende algo creado, sólo el fin «quo». Pero es más adecuado decirlo así cuando se trata de una oración, el Padrenuestro, porque es algo que se debe hacer con nuestra cooperación (mientras que no tendría sentido pedir por la Santidad de Dios en sí). Pedir el «advenimiento del Reino de Dios» es lo mismo que pedir la «santificación de las almas», pero en aquella primera preciosa expresión queda más patente la unidad de esa obra y su identificación secundum rem con la «santificación del nombre de Dios». Más allá de la prolijidad de estas distinciones -que les impide llegar a ser teólogos a los apresurados espíritus modernos-, la diferencia entre el fin simpliciter y los fines secundum quid es clara, y un corazón honrado no se confunde: la razón por la que se busca la propia santificación y la del prójimo, por la que se quiere que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, es la bondad divina, “ni sit Deus omnia in omnibus, para que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28). No es por ingenua ignorancia que se quiere poner a Dios al servicio de la propia perfección, sino por ciego orgullo.

6º El inevitable giro antropocéntrico

La promoción de la dignidad humana, buscada solamente en tanto y en cuanto glorifica a Dios, es ciertamente finalidad de la Iglesia recibida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero buscada por sí misma (como fin simpliciter y no como finís quo), es finalidad del orgullo humano engañado por el diablo. ¿Qué se propuso hacer el Vaticano II? Como dijimos, no es fácil percibir dónde se detiene la intención de los corazones; sólo por los frutos se puede conocer bien. Pero antes de referirnos a los frutos del Concilio, el discurso de clausura de Pablo VI nos permite adelantar la conclusión. Ciertamente el Concilio tomó la promoción del hombre como fin en sí mismo, porque en caso contrario no podría haber sentido inmensa simpatía sino horror al encontrarse con la religión del hombre que se hace Dios: “La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión - porque tal es - del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo”. La supuesta trascendencia que haría la diferencia entre el humanismo católico y el ateo, no hace más que agravar el error, porque al identificar la gloria del hombre con la gloria de Dios y ponerla como fin simpliciter de la creación, se subordina el Creador a la criatura. Porque quien se propone un bien como fin en sí mismo, está hallando en ese bien su propia perfección16 de donde se sigue que, si Dios se propusiera su gloria extrínseca como fin en sí, y no su propia e intrínseca bondad, implicaría que para Dios la creación sería una perfección agregada que lo haría mejor. Pues, siempre y necesariamente, el fin simpliciter es perfección del agente y, si tienen distinta entidad, el agente se subordina al fin en cuanto tal. De allí que poner a Dios una finalidad distinta de su propia bondad es dejar dicho y declarado que Dios no es Dios. Evidentemente se quiere negar esta consecuencia insistiendo en la perfección divina y la gratuidad del acto creador, haciéndolo ver como el ejercicio de la más pura libertad, que se mueve sin la más mínima necesidad ni el más mínimo provecho. El asunto es sutil, porque ciertamente el Agente perfecto no gana nada al obrar, sino que da a participar de lo que tiene; mientras que nosotros, agentes imperfectos, por más que obremos por puro amor, nunca dejamos de obtener ganancia. Pero no se puede dejar de lado la metafísica de las causas: el fin mueve al agente como acto y perfección suya; de allí que la finalidad de la creación no puede ser otra que la misma perfección divina. Es contradictorio afirmar la perfección divina y a la vez decir que el motivo de la creación es el bien de la criatura, porque esto significa que la gloria de nuestra santificación en algo completaría al Creador. Para el humanismo del Concilio, Dios podrá ser muy perfecto en sí mismo, pero en cuanto Creador está totalmente puesto al servicio de la promoción de la dignidad humana. Por más que lo nieguen de palabra, no salen del antropocentrismo. El truco, entonces, que distrae la atención para que los prestidigitadores conciliares traspongan los fines de la Iglesia y del hombre, está en la media verdad de la liberalidad del acto creador: ¡Dios no es egoísta, no busca su bien sino el del hombre! La concepción católica, en cambio, se caracteriza por lo contrario. Si hay algo de lo que Dios se muestra celoso, es de su gloria: “Gloriam meam alten non dabo! ¡No daré mi gloria a ningún otro!” (Is 42, 8; 48,11).

7º El personalismo del nuevo humanismo

La expresión más general de este error está en la pequeña metafísica personalista que fundamenta el humanismo conciliar. Según la Revelación cristiana, la excelencia del hombre por la que, a diferencia de las demás cosas creadas, se dice persona, consiste en ser imagen de Dios. Pero la exageración personalista pone la razón de imagen justamente en aquello en que no puede consistir, por ser lo que distingue al Creador respecto de toda criatura: la Dignidad divina de ser amable por sí misma. El personalismo contemporáneo exagera tanto la dignidad y autonomía de la persona, que la considera amable por sí misma de modo semejante a Dios, distinguiéndola así de las simples cosas, que serían amables por y para las personas. La persona, entonces, nunca podría ser considerada medio o instrumento, como las simples cosas, sino que debe ser siempre fin. No podemos extendernos en la refutación de este error, que pone de patas arriba toda la metafísica, pero siguiendo con nuestro método, tratemos de señalar la verdad en que se apoya y el punto en que se equivoca: Santo Tomás también distingue entre personas y cosas, pero no propiamente porque las personas sean amables por sí y las cosas amables por otro - distinción clásica entre «bien honesto» y «bien útil»-, sino porque sólo las personas reconocen en las cosas la razón de bien y, por lo tanto, sólo con ellas se puede tener amor de benevolencia y amistad. Aquí está la verdad de la que se alimenta el error personalista. Pero en realidad, tanto a las personas como a las cosas podemos amarlas por lo que son en sí, como bienes «honestos» (aunque dicho de las cosas este término es un poco impropio), y también, en otros aspectos, por su utilidad para otros fines. El caballo es un excelente animal y, más allá de su utilidad, podemos quererlo por lo que es y procurarle el bien; es más, se muestra tan agradecido que hasta casi le tenemos amistad. Y el Papa puede ser una excelente persona, o no, pero más allá de su honestidad, podemos quererlo grandemente por lo útil que es a la Iglesia. Mas -aquí está el punto en que el personalismo se equivoca-, ni las personas ni las cosas pueden ser amadas como bienes y fines últimos simpliciter. Porque así como no tienen el ser por sí mismas, tampoco de sí mismas tienen la razón de bondad, sino que reciben toda su razón de bondad por participación del fin y bien último, que es Dios y sólo Dios. Por lo tanto, toda realidad creada -sea persona o no-, sólo puede tener razón de fin intermedio, y todo fin intermedio no deja de tener razón de medio respecto al fin último.

8º La inversión personalista del bien común

La consecuencia principal del error personalista está en la inversión de la relación entre la persona y el bien común. Para explicarnos, consideremos la amistad, que es como la realización primera y ejemplar del bien común entre las personas. En la comunión de amistad pueden alcanzarse bienes superiores a los que podría aspirar la persona individual, como el acrecentamiento de la sabiduría por la mutua comunicación de conocimientos, y el confortamiento de las virtudes por la convivencia, participando así mucho más del Bien último que es Dios. De allí que los amigos se subordinen al acrecentamiento y conservación de estos bienes excelentes, que no podrían darse sin la comunión de la amistad, y lleguen a sacrificar por ella hasta la misma vida corporal. Como puede verse, los amigos son partes de un todo muy superior a la simple suma de cada uno; son como los órganos de un animal, que gozan del bien común de la vida mientras están unidos y comunicados, pero que la pierden para ambos cuando se separan. Para la cabecita personalista, en cambio, esta manera de pensar le causa horror, porque implica considerar a los amigos como un medio para un bien superior, cuando nada habría superior al bien de la misma persona. La amistad, dice en su necedad, no es una persona sino una cosa, y las cosas son para las personas, no las personas para las cosas. Cada amigo le ofrecería su amistad a los demás no por amor a la amistad, sino por amor a los amigos, por ellos y para ellos, sin subordinar los amigos a la amistad sino la amistad a los amigos. De allí que, por amor al amigo, hay que estar dispuesto a renunciar a la amistad. El error es catastrófico. Es evidente que el sujeto de todos los bienes de la amistad, particulares y comunes, son los amigos, pues la amistad no es cosa que exista en sí misma y se cultive en una maceta como una flor, por lo que puede decirse que «la amistad es para los amigos», en cuanto que éstos son el sujeto material que puede gozar de ese bien común. Pero no debe entenderse que «la amistad es para los amigos» como el medio es para el fin, porque el medio se ordena al fin como a un bien superior, del que toma su razón de bondad, como el remedio es bueno para la salud, pues sin ser el bien de la salud en sí mismo, es útil para recuperarla; pero la buena amistad no es un remedio para que las personas sean en sí mismas sanas, sino que es la misma salud por la que se hacen sanas personas. Por eso, si nos referimos al orden de la causa final, hay que decir que «los amigos son para la amistad», como el cuerpo es para la salud y no para la enfermedad. Porque las personas humanas nacen muy imperfectas, y se perfeccionan ordenándose debidamente unas con otras alcanzando bienes que sólo se dan por su comunión. La persona singular va creciendo en dignidad en la medida en que participa del bien común que se alcanza por la amistad natural del orden familiar, por la amistad cívica del orden político, por la amistad cristiana del orden eclesiástico (universal), cuya cabeza es Cristo. De esta manera y sólo así, alcanza la más plena participación del Bien común por excelencia, que es Dios, único amable por Sí. Dios es el Sol del universo, que irradia a todos el calor de la vida y la luz de la verdad, y que hace girar todo en su órbita por la atracción de su bondad. Aquel que traiciona tales amistades, merece ser expulsado de la comunión (excomulgado) por poner en riesgo los bienes superiores que hacen buenos a los demás. Así como un órgano que se corrompe merece ser amputado para que no ponga en riesgo la vida de la que participan las demás partes del cuerpo. El personalismo, en cambio, hace de cada persona un pequeño dios a imagen y semejanza del Dios de verdad, que pretende librarse de la atracción del Sol divino para configurar su propio sistemita solar. No hay problema mientras se trata de los bienes particulares, porque a cada persona se le puede procurar su casa y su pedazo de pan. Pero sí se le complica su cosmovisión cuando se trata de los bienes comunes. Ve que son superiores y sólo se dan en comunión, pero en lugar de entenderlos como bienes justamente comunes, con una unidad superior que sólo se explica en cuanto provienen de Dios, los fracciona en pedacitos y los «redistribuye» entre las personas. El personalismo ve el bien común como los ladrones el botín: se reúnen para robarlo, pero luego lo reparten para ir cada uno por su lado. No une a las personas como partes subordinadas al bien común, sino que pretende dividir el bien común en partes subordinadas a las personas. En realidad no entiende lo que el bien tiene de común, esto es, de mayor que la suma de lo que cada uno guarda en su bolsillo. Si los ladrones robaron un auto y cada uno se lleva un pedazo, perdieron el aparato. La aplicación principal y más grave de este error es la que hemos señalado respecto del Bien común que es Dios. El personalista cristiano cree en Dios, Creador libérrimo de personas y cosas, que ama las personas por sí y las cosas para las personas (porque El, evidentemente, nada necesita). Como en su exageración no considera la dignidad de la persona humana como finis quo sino como fin simpliciter - ¡son tantas las opiniones contemporáneas de personalistas y existencialistas que no tiene tiempo para detenerse en sutilezas escolásticas! -, podrá coincidir completamente en la organización del mundo con el humanista ateo que también busca la promoción del hombre, con la única aclaración final que la gloria del hombre es trascendente, pues glorifica al Creador, de quien se ha hecho digna imagen y semejanza. Nosotros, escolásticos, lo acusamos de invertir la relación de la persona al Bien común, poniendo a Dios al servicio del hombre. Pero en verdad, el personalista nunca atribuiría a Dios la noción de bien común, porque, considerado en sí mismo, Dios es también Trinidad de Personas, amable por sí y no como cosa para nosotros. Lo que tendría Dios de bien común, es lo que nos puede dar para que lo pongamos cada uno en nuestro bolsillo. El personalista a veces se resigna a justificar estas nociones de la teología tradicional, pero más bien quisiera desembarazarse de ellas.

9º El humanismo personalista de Gaudium et spes

Si leemos Gandium et spes a la luz de estas advertencias, llega a sorprender lo explícito del planteo personalista que funda su doctrina. Todos los errores de esta manera de pensar están allí expuestos, pero por ahora sólo miremos lo que hace a la finalidad. Después de un largo (todo allí es largo) status quaestionis, comienza la explicación con esta frase: “Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos... La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios” (n. 12). El hombre es centro y cima, señor y gobernador de toda la creación. ¿No son títulos que solemos, ingenuamente, atribuir a Dios? Lo que ocurre es que, como el hombre es imagen de Dios, merece lo que merece Dios: “Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano para poblar la faz de la tierra, y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo” (n. 24). Sí, aquí se dice que el fin de todo hombre es Dios mismo; mas, perdón, el precepto de la caridad no es simple sino doble: el primer y mayor mandamiento es amar a Dios; amar al prójimo es segundo, y sólo semejante al primero, pues el prójimo no es fin último sino intermedio, y se lo ama sólo por Dios. Gaudium et spes identifica sin distinción el amor a Dios con el amor al hombre, y da la razón: “El hombre [es la] única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma - propter seipsam–” (ibíd.). Esto sí que es propio de Dios y no del hombre. Así, entonces, como identifica los amores, identifica también los fines: el fin de la creación es Dios, esto es, el hombre, que es lo que se propuso el Creador. Como dijimos, esto lleva a invertir la relación de la persona con el bien común. “El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (n. 25). El principio debería decirse la autoridad, pero pase; el sujeto son las personas, bien; pero el fin de cada institución es el respectivo bien común. “El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de las personas, ya que el orden de las cosas -rerum ordinatio- debe someterse al orden de las personas - ordini personarían -, y no al contrario” (n. 26). Esto es puro y loco personalismo, generador de enorme confusión. “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre” (n. 35), porque para esta manera de pensar, todos los bienes, particulares o comunes, no son sino cosas que se ordenan a las personas. Con esta concepción, evidentemente no se aplicará la noción de bien común a Dios.

10º La inversión antropocéntrica en el magisterio conciliar

Como puede colegirse de lo dicho, la inversión antropocéntrica -por la cual se pone el bien del hombre como finalidad de la creación, exaltando la liberalidad del Creador, y se identifica sin más la gloria del hombre con la gloria de Dios- es un desliz gravísimo pero sutil, que no se manifestará fácilmente de manera explícita en las palabras, sino más bien en el espíritu general y en sus consecuencias. En el siguiente texto conciliar, por ejemplo, no hay nada que sea falso: “[Dios Padre] por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad la bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por fin «todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28), procurando a un tiempo [simul] su gloria y nuestra felicidad” (Ad Gentes 2). Pero la insistencia en la liberalidad divina y en la simultaneidad de los fines de la gloria de Dios y nuestra felicidad, son indicios reveladores. El nuevo Catecismo, sin embargo, es bastante más claro en la exposición de este error. Al hablar del fin de la Creación parece repetir la enseñanza tradicional: “La Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y celebrar esta verdad fundamental: «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Concilio Vaticano I)" (n. 293). Pero subraya con insistencia la liberalidad del acto creador: “Dios ha creado todas las cosas, explica San Buenaventura, «no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla». Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad... Y el Concilio Vaticano I explica: «En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal»” (ibíd.). Y termina, finalmente, afirmando que el fin de la creación no es el mismo Dios sino la perfección o vida feliz de la criatura:

• El mundo no ha sido creado con fin en la Bondad en sí de Dios (increada), sino en la bondad comunicada (creada): “La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado... «Porque la gloria de Dios es el hombre vivo» (San Ireneo). El fin último de la creación es que Dios, «Creador de todos los seres, sea por fin todo en todos, procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (Ad Gentes 2)” (n. 294). Por supuesto que puede decirse que el justo, «el hombre vivo», es gloria de Dios, pero es «de Dios», dirigida a Dios y con fin en Él. El Catecismo, en cambio, no dice que el fin último «es Dios» a secas, sino «lo que de Dios habrá en todos», es decir, la felicidad del hombre en la que se gloría Dios25.

• La creación no está dirigida a Dios sino al hombre: “Creada en y por el Verbo eterno, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), la creación está destinada, dirigida al hombre, imagen de Dios, llamado a una relación personal con Dios... porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada” (n. 299).

• El fin de la creación no es el Dios eterno sino un fin a realizar: “La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó... Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección” (n. 302). “De todas las criaturas visibles sólo el hombre es «capaz de conocer y amar a su Creador» (GS 12, 3); es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (GS 24, 3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad” (n. 356). Si en alguna ocasión se usa la expresión tradicional: “El hombre fue creado para servir y amar a Dios”, el contexto mencionado hace imposible entender el término «servir» en sentido fuerte, como siervo que existe para gloria de su Amo: “Dios creó todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación: «¿Cuál es, pues, el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable figura viviente, más preciosa a los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta El y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo)” (n. 358)26. El Catecismo Romano del Concilio de Trento es muy breve cuando trata del fin de la creación, pero aclara completamente este punto al hablar de la primera petición del Padrenuestro: “Es imposible que Dios sea amado de todo corazón y sobre todas las cosas, si no se antepone a todas ellas su honor y gloria... El orden de la caridad nos enseña que amemos a Dios más que a nosotros mismos, y que pidamos primero lo que queremos para Dios, y después lo que deseamos para nosotros. Y porque los deseos y peticiones son de aquellas cosas de que carecemos, y a Dios, esto es, a su naturaleza nada se puede añadir, ni aumentarse con cosa ninguna de la divina sustancia, que por un modo indecible está cumplida en toda perfección, debemos entender que las cosas que pedimos aquí para su Majestad, están fuera del mismo Dios, y que pertenecen a su gloria externa... Y cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, lo que deseamos es que se aumente la santidad y gloria del divino nombre... Y aunque sea muy cierto, como en verdad lo es, que el nombre divino no necesita por sí de santificación, «porque es santo y terrible» (Ps 110), así como el mismo Dios es santo por naturaleza, sin poder añadírsele santidad alguna que no la haya tenido desde la eternidad; sin embargo, como es adorado en la tierra muchísimo menos de lo que es debido, y aun a veces también es ultrajado con blasfemias y voces sacrílegas, por esto deseamos y pedimos que sea celebrado con sumas alabanzas, honor y gloria a imitación de los loores, honra y gloria que se le tributan en el cielo”. El comentario que el nuevo Catecismo hace a esta petición del Padrenuestro nace de un espíritu profundamente distinto. Habiendo puesto al hombre como fin y bien de Dios, santificar el Nombre de Dios termina siendo santificar al hombre: “Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en «el benévolo designio que Él se propuso de antemano» (Ef. 1, 9) para que nosotros seamos «santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1, 4). En los momentos decisivos de su Economía, Dios revela su Nombre, pero lo revela realizando su obra. Esta obra no se realiza para nosotros y en nosotros sino en la medida que su Nombre es santificado por nosotros y en nosotros” (n. 2807-2808). La gloria por la que Dios creó es la gloria del hombre: “La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno. Lo que se manifiesta de Él en la creación y en la historia, la Escritura lo llama Gloria, la irradiación de su Majestad. Al crear al hombre «a su imagen y semejanza», Dios «lo corona de gloria» (cf. Sal 8, 6)” (n. 2809). “A lo largo de nuestra vida, nuestro Padre «nos llama a la santidad» (1 Ts 4, 7) y como nos viene de El que «estemos en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros santificación» (1 Cor 1,30) (1), es cuestión de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en nosotros y por nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición” (n. 2813). Se llega así a un curioso resultado, ¡ya no es más la gloria de Dios el mayor bien del hombre, sino la gloria del hombre el mayor bien de Dios!

11° Conclusión

Sería legítimo señalarle al humanista ateo, como recurso apologético, que coincidimos en la promoción del hombre, agregándole que no hay verdadera promoción de la dignidad humana si no se tiene en cuenta la relación del hombre con Dios, es decir, la religión. Pero sólo por un momento, porque la coincidencia en aquella finalidad es puramente material, pues unos la procuran para divinizarse y otros para dar gloria al verdadero Dios, y en consecuencia, las realizaciones concretas de tal promoción se darán en formas opuestas. Pero evidentemente no es esto lo que hizo el Concilio. Puede ocurrir también que se adopte este lenguaje por no advertir las distinciones que se hace necesario establecer, las que -como dijimos- no carecen de sutileza. Pero esto justifica que de vez en cuando se diga una mala frase, pero no que siempre y sistemáticamente se hable de esa manera. Además, si alguien con espíritu católico comete este error, se horroriza cuando se hacen patentes las consecuencias. Esto es probablemente lo que le pasó a la mayoría de los obispos que firmaron la Constitución Gaudium et spes. Mas quien hace sentar de este modo al hombre en el trono de la creación y pone el Creador a su servicio, ha cegado su intelecto por un orgullo insensato. Es cierto que este pecado, como la experiencia lo enseña, puede crecer por grados con mucha inadvertencia, porque se envuelve en ropajes de gran religiosidad. Pero la adoración del «Hombre» como imagen de Dios - "Padre, glorifica al Hombre para que el Hombre te glorifique" - es, en su especie completa, el pecado del primer personalista, Lucifer, que prefirió la contemplación de su propia esencia, como más perfecta imagen de la divinidad, a subordinarse con toda la naturaleza en adoración al Verbo encarnado. Los frutos que el Concilio ha dado en cuarenta años no lo absuelven de este pecado.

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