domingo, 22 de mayo de 2016

"Ite Missa Est"

SANTÍSIMA TRINIDAD

RAZÓN DE ESTA FIESTA Y DE SU TARDÍA 
INSTITUCIÓN.


Vimos a los Apóstoles el día de Pentecostés, recibir al Espíritu Santo, y, fieles al mandato del Maestro, partir cuanto antes a enseñar a todas las naciones y a bautizar a los hombres en nombre de la Santísima Trinidad. Era natural que la solemnidad cuyo objeto es honrar a Dios uno en tres personas, siguiese inmediata a la de Pentecostés, con quien se une por misterioso lazo. Sin embargo, hasta después de muchos siglos no fué admitida en el Año Litúrgico, que va completándose en el curso de los tiempos. Todos los homenajes que la Liturgia rinde a Dios, tienen por objeto a la Santísima Trinidad. Los tiempos son tan suyos como la eternidad; ella es el término de toda nuestra religión. Cada día, cada hora la pertenecen. Las fiestas instituidas para conmemorar los misterios de nuestra salvación, siempre tienen fin en ella. Las de la Santísima Virgen y de los Santos son otros tantos medios que nos conducen a la glorificación del Señor, único en esencia y trino en personas. El Oficio divino del Domingo en particular, encierra cada semana la expresión especialmente formulada de la adoración y del servicio hacia este misterio, fundamento de los demás y fuente de toda gracia. Se comprende, por lo mismo, por qué la Iglesia tardó tanto en instituir una fiesta especial en honor de la Santísima Trinidad. La causa ordinaria de la institución de las fiestas faltaba aquí por completo. Una fiesta es el monumento de un hecho que se ha realizado en el tiempo, y cuyo recuerdo e influencia es oportuno perpetuar; ahora bien, desde toda la eternidad, antes de toda creación, Dios vive y reina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta institución no podía, pues, consistir sino en señalar en el Calendario un día particular en que los cristianos se uniesen de un modo más directo en la glorificación solemne del misterio de la unidad y de la trinidad en una misma naturaleza divina.


SÍNTESIS HISTÓRICA DE ESTA FIESTA. — La idea nació primero en algunas de esas almas piadosas y amantes de la soledad, que reciben de lo alto el presentimiento de las cosas que el Espíritu Santo ha de obrar más tarde en la Iglesia. En el Siglo VIII, el sabio monje Alcuino, lleno del espíritu de la Liturgia, creyó llegado el momento de componer una Misa votiva en honor del misterio de la Santísima Trinidad. Y hasta parece haber sido animado a ello por el apóstol de Alemania, San Bonifacio. Esta Misa era sólo una ayuda a la piedad privada, y nada hacía prever la institución de la fiesta que un día había de establecerse. Pero la devoción a esta Misa se extendió poco a poco, y la vemos introducida en Alemania por el Concilio de Seligenstadt en 1022. Pero ya por esa época una fiesta propiamente dicha de la Santísima Trinidad había sido inaugurada en una iglesia de Bélgica. Esteban, Obispo de Lie ja, instituyó solemnemente la fiesta de la Santísima Trinidad en su Iglesia el 920, y mandó componer un oficio completo en honor del misterio. No existía aún la disposición del derecho común, que ahora reserva a la Sede apostólica la institución de las nuevas fiestas, y Riquier, sucesor de Esteban en la silla de Lie ja, mantuvo la determinación de su predecesor. Se extendió poco a poco, y la Orden monástica, al parecer, la acogió favorablemente; porque vemos, desde los primeros años del s. xi, que Bernón, abad de Reichenau, se ocupaba de su propagación. En Cluny se estableció la fiesta muy pronto durante este mismo siglo, como se ve por el Ordinario del Monasterio, redactado en 1091, donde se halla mencionada como que estaba instituida desde hacía mucho tiempo. En el Pontificado de Alejandro II (1061-1073), la Iglesia Romana, que, a menudo, ha dado fuerza de ley a los usos de Iglesias particulares, adoptándolos, se vió precisada a dar un juicio acerca de esta nueva fiesta. El Pontífice, en una de sus Decretales, constatando que la fiesta estaba ya extendida por muchos lugares, declara que la Iglesia Romana no la ha aceptado, por la razón de que la adorable Trinidad es, sin cesar, invocada todos los días por la repetición de estas palabras: Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto, y en otras muchas fórmulas de alabanza. Sin embargo de eso, la fiesta continuaba extendiéndose, como atestigua el Micrologio; y en la primera mitad del s. XII, el Abad Ruperto proclama la conveniencia de esta institución expresándose respecto de ella como lo haríamos hoy: "Después de celebrar la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, cantamos la gloria de la Santísima Trinidad en el Oficio del Domingo siguiente; esta disposición es muy oportuna, porque después de la venida de este Espíritu divino, comenzaron la predicación y la creencia, y, en el bautismo, la fe y la confesión del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo'". En Inglaterra la institución de la fiesta de la Santísima Trinidad tuvo por autor principal al Mártir Santo Tomás de Cantorbery; en 1162 instituyóla en su Iglesia, en memoria de su consagración episcopal que tuvo lugar el primer domingo después de Pentecostés. En Francia encontramos en 1260 un Concilio de Arlés, presidido por el Arzobispo Florentino, que, en su canon sexto, proclama solemnemente la fiesta añadiendo el privilegio de una octava. Desde 1230, la Orden Cistercíense, extendida por Europa entera, la instituyó para todas sus casas; y Durando de Mende, en su Rational, da pie para concluir que la mayor parte de las Iglesias latinas, en el curso del Siglo XIII, gozaban ya de la celebración de esta fiesta. Entre estas Iglesias se encontraban algunas que la colocaban, no en el primero, sino en el último domingo después de Pentecostés; y otras que la celebraban dos veces: primero, a la cabeza de los domingos que siguen a la solemnidad de Pentecostés, y después en el domingo que precede inmediatamente al Adviento. Tal era en particular el uso de las Iglesias de Narbona, de Mans y de Auxerre. Desde entonces se podía prever que la Silla Apostólica acabaría por sancionar una institución que la cristiandad anhelaba ver establecida en todas partes. Juan XXII, que ocupó la cátedra de San Pedro hasta 1334, consumó la obra por un decreto en el que la Iglesia Romana aceptaba la fiesta de la Santísima Trinidad y la extendía a todas las Iglesias. Si buscamos ahora el motivo que tuvo la Iglesia, dirigida en todo por el Espíritu Santo, al asignar un día especial en el año para rendir homenaje solemne a la Trinidad, cuando todas nuestras adoraciones, todas nuestras acciones de gracias, todos nuestros votos, en todo tiempo suben a ella, lo hallaremos en la modificación que se introducía entonces en el calendario litúrgico. Hasta el año 1000, las fiestas de los Santos universalmente honrados eran raras. Desde esta época son más numerosas y habría que prever el que se multiplicarían cada vez más. Vendría un tiempo, y duraría siglos, en que el Oficio del Domingo, que está especialmente consagrado a la Santísima Trinidad, cedería frecuentemente el lugar al de los Santos que lleva consigo el curso del año. Era necesario, para legitimar de algún modo el culto de los siervos en el día consagrado a la suma Majestad, que por lo menos una vez al año, el domingo ofreciese la expresión plena y directa de esta religión profunda que el culto de la Santa Iglesia profesa al supremo Señor que se ha dignado revelarse a los hombres en su Unidad inefable y en su eterna Trinidad.


LA ESENCIA DE LA FE. — La esencia de la fe cristiana consiste en el conocimiento y adoración de Dios uno en tres personas. De este misterio salen los otros; y, si nuestra fe se nutre de él como de su alimento supremo, aguardando a que su visión eterna nos eleve a una felicidad sin fin, es por haberse complacido el Señor en manifestarse tal cual es, a nuestra humilde inteligencia, quedando en su "luz inaccesible" La razón humana puede llegar a conocer la existencia de Dios como creador de todos los seres, puede tener una idea de sus perfecciones contemplando sus obras; pero la noción del ser íntimo de Dios no puede llegar hasta nosotros, sino por la revelación que se ha dignado hacernos. Ahora bien, queriendo el Señor manifestarnos misericordiosamente su esencia, a fin de unirnos a El más estrechamente y prepararnos de alguna manera a la visión que debe darnos de El mismo cara a cara en la eternidad, nos ha conducido sucesivamente de claridad en claridad, hasta que seamos suficientemente iluminados para que reconozcamos y adoremos la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad. Durante los siglos que preceden a la encarnación del Verbo eterno, Dios parece preocupado sobre todo de inculcar a los hombres la idea de su unidad, porque el politeísmo iba siendo el mayor mal del género humano, y la noción misma de la causa espiritual y única de todas las cosas se hubiera apagado sobre la tierra, si la bondad soberana no hubiese mirado constantemente por su conservación.


EL HIJO REVELA AL PADRE. — Era preciso que la plenitud de los tiempos llegara; entonces Dios enviaría a este mundo a su Hijo único, engendrado de El eternamente. Realizó este designio de su munificencia, "y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros'". Al ver su gloria, que es la del Hijo único del Padre, sabemos que en Dios hay Padre e Hijo. La misión del Hijo sobre la tierra, como nos reveló El mismo, nos enseña que Dios es Padre eternamente; porque todo lo que hay en Dios, es eterno. Sin esta revelación, que anticipa en nosotros la luz que esperamos después de esta vida, nuestro conocimiento de Dios quedaría muy imperfecto. Convenía que hubiera relación entre la luz de la fe y la de la visión que nos está reservada, y no bastaba al hombre saber que Dios es uno. Ahora conocemos al Padre, del cual, como dice el Apóstol, dimana toda paternidad, aun sobre la tierra El Padre no es sólo para nosotros un poder creador que produce seres fuera de Sí; nuestros ojos, guiados por la fe, penetran hasta el seno de la esencia divina, y allí contemplamos al Padre engendrando un Hijo semejante a El. Pero, para enseñárnoslo, el Hijo bajó a nosotros. Lo dijo expresamente: "Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien al Hijo plugo revelarlo'". ¡Gloria, pues, al Hijo que se dignó manifestarnos al Padre, y gloria al Padre* que el Hijo nos ha revelado! De este modo, la ciencia íntima de Dios nos ha venido por el Hijo, que el Padre, en su amor, nos ha dado; y a fin de elevar nuestros pensamientos hasta su naturaleza divina, este Hijo de Dios que se revistió de nuestra naturaleza humana en su Encarnación, nos enseñó que El y su Padre son uno, que son una misma esencia en la distinción de las personas. Uno engendra, el otro es engendrado; el uno se dice poder, el otro, sabiduría, inteligencia. El poder no puede existir sin inteligencia, ni la inteligencia sin poder, en el ser soberanamente perfecto; pero uno y otro requieren un tercer término.


EL PADRE Y EL HIJO ENVÍAN AL ESPÍRITU SANTO.
El Hijo, enviado por el Padre, subió a los cielos con su naturaleza humana que unió a sí por toda la eternidad. Y ahora el Padre y el Hijo envían a los hombres el Espíritu que procede de uno y otro. Por este nuevo don, el hombre llega a conocer que en Dios hay tres personas. El Espíritu, lazo eterno de las dos primeras, es la voluntad, el amor, en la esencia divina. En Dios está, pues, la plenitud del ser sin principio, sin sucesión, sin aumento, porque nada le falta. En estos tres términos eternos de su sustancia increada, El es acto puro e infinito.;


LA LITURGIA, ALABANZA DE LA TRINIDAD. — La sagrada Liturgia, que tiene por objeto la glorificación de Dios y la conmemoración de sus obras, sigue cada año las fases de estas manifestaciones, en las que el sumo Señor se declaró por entero a los simples mortales. Bajo los sombríos colores del Adviento, atravesamos un período de espera durante el cual, el refulgente triángulo dejaba apenas penetrar algunos rayos a través de la nube. El mundo imploraba un libertador, un Mesías, y el propio Hijo de Dios debía ser el libertador, el Mesías. Para que comprendiésemos por completo los oráculos que nos le anunciaban, era necesario que El viniese. Un párvulo- nos ha nacido ', y tenemos ya la llave de las profecías. Adorando al Hijo, adoramos también al Padre que nos le enviaba en la carne y con quien era consustancial. Este Verbo de Vida, a quien hemos visto, a quien hemos escuchado, a quien nuestras manos han tocado en la humanidad que se dignó tomar, nos convenció que es verdaderamente una persona, que es distinta del Padre, puesto que el uno envía y el otro es enviado. En esta segunda persona divina, encontramos al mediador que unió la creación a su Autor, al redentor de nuestros pecados, a la luz de nuestras almas, al Esposo a quien aspiran. Al acabarse la serie de los misterios que le son propios, celebramos la venida del Espíritu Santificador, anunciando como quien debía venir para perfeccionar la obra del Hijo de Dios. Le hemos adorado y reconocido como distinto del Padre y del Hijo, que nos lo enviaban con la misión de permanecer con nosotros’. Sé ha manifestado en las operaciones divinas que le son propias; porque son el objeto de su venida. Es el alma de la Iglesia, a quien conserva en la verdad que el Hijo la enseñó. Es el principio de la santificación de nuestras almas, donde quiere hacer su morada. En una palabra, el misterio de la Santísima Trinidad ha llegado a ser para nosotros—hijos adoptivos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, movidos y habitados por el Espíritu Santo—no sólo un dogma dado a conocer a nuestra inteligencia por la revelación, sino una verdad conocida prácticamente por nosotros, gracias a la generosidad inaudita de las tres divinas personas.

ALABANZA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. — Unidad indivisible, Trinidad distinta en una sola naturaleza, Dios soberano que te revelaste a los hombres, permite nos que en tu presencia ofrezcamos nuestras adoraciones, y que nos desahoguemos en acciones de gracias que salen de nuestro corazones, cuando nos sentimos inundados de tus inefables resplandores. Unidad divina, Trinidad divina, no te hemos contemplado todavía, pero sabemos lo que eres; porque te has dignado manifestarnos lo. Esta tierra que habitamos, oye proclamar cada día distintamente el augusto misterio, cuya visión es el principio de la felicidad de los seres glorificados en tu seno. La raza humana esperó muchos siglos antes de que la divina fórmula le fuese plenamente revelada; pero nuestra generación está en posesión de ella, confiesa con alegría la Unidad y Trini dad en tu esencia divina. Antiguamente, la palabra del escritor sagrado, parecida al relámpago que surca la nube y deja después la obscuridad más profunda, atravesaba el horizonte del pensamiento. Decía: "No conozco la verdadera Sabiduría, ignoro lo que es santo. ¿Qué hombre subió al cielo y volvió a bajar? ¿Quién tiene en sus manos la tempestad? ¿Quién contiene las aguas como en un recinto? ¿Quién fijó los confines de la tierra? ¿Sabes cómo se llama? ¿Conoces el nombre de su hijo?" Señor Dios, gracias a tu infinita misericordia, conocemos hoy tu nombre: te llamas Padre, y el que engendras eternamente se llama Verbo, la Sabiduría. Sabemos también que del Padre y del Hijo, procede el Espíritu de amor. El Hijo, revestido de nuestra carne, habitó esta tierra y vivió entre los hombres; el Espíritu descendió después y se quedará con nosotros hasta la consumación de los destinos de la familia humana en el mundo. He ahí por qué confesamos la Unidad y la Trinidad; porque, habiendo oído el divino testimonio, hemos creído, y "porque hemos creído, hablamos con toda seguridad". A tus Serafines, oh Dios, les oyó el Profeta que cantaban: "¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!". Somos hombres mortales; pero, más felices que Isaías, sin ser profetas como él, podemos articular la palabra angélica y decir: "¡Santo es el Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu Santo!" Mantenían se volando con dos de sus alas; con las otras dos velaban respetuosamente su cara, y las dos últimas cubrían sus pies. Nosotros también, fortificados por el Espíritu divino que nos fué dado, procuremos levantar "sobre las alas del deseo el peso de nuestra mortalidad; cubramos con el dolor la responsabilidad de nuestras faltas, y velando con la nube de la fe el ojo débil de nuestra inteligencia, recibamos dentro la luz que se nos infunda. Dóciles a la palabra revelada, nos conformamos con lo que enseña; ella nos trae la noción, no sólo distinta, sino luminosa del misterio que es la fuente y el centro de todos los demás. Los Angeles y los Santos contemplan en el cielo, con este inefable temor que el profeta nos indicó al mostrarnos su mirada semicubierta con sus alas. Nosotros no vemos aún, ni podríamos ver, pero sabemos, y esta ciencia ilumina nuestros pasos y nos fija en la verdad. Guardémonos de "escudriñar la majestad", no sea que "seamos aplastados con su gloria'"; pero repasando lo que el cielo se dignó revelarnos de sus secretos, digamos:


ALABANZA A DIOS UNO. — Gloria sea a ti, Esencia única, acto puro, ser necesario, infinito, sin división, independiente, completo desde toda la eternidad, tranquilo y supremamente feliz. En Ti reconocemos, con la inviolable Unidad, fundamento de todas tus grandezas, tres personas distintamente subsistentes; pero en su producción y en su distinción, la misma naturaleza les es común, de suerte que la subsistencia personal, que las constituye a cada una y las distingue a la una de la otra, no lleva entre ellas ninguna desigualdad. ¡Oh bienaventuranza infinita en esta sociedad de tres personas que contemplan en si mismas las mismas perfecciones inefables de la esencia que las reúne, y la propiedad de cada una de las tres que anima divinamente esta naturaleza que nada puede limitar ni turbar! ¡Oh maravillosa esencia infinita, cuando se digna obrar fuera de sí, creando seres con su poder y bondad, operando las tres de acuerdo, de suerte que la que interviene por un modo que le es propio, lo hace en virtud de una voluntad común! ¡Amor especial sea dado a la divina persona, que en la acción común de las tres, se digna revelarse más especialmente a las criaturas; y al mismo tiempo ríndanse gracias a las otras dos que, en una misma voluntad, se unen a la que manifiesta en nuestro favor!


ALABANZA AL PADRE. — ¡Gloria a Ti, oh PADRE, Anciano de días', irascible, sin principio, pero que comunicas esencial y necesariamente al Hijo y al Espíritu Santo la divinidad que reside en Ti! Eres Dios y Padre; El que te conoce como Dios y no como Padre, no te conoce tal cual eres. Produces, engendras, pero en tu propio seno; porque lo que está fuera de Ti no es Dios. Eres el ser, el poder, pero nunca dejaste de tener un Hijo. Te dices a Ti mismo lo que eres; te comunicas, y el fruto de la fecundidad de tu pensamiento, igual a Ti, es la segunda persona que sale de Ti, es tu Hijo, tu Verbo, tu palabra increada. Hablaste una vez, y tu palabra es eterna como Tú, como tu pensamiento, del que es expresión infinita. Así, el sol que brilla a nuestra vista nunca estuvo sin resplandor Este resplandor existe por él, está con él, en una de él sin disminuirlo, sin salir de él. Perdona, Padre, a nuestra débil inteligencia al buscar comparación entre los seres que creaste. Y, si nos estudiamos a nosotros mismos, que creaste a tu imagen, ¿no sentimos que nuestro pensamiento, por ser distinto en nuestro espíritu, tiene necesidad de término que le fije y le determine? Padre, te conocimos por el Hijo que engendraste eternamente, y que se dignó revelarse a nosotros. Nos enseñó que Tú eres Padre y El es Hijo, y que a la vez eres con El una misma cosa. Cuando un Apóstol exclamó: "Señor, muéstranos al Padre", respondió: "El que me ve, ve al Padre'". ¡Oh unidad de la naturaleza divina, en que el Hijo, distinto del Padre, no es menor que el Padre! ¡Oh complacencia del Padre en el Hijo, por quien tiene conciencia de Sí mismo; complacencia de amor íntimo que proclama a nuestros oídos mortales a orillas del Jordán y en la cumbre del Tabor! . ¡Oh Padre, Te adoramos, pero también Te amamos: porque un Padre debe ser amado de sus hijos, y nosotros somos tus hijos! ¿No nos enseña un Apóstol que toda paternidad procede de Ti, no sólo en el cielo, sino en la tierra?  Nadie es-padre, nadie tiene autoridad paterna en la familia, en el Estado, en la Iglesia, sino por Ti, en Ti y a semejanza;' 'a. Es más, quisiste "que no sólo fuésemos llamados hijos tuyos, sino que esta cualidad fuese real en nosotros; no por generación como en tu único Verbo, sino por una adopción que nos hace sus "coherederos". Tu Hijo divino dijo hablando de Ti: "Yo honro a mi Padre"; también nosotros Te honramos, Padre sumo, Padre de majestad inmensa, y desde lo profundo de nuestra nada, en espera de la eternidad, te glorificamos con los santos Angeles y los Bienaventurados de nuestra raza. Tu mirada paternal nos proteja, y se complazca también en los hijos que has previsto y que has elegido y has llamado a la fe, y que con el Apóstol se atreven a llamarte "Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo '."


ALABANZA AL HIJO. — ¡Gloria a Ti, oh Hijo, oh Verbo, oh Sabiduría del Padre! Emanado de su esencia divina, el Padre te dio nacimiento "antes de la aurora" y te dijo: "Hoy te he engendrado", y el hoy, que no tiene ni ayer ni mañana, es la eternidad. Eres Hijo e Hijo único, este nombre expresa una misma naturaleza con el que te produce; excluye la creación y te dice consustancial al Padre, del que procedes con una semejanza perfecta. Sales del Padre, sin salir de la esencia divina, siendo coeterno con tu principio; porque en Dios nada hay nuevo, nada temporal. En Ti, la filiación no es una dependencia; porque el Padre no puede existir sin el Hijo, como tampoco el Hijo sin el Padre. Si es noble para el Padre producir al Hijo, no lo es menos para el Hijo agotar y terminar en Sí mismo, por su filiación, el poder generador del Padre. ¡Oh Hijo de Dios, eres el Verbo del Padre! Palabra increada, eres tan íntimo con El cómo su pensamiento, y su pensamiento es su ser. En Ti este ser se expresa por entero en su infinidad, en Ti se conoce. Eres el fruto inmaterial producido por el entendimiento divino del Padre, la expresión de todo lo que es, bien te guarde misteriosamente "en su seno'", bien te produzca fuera. ¡Qué términos emplearemos para definirte en tu magnificencia, oh Hijo de Dios! El Espíritu Santo se dignó ayudarnos en los libros que dictó; nos atreveremos, pues, a decir con las palabras que nos sugiere: "Eres el esplendor de la gloria del Padre, la forma de su sustancia". Eres el resplandor de la luz eterna, el espejo sin imperfección de la majestad de Dios, el reflejo de su eterna bondad. Con la Iglesia reunida en Nicea, nos atrevemos a decir: "Eres Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero." Con los Padres y los doctores añadimos: "Eres la llama eternamente alumbrada por la llama eterna. Tu luz no disminuye en nada a la que se comunica en Ti, y en Ti nada tiene de inferior a la que te produjo." Pero, cuando esta inefable fecundidad que da un Hijo eterno al Padre, al Padre y al Hijo un tercer término, quiso manifestarse fuera de la esencia divina, y, no pudiendo producir nada que fuese igual a Sí, se dignó llamar de la nada a la naturaleza intelectual y razonable, como más cercana a su principio, y a la naturaleza material como la menos alejada de la nada, entonces la producción íntima de tu persona en el seno del Padre, oh Hijo único de Dios, se reveló al mundo en el acto creador. El Padre lo hizo todo, pero "en su Sabiduría", es decir, por medio de Ti "lo hizo'". Esta misión de obrar que recibiste del Padre, deriva de la generación eterna por la que Te produce de Sí mismo. Saliste de tu descanso misterioso, y las criaturas visibles e invisibles procedieron de la nada a tu mandato. Obrando en íntimo acuerdo con el Padre, extendiste sobre los mundos al crearlos, algo de esta bondad y armonía cuyo reflejo eres en la esencia divina. Pero tu misión no se agotó con la creación. El ángel y el hombre, seres inteligentes y libres, fueron destinados a ver y a poseer a Dios eternamente. Para ellos no bastaba el orden natural, era necesario que una vía sobrenatural les fuese abierta para conducirlos a su fin. Esta vía eres Tú mismo, oh Hijo único de Dios. Al tomar en Ti la naturaleza humana, Te uniste a tu obra, levantaste hasta Dios al ángel y al hombre, y, en tu naturaleza finita, apareciste como el tipo supremo de creación que el padre realizó por medio de Ti. ¡Oh misterio inefable! eres el Verbo increado, y a la vez "el primogénito' de toda creatura", que debía manifestarse a su tiempo; pero precediste en la intención divina a todos los seres que fueron creados para ser súbditos tuyos. La raza humana, llamada a poseerte en su seno como divino intermediario, rompió con Dios: el pecado la precipitó en la muerte. ¿Quién podrá levantarla, volverla a su sublime destino? Tú sólo, ¡oh Hijo único del Padre! Nunca lo hubiéramos pensado; pero "el Padre amó tanto al mundo, que le dió su Hijo único'", no sólo como mediador, sino como redentor de todos. ¡Oh primogénito nuestro!, le pediste que "Te restituyese tu herencia", y esta herencia tuviste que rescatarla Tú mismo. El Padre entonces Te confió la misión de Salvador para nuestra raza perdida. Tu sangre en la cruz fué nuestro rescate, y renacimos para Dios y a nuestros primeros honores; por eso, oh Hijo de Dios, nos gloriamos nosotros tus rescatados, de llamarte SEÑOR NUESTRO. Librados de la muerte, purificados del pecado, Te dignaste devolvernos todas nuestras grandezas. Eres para el futuro CABEZA y nosotros tus miembros. Eres REY y nosotros tus dichosos súbditos. Eres PASTOR y nosotros las ovejas de tu único rebaño. Eres ESPOSO, y la Iglesia nuestra Madre es tu Esposa. Eres PAN vivo bajado del cielo, y nosotros tus convidados. ¡Oh Hijo de Dios, oh Emmanuel, oh hijo del Hombre, bendito sea el Padre que Te envió; pero sé bendito con El Tú, que cumpliste su misión, y Te dignaste decirnos que "tus delicias son estar con los hijos de los hombres!"


ALABANZA AL ESPÍRITU SANTO. — ¡Gloria a Ti, oh ESPÍRITU SANTO, que emanas por siempre del Padre y del Hijo en la unidad de la sustancia divina! El acto eterno, por el cual el Padre se conoce así mismo, produce al Hijo, que es la imagen infinita del Padre, y el Padre se complace amorosamente en este esplendor salido de El antes de todos los siglos. El Hijo, al contemplar el principio de que emana eternamente, concibe para con este principio un amor igual a aquel del que es objeto. ¡Qué lengua podrá describir este ardor, esta aspiración mutua que es la atracción y el movimiento de una persona hacia la otra, en la inmovilidad eterna de la esencia! Tú eres este amor, oh Espíritu divino, que sales del Padre y del Hijo como de un mismo principio, distinto del uno y del otro, pero formando el lazo que los une en las inefables delicias de la divinidad: Amor viviente, personal, que procede del Padre por el Hijo, último término que completa la naturaleza divina y consuma eternamente la Trinidad. En el seno impenetrable de Dios, la personalidad Te viene a la vez del Padre, cuya expresión eres por un nuevo modo de producción, y del Hijo, que recibiéndola del Padre, Te la da de Sí mismo; porque el amor infinito que los une estrechamente, es de los dos y no de uno solo. Nunca estuvo el Padre sin el Hijo; nunca estuvo el Hijo sin el Padre; pero tampoco el Padre y el Hijo estuvieron sin Ti, ¡oh Espíritu Santo! Eternamente se han amado, y Tú eres el amor infinito que reina en ellos, y al cual comunican su divinidad. La procesión de uno y otro agota la virtud productiva de la esencia increada, y así las divinas personas realizan el número de tres; fuera de ellas no hay sino la creación. Era necesario que en la esencia divina existiese no sólo el poder y la inteligencia, sino también el querer, del que procede toda acción. La voluntad y el amor son una sola y misma cosa, y Tú eres, oh divino Espíritu, este querer y este amor. Cuando la Trinidad dichosa obra fuera de sí misma, el acto concebido por el Padre y expresado por el Hijo, se realiza por Ti. Por Ti también, el amor que el Padre y el Hijo se tienen el uno al otro, y que se personaliza en Ti, se extiende a los seres que serán creados. Por su Verbo, el Padre los conoce; por Ti, oh Espíritu de amor, los ama, de suerte que toda creación procede de la bondad divina. Emanando del Padre y del Hijo, sin perder la igualdad que eternamente tienes con ellos, eres enviado por uno y otro a la criatura. El Hijo, enviado por el Padre, reviste por toda la eternidad la naturaleza humana, y su persona, por las operaciones que le son propias, nos parece distinta de la del Padre. Del mismo modo, oh Espíritu Santo, Te reconocemos distinto del Padre y del Hijo, cuando bajas para cumplir en nosotros la misión que Te ha sido dada por uno y otro. Inspiras a los profetas intervienen en María en la Encarnación divina, descansas sobre la flor de Jesé, conduces al desierto a Jesús, le ensalzas con milagros. Su Esposa la Iglesia Te recibe y la enseñas todo lo verdadero y Te quedas en ella, como su amigo, hasta el último día del mundo. Nuestras almas están señaladas con tu sello Tú las animas con la vida sobrenatural; vives hasta en nuestro cuerpo, que es templo; en fin, eres para nosotros el don de Dios", la fuente que mana hasta la vida eterna. ¡Gracias distintas Te sean dadas, oh Espíritu divino, por las distintas obras que haces en nuestro favor!



ACCIÓN DE GRACIAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. — Y ahora, después de adorar una a una a las divinas personas, recorriendo sus beneficios en el mundo, nos atrevemos a levantar nuestros ojos mortales hacia esta triple Majestad que resplandece en la unidad de tu esencia, oh supremo Señor, y confesamos con San Agustín lo que aprendimos de Ti, acerca de Ti mismo. "Tres es su número; uno, que ama al que es de él; uno, que ama a aquél de quien es; y, por fin, el amor mismo". Pero nos queda por cumplir un deber de agradecimiento, el celebrar la inefable conducta por la cual Te dignaste imprimir en nosotros tu imagen. Habiendo determinado eternamente darnos sociedad en Ti, nos preparaste según un tipo tomado de 'tu ser divino. Tres: facultades en nuestra única alma atestiguan nuestro origen, que viene de Ti; pero este frágil espejo de tu ser, que es la gloria de nuestra naturaleza, no era más que un preludio a los designios de tu amor. Después de darnos el ser natural, determinaste en tu consejo, oh Trinidad divina, comunicarnos aún el ser sobrenatural. En la plenitud de los tiempos, el Padre nos envía a su Hijo, y este Verbo increado aporta la luz a nuestra inteligencia: el Padre y el Hijo envían al Espíritu, y el Espíritu trae el amor a nuestra voluntad; y el Padre, que no puede ser enviado, viene por si mismo, y se da a nuestra alma cuyo poder, transforma  en el Bautismo, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, se cumple en el cristiano esta producción de las tres divinas personas, en correspondencia inefable con las facultades dadas a nuestra alma, como el bosquejo de la obra maestra que la obra sobrenatural de Dios puede sólo acabar. ¡Oh unión por la que Dios está en el hombre y el hombre en Dios! ¡Unión por la cual llegamos a la adopción del Padre, a la fraternidad con el Hijo, a la herencia eterna! Pero esta permanencia de Dios en la criatura, el amor eterno es ' quien la formó gratuitamente, y se mantiene por el tiempo que el amor de reciprocidad no falta en el hombre. El pecado mortal tendrá la fuerza de quebrantarla; la presencia de las divinas personas, que habían establecido su morada en el alma y que permanecían unida a ella, cesarían en el mismo instante en que la gracia santificante se extinguiese. Dios no estaría ya en el alma más que por su inmensidad, y el alma ya no le poseería. Entonces Satanás restablecería en ella el reino de su odiosa trinidad: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y el orgullo de la vida", ¡desgraciado el que se atreva a provocar a Dios, por una ruptura tan sangrienta, y sustituir así, por el mal, el sumo bien! El celo del Señor menospreciado, expulsado, es el que ha abierto los abismos del infierno y ha encendido la llama eterna. Luego esta ruptura, ¿no tendrá posibilidad de reconciliación? No, por parte del hombre pecador, incapaz de reanudar con la adorable Trinidad las relaciones que un avance gratuito había preparado y que una bondad incomprensible había consumado. Pero la misericordia de Dios, que es, como lo enseña la Iglesia en la Liturgia el atributo supremo de su poder, puede realizar tal prodigio, y lo hace cada vez que un pecador se convierte. A este movimiento de la augusta Trinidad que se digna bajar de nuevo al corazón del hombre arrepentido, una alegría inmensa, nos dice el Evangelio, se apodera de los Angeles y de los Santos hasta en lo más alto del cielo2; porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo señalaron su amor, y buscaron la gloria haciendo justo al que era pecador, viniendo a habitar en esta oveja antes extraviada, en este pródigo, empleado hasta ahora en la guarda de los animales inmundos, en este ladrón que, hace poco, en la cruz, insultaba con su compañero al inocente crucificado. Sean, pues, adoración y amor a Ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad perfecta que Te dignaste revelarte a los mortales, Unidad eterna e inconmensurable, que libraste a nuestros padres del yugo de los falsos dioses. Gloria a Ti como era en el principio, antes de todos los seres creados; como es ahora, en el momento en que contemplamos la verdadera vida, que consiste en contemplarte cara a cara; como será por los siglos de los siglos, cuando la eterna bienaventuranza nos reúna en tu seno infinito. Amén.

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