San Serafin de Sarov
¡Señor Jesucristo, ten misericordia de
mí!
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Te diré una cosa que vi con mis propios ojos el año
pasado. En mi monasterio de Bessarabia había un staretz que llevaba una vida
santa. Un día se vio sorprendido por una tentación: sintió el deseo de comer
pescado seco. Y como en aquel momento no lo había en el convento, pensó ir al
mercado y comprarlo. Luchó largamente contra aquel pensamiento, diciéndose a sí
mismo que un monje tiene que contentarse con el alimento común de los hermanos
y evitar a toda costa la glotonería. Además, para un monje ir al mercado y
andar entre la gente era fuente de tentación y algo impropio. Prevalecieron, no
obstante, las insidias del enemigo sobre su razón, y el monje, cediendo a la
tentación, fue a comprar el pescado.
Salido que hubo del monasterio, se dio cuenta durante
el trayecto de que no llevaba el rosario. y pensó: "¿Y puedo ir así, como
un guerrero sin espada? Esto es impropio; la gente, al encontrarme, me juzgará
y será inducida a tentación viendo a un monje sin rosario." Quería volver
a buscarlo, pero hurgando en los bolsos lo encontró. Lo sacó, se hizo con él la
señal de la cruz, se lo enroscó en las manos y siguió tranquilo. Estaba ya
cerca del mercado cuando vio junto a una tienda un caballo con una carga de enormes
cubas. En un momento, el caballo se espantó no sé con qué motivo y se encabritó
con todas sus fuerzas. Arrojándosele le mordió en la espalda y lo tiró por
tierra, sin hacerle, no obstante, grave daño. El carro volcó a dos pasos de él,
haciéndose añicos. Pero él ya se había levantado. Naturalmente, se asustó
mucho, pero al mismo tiempo se sorprendió de que Dios le hubiese salvado la
vida. Porque si el carro hubiese volcado un segundo antes habría acabado él
mismo como el carro. Sin pensar más, compró el pescado, se volvió al convento, se
lo comió y después de habérselo comido, se fue a dormir. Dormía ligeramente cuando se le apareció en
sueños un desconocido staretz, que parecía una estatua, y le dijo:
"Escucha, soy el protector de este convento y quiero que entiendas lo que
hoy ha sucedido, para que recuerdes bien la lección.
Mira, tu débil lucha contra el sentimiento de placer y
tu pereza en el propio conocimiento y autocontrol han inducido al enemigo a
acercarse a ti y a prepararte el incidente de hoy, en el que debías sucumbir.
Pero tu ángel custodio, previendo esto, te ha sugerido rezar una oración y te
ha recordado el rosario. Y por haber escuchado su inspiración y haber obedecido
poniéndola en práctica, te ha salvado de la muerte. ¿Ves con qué generosidad
paga el amor de Dios incluso el más pequeño movimiento hacia El?" Dichas
estas palabras, el staret; dejó aprisa la celda, y el monje, que se había
arrodillado ante él, se despertó y se encontró no en la cama, sino de rodillas
en el umbral de la puerta. El mismo me contó, a mí y a otros muchos, esta
visión para nuestro provecho espiritual.
¡Realmente es ilimitado el amor de Dios con los
pecadores! ¿No es extraordinario que un gesto tan pequeño como es haber sacado
del bolso el rosario para tenerlo en las manos, y haber invocado una vez el
Nombre de Dios, haya merecido la vida a un hombre, y que en la balanza del juicio
un breve instante dedicado a invocar a Jesucristo pese más que muchas horas
pasadas en la pereza? Realmente esta migaja ha sido pagada en oro. ¿Ves,
hermano, el poder de la oración y de 10 que es posible la invocación del Nombre
de Dios? San Juan de Kárpatos dice en la Filocalía que cuando en la oración
invocamos el nombre de Jesús y decimos: "ten misericordia de mí,
pecador", la voz del Señor responde en secreto: "hijo, tus pecados te
son perdonados". San Juan dice más aún; dice que cuando oramos nada nos
distingue de los santos, de los confesores y de los mártires, porque, como
enseña también San Juan Crisóstomo, "aunque estemos llenos de pecado,
cuando oramos, la oración nos lava rápidamente". La ternura de Dios es
grande; y, no obstante, nosotros, pecadores, indiferentes cambiamos el tiempo
de la oración, que es lo más importante, por las preocupaciones mundanas,
olvidándonos de Dios y de nuestro deber. Esta es la razón por la que nos
suceden con frecuencia desgracias y calamidades. ¡Y, como si aún fuera poco,
Dios, en su infinita bondad, se sirve incluso de éstas para instruirnos y
dirigir nuestros corazones a El!» Cuando el mercader hubo terminado de hablar
al oficial, le dije:
« ¡Qué consuelo has dado también a mi alma pecadora!
De buena gana me postraría a tus pies.
Oyendo esto, se volvió a mí diciendo:
«Por lo que veo, te gustan los relatos religiosos.
Espera un momento y te leeré otro parecido. Tengo un precioso libro con el que
viajo. Se titula Apatía O La salvación de los pecadores. Contiene relatos
maravillosos.»
Sacó el libro del bolso y comenzó a leer un
maravilloso relato sobre un tal Agatonik, un hombre devoto a quien sus padres
habían acostumbrado desde la infancia a recitar diariamente ante el icono de la
Virgen la oración: «alégrate, Virgen Madre de Dios». Al crecer y verse
absorbido por las preocupaciones y negocios de la vida, fue dejando la oración
hasta que la abandonó totalmente.
En cierta ocasión hospedó una noche a un peregrino, un
ermitaño de la Tebaida, quien le dijo haber tenido un sueño. Debía presentarse
a Agatonik para reprenderlo por haber dejado de rezar la oración a la Madre de
Dios. Agatonik se justificó diciendo que había rezado mucho tiempo sin haber
obtenido beneficio alguno. El ermitaño le contestó: « ¿No recuerdas, ciego y
desagradecido, las muchas veces en que esta oración te ha ayudado y protegido?
¿No recuerdas cuando, siendo niño, estuviste a punto de ahogarte y fuiste
milagrosamente salvado? ¿No recuerdas cuando saliste inmune de la epidemia que
llevó a la tumba a tantos amigos tuyos? ¿No recuerdas cuando te caíste del
carro con un amigo? El se rompió una pierna; tú, en cambio, no te hiciste nada.
¿No sabes que un joven -tú lo conoces- que era sano y fuerte, yace débil y
enfermo, mientras tú gozas de buena salud y no sufres?» Estas y otras muchas
cosas le recordó el ermitaño a Agatonik. Y finalmente le dijo: «Sabe que te has
visto libre de todas estas desgracias debido a la protección de la santísima
Madre de Dios, gracias a aquella breve oración con que diariamente elevabas tu espíritu
para unirlo a Dios. Vuelve, pues, a rezar y no ceses de glorificar a la Reina
del Cielo, a fin de que no te abandone.» Terminada esta lectura, nos llamaron a
comer. Después, y una vez que agradecimos a nuestro hospedero sus atenciones,
reemprendimos el camino y cada uno se fue por su lado. Caminé durante cinco
días reconfortado con el recuerdo de los relatos del piadoso mercader de Belaja
Tserkov. Estaba ya cerca de Kiev cuando, de golpe, quién sabe cómo, sentí
aburrimiento y enervación, y mis pensamientos se hicieron sombríos. La oración
me venía fatigosamente y se apoderó de mí una especie de indolencia. Así, descubriendo
un bosquecillo al lado de la carretera, me introduje en él para descansar y
leer en paz mi Filocalía a la sombra de una zarza, reforzando así mi débil espíritu.
Encontré un lugar silencioso y comencé a leer a Casiano el Romano, en la cuarta
parte de la Filocalía, sobre los «Ocho pensamientos». Después de media hora de
alegre lectura, vi inesperadamente, a casi cincuenta pasos de mí, en lo más
frondoso del bosque, a un hombre inmóvil y arrodillado. Me sentí feliz al
verle, porque pensé que estaba rezando, y continué leyendo. Después de una
hora, y quizá más, levanté de nuevo la mirada: el hombre continuaba en la misma
postura. Esto me conmovió, y pensé: «Qué siervos tan devotos tiene Dios Mientras
pensaba esto, el hombre cayó al suelo y se quedó inmóvil. Cuando estaba de
rodillas lo tenía de espaldas, de forma que no había podido verle la cara. Me
entró curiosidad, me acerqué y lo encontré dormido. Era un campesino, joven, de
unos veinticinco años, rostro delicado y pálido. Vestía un caftán rústico,
atado con una cuerda de corteza de tilo. No llevaba nada consigo, ni alforja,
ni bastón. El ruido de mis pasos lo despertó y levantándose, se sentó. Le
pregunté quién era:
-Un campesino de la provincia de Smolensk
-dijo-, que vengo de Kiev.
-y ¿hacia dónde vas ahora? -le pregunté.
-No lo sé -me respondió-o Iré a donde Dios me
conduzca.
-¿Hace mucho que faltas de casa?
-Sí, más de cuatro años.
-¿Y dónde has vivido durante todo este tiempo?
-He visitado santuarios, monasterios e iglesias. No
veía sentido al permanecer en casa. Soy huérfano y no tengo parientes. Además,
estoy cojo. ¡Así voy vagando por el ancho mundo!
-Alguna buena persona debe haberte enseñado a andar,
más que por el mundo, por lugares santos -dije.
-Verás -me respondió-o Siendo huérfano comencé desde
niño a andar con los pastores de mi pueblo y hasta que tuve diez años todo me
fue bien. Después, un día, cuando llevaba el rebaño a casa, no me di cuenta que
faltaba la mejor oveja del starosta. Nuestro starosta era un campesino malo e
inhumano. Cuando volvió a casa por la tarde y vio que le faltaba la oveja, se
dirigió a mí con insultos y amenazas. Me dijo que si no me apresuraba a buscar
la oveja, «me apalearía hasta morir y me destrozaría brazos y piernas».
Conociendo su crueldad, corrí a buscar la oveja al
lugar donde había estado pastoreando el rebaño. Busca que te busca, había
pasado la media noche y no aparecía huella alguna del animal. La noche era muy
oscura; se acercaba el otoño. Llegando a lo más denso del bosque -y los bosques
en esta provincia no parecen acabarse nunca sobrevino una tormenta. Los árboles
comenzaron a balancearse. A lo lejos se escuchaba el aullido de los lobos. Me
sobrecogió tal terror que se me erizó el pelo; cuanto más caminaba tanto más
aumentaba mi angustia y me sentía desfallecer de miedo. Caí de rodillas, hice
la señal de la cruz y grité con todas mis fuerzas: «iSeñor Jesucristo, ten misericordia
de mí!» En seguida me sentí sereno, como si nunca hubiera estado angustiado. Todo
mi miedo desapareció y me sentí invadido por una gran alegría como si estuviese
en el cielo.
Era feliz y no cesaba de repetir la oración. Todavía
hoy ignoro si la tempestad duró largo rato, ni cómo pasé la noche. Vi las
primeras luces del alba y todavía estaba arrodillado. Me levanté tranquilo, me
di cuenta de que era imposible encontrar 3 Jefe del Mir, típica comunidad
campesina en Rusia, que poseía en común la tierra aneja al pueblo que configuraba
la comunidad. la oveja y volví a casa. Tenía el corazón sereno y no cesaba de
repetir la oración. Apenas llegué al pueblo, el starosta, viendo que volvía sin
la oveja, la emprendió conmigo a patadas. Fue en aquella ocasión cuando quedé
cojo. No pude moverme durante seis
semanas. Sólo sabía que repetía la oración y ello me confortaba. Fui mejorando
y comencé a recorrer el mundo. Pero como no me gustaba encontrarme en medio de
la gente, cosa que me habría llevado a cometer muchos pecados, comencé a
peregrinar por santos lugares y por bosques. Así llevo ya casi cinco años.» Oídas estas palabras, me alegré de que el
Señor me hubiese concedido encontrarme con una persona tan buena, y le
pregunté:
-« ¿Y rezas ahora con frecuencia la oración?»
-«No puedo estar sin ella», me respondió. "Cada
vez que recuerdo lo experimentado aquella noche en el bosque, caigo de rodillas
como si me empujasen, y comienzo a rezar. No sé si mi oración de pecador será
acepta a Dios. Cuando rezo, a veces encuentro una gran alegría
-no sé explicarme el motivo- y suavidad de espíritu.
Otras veces experimento pesadez, aburrimiento y desconsuelo. A pesar de todo,
siento un gran deseo de rezar.»
-«No te desanimes, querido hermano. La oración es
siempre acepta a Dios y útil para nuestra salvación, sean cuales fueren los
sentimientos que tengas durante la misma. Lo dicen los santos Padres. Ninguna
oración, parezca rica o pobre, se perderá ante Dios. El consuelo, fervor y
dulzura manifiestan que Dios te premia y consuela por el esfuerzo realizado; la
pesadez, tristeza, aridez, significa que está purificando y fortaleciendo tu
alma, salvándola con esta prueba saludable, disponiéndola a saborear con
humildad la futura felicidad. Para demostrártelo, te leo algo que escribió San
Juan Clímaco.»
Encontré el pasaje y se lo leí. Lo escuchó con
atención y me dio las gracias. Después nos separamos. Mientras él se adentraba
en el bosque, yo volví al camino y reemprendí la marcha agradeciéndole a Dios
que me hubiese enseñado tal lección. Al día siguiente, con la ayuda de Dios,
llegué a Kiev. Mi primer y más urgente deseo era rezar mis devociones,
confesarme y comulgar en aquella santa ciudad. Me detuve junto a los santos
para estar más cerca de la iglesia. Me hospedó un viejo cosaco, muy bueno.
Vivía solo en su cabaña, y en él encontré paz y silencio. Al finalizar la
semana, durante la cual me había preparado para mi confesión, me vino la idea
de hacerla lo más detallada posible. Comencé, pues, a rememorar toda mi vida,
volviendo sobre mis pecados de juventud hacia adelante. Y para no olvidarlos,
escribí todo lo que logré recordar hasta el último detalle. Llené un extenso
folio.
Me enteré de que a unos siete kilómetros de Kiev, en
la pustinia de Kiev vivía un sacerdote de significada vida ascética, muy sabio
e iluminado. Todo el que se acercaba a él para confesarse encontraba una
atmósfera de ternura y compasión y se volvía enriquecido con saludables enseñanzas
y tranquilidad de espíritu. Me alegré con la noticia y me apresuré a ir allá.
Después de haber hablado y pedido consejo a este sabio, le entregué mi folio
para que lo examinase. Lo leyó todo y me dijo:
«Querido hermano, mucho de lo que has escrito es
totalmente fútil. Escucha, lo primero que debes hacer es no confesar los
pecados de los que ya te has arrepentido y te han sido perdonados, a no ser que
hayas vuelto a cometerlos. Lo contrario significaría que no tienes fe en el
poder del sacramento de la penitencia. Segundo, no debes acusar a tus cómplices,
sino sólo a ti mismo.
En tercer lugar, los santos Padres prohíben detenerse
en las circunstancias de los propios pecados. Hay que confesarlos en general,
para evitar que renazca la tentación en ti o en el confesor. En cuarto lugar,
tú has venido para arrepentirte, pero no te arrepientes, porque no sabes
hacerlo. Tu arrepentimiento es tibio y negligente. En quinto lugar, has escrito
todos los detalles, pero has descuidado lo esencial: no has declarado los pecados
más graves. No has tomado conciencia, ni has anotado, que no amas a Dios, que
detestas a tu prójimo, que no crees en la palabra de Dios y que estás lleno de
orgullo y ambición. Estos cuatro pecados están en la base de todo mal y de
nuestra depravación espiritual. Son éstas las principales raíces que alimentan
los retoños de todas nuestras caídas.» Estaba maravillado oyendo estas
palabras, y dije:
«Perdonad, reverendísimo padre, pero ¿cómo es posible
no amar a Dios, nuestro Creador y conservador? ¿En qué podría creer si no es en
la palabra de Dios, en la que todo es verdad y santidad? y si deseo el bien de
mi prójimo, ¿cómo podría detestarlo? Por otra parte, no tengo motivo alguno
para enorgullecerme: no tengo nada digno de ser alabado, sólo tengo mis
innumerables pecados. Por último, mezquino y pobre como soy, la ambición es
algo que no me cuadra. No es como si fuese instruido y rico; entonces
seguramente sería culpable de todo lo que habéis dicho.» «Es una pena, querido
amigo, que hayas entendido tan poco de lo que te he dicho. Mira, lo entenderás
antes si te doy estos apuntes de los que yo me sirvo para mi propia confesión.
Léelos y verás claramente confirmado todo lo que te he dicho.» El padre me dio
un breve escrito y comencé a leerlo.
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