“LA GUERRA SANTA
ENCENDÍA DE ENTUSIAMO”
-Mire, jefe, tamos
con el sol encima y ta lejos l'olla, será mejor no chiquearnos tanto y picarle a lo macizo.
-¡Híjole! -replicó Epifanio-. ¡Ya vienes alzando gallo! No por mucho
madrugar amanece más temprano. ¿No ves que los señores vienen de lejos?, ¿o
porque naciste en pesebre presumes de Niño Dios?
Gusto me dio la respuesta de Epifanio, pues poco acostumbrado a montar,
con trabajo les seguía bordeando las milpas, brincando zanjas y salvando obstáculos.
Después de mediodía llegamos a donde acampaba parte de la gente que con Braulio
andaba. Fuimos muy bien recibidos e invitados desde luego a tomar un taco.
Siguieron otros y un trago que me ofrecieron con este comentario:
-¡Ándele, mi amigo, beba nomás hasta caerse, lo demás es vicio!
A lo que contesté:
-Lo que me tumba es la sed. ¿Tiene agua que me dé? -¡Válgame María
Santísima! -me contestó riendo-o Si el agua destruye puentes y acaba caminos, ¿qué
no hará en los intestinos? Pero diciendo y haciendo, solícito me presentó un
jarro en el cual se conservaba deliciosamente fresca y bebí hasta satisfacer la
sed.
-¡Bueno! -dijo Pijanio, como le decía su gente-, atole que no se menea,
se quema. Vamos a ver lo que nos trujeron.
Muy satisfechos abrimos el Niño y yo nuestras maletas, mostrando con
orgullo los numerosos envoltorios de balas que contenían. Se acercó Epifanio y
rodilla en tierra fue desenvolviendo los pequeños paquetitos y colocando a un
lado los cartuchos. A pesar de que entonces nada sabía acerca de armas y municiones,
comprendí, al ver el cambio gradual de expresión de Epifanio y la diversidad de
calibres y tamaños de las balas, que aquel parque, obtenido en pública colecta,
distaba mucho de ser el que esperaban Braulio y su gente.
-¡Desde lejos, lo parecen; de cerca, ni duda cabe! -dijo uno de los
rancheros que presenciaba la escena.
-¡Ni hablar, canijo! -replicó Epifanio-. No hay mal colchón pa un buen
sueño, ni gordas duras p'al hambre.
Afortunadamente para ellos, el parque que con el cargamento de piñas
habían mandado sí era del que se necesitaba para los 116 rifles arrebatados a
los callistas, por lo que muy satisfecho Epifanio dijo:
-¿Ven? ¡Cuando la de malas llega, la de buenas no dilata! Vamos a
celebrarlo, que quiero que se lleven un buen recuerdo. Ya con este parque nos
encargaremos nosotros de arrebatarles el resto a los pelones.
Tranquilos, con la seguridad de que nuestros padres habrían recibido
los mensajes que de Querétaro les pusimos comunicándoles nuestro feliz arribo,
acampamos con los cristeros aquella noche espléndida de invierno, bajo un cielo
tachonado de brillantes estrellas. De madrugada nos despertaron los que nos
habían de acompañar de regreso, y nos despedimos de Epifanio y su gente. Al
llegar al pueblo fuimos a donde estaba el coche que nos llevó; el chofer que lo
guiaba dijo al vemos:
-¡Bendito sea Dios que les permitió regresar! Ya temía hubieran tenido
algún desagradable encuentro.
-Muy por el contrario -le contesté-, el viaje y nuestra estancia en el
campamento cristero no pudieron haber sido más agradables y tranquilos.
-Es que ahora se está más seguro en el monte con el rifle en la mano
que en el interior de su casa. ¿Saben que mataron a don Ramón, el dueño de la
fonda?
-¡Cómo es eso! ¿Quién lo mató? -pregunté.
-Ayer, poco después de la partida de ustedes, llegaron los agraristas
de la Defensa Rural a la fonda. Se arrojaron sobre los presentes al grito de
"arriba las manos, ¡Hijos de tal!" Registraron la casa en busca de
Epifanio y los suyos, pues alguien los vio allí; pero al no encontrarlos se
enfurecieron y encerraron a don Ramón y su mujer en la habitación, donde lo
golpearon brutalmente, creyendo que tenía alguna relación con ellos. Saquearon
la casa con el pretexto de buscar armas y documentos y no obstante no haber
encontrado cosa alguna comprometedora, insistieron ( martirizar al patrón y
extremando su felonía abusaron de la mujer delante del marido, a quien ya para
irse dieron de tiros, cayó herido de muerte junto a la señora. Ella aún se encuentra
junto a él, sin lágrimas, con la mirada inexpresiva, repitiendo con voz sin
inflexiones:
-¿Por qué le han hecho esto?
Profundamente conmovidos por el relato del chofer, salimos del pueblo
sin ser molestados, pues afortunadamente él hacía regularmente viajes llevando
toda clase de pasajeros, además de que por nuestra edad e indumentaria citadina
no llamamos la atención de aquellos esbirros. De Querétaro la emprendimos desde
luego a México, Siguióme por mucho tiempo el recuerdo de aquellas horas vividas
con tanta intensidad.
LA GUERRA SANTA ENCENDÍA DE ENTUSIASMO nuestros corazones y eran muchos
los que deseaban ir a defender su modo de vivir con las armas en la mano;
terreno al que el gobierno nos llevó al privamos de las formas naturales de
petición y defensa. El 31 de diciembre de 1926 parecía día de fiesta para los
acejotaemeros del Grupo Guillermo Ketteler de Tlalpan, Distrito Federal, que
con otros compañeros de los grupos de Coyoacán y del Centro de Estudiantes se
disponía a partir para unirse a los Libertadores del Sur. Sin una lágrima, sin
sombra alguna de amargura se despidió de los suyos; prepararon las cosas que
habrían de llevar consigo, y gozosos, como quien se dispone a tomar parte en
algún desfile triunfal, partieron rumbo a la montaña del Ajusco. Era tal el entusiasmo, que se olvidaron las
precauciones y no sólo sus familiares, sino el pueblo en masa salió a
despedirlos el primero de enero de 1927 hasta las afueras de la población. Muchos no habían disparado un arma en su vida,
pero todos iban por Dios, y El proveería. Llevaban pantalón de mezclilla azul,
saco de casimir, zapatos de ciudad unos y los más botas fuertes bajo el
pantalón. Lentamente se alejaron.
Algunos volvían la vista para mirar el caserío de TI al pan o tal vez a algún
ser querido que aún pudieran distinguir. El tres de enero, dos días después de su
partida, los periódicos daban la noticia de sus actividades. Un gran titular
del Excélsior decía: "Asalto sin consecuencias en Topilejo" y a
continuación la noticia: V arios automóviles fueron detenidos por un grupo de
hombres armados, que solicitaron de los viajeros comida, armas y dinero, sin
cometer violencias ni actos de pillaje con nadie. El asalto ocurrió el día dos
en Las Raíces, entre Parres y Topilejo, sobre la carretera de México a Cuerna
vaca, como a las cuatro y treinta horas.
El grupo de asaltantes parecía obedecer las órdenes de un individuo de
buena apariencia, vestido con traje de charro. Eran unos treinta individuos, la
mitad a pie y el resto a caballo, armados con carabinas 30-30. Ante la actitud
correcta de los asaltantes los pasajeros les dieron unos cuantos pesos, así
como algunos víveres. Después se extendía la noticia del periódico con las
entrevistas de automovilistas y choferes asaltados, todos los cuales coincidían
en reconocer la actitud cortés de los alzados, quienes les leyeron el
Manifiesto a la Nación firmado por René Capistrán Garza. El Universal Gráfico
del mismo día 3 de enero hizo el siguiente comentario:
ASALTANTES DE GUANTE BLANCO. Una de dos, o nos hemos olvidado de la
manera de revolucionar o los armados que ayer aparecieron en Topilejo son
neófitos o unos perfectos ilusos. Miren ustedes que andar a salto de mata, por
cerros y matorrales, para hacer irrupción en un camino y decir a los pasajeros
con la mejor de sus sonrisas: ('Quieren ustedes, si a bien lo tienen, darnos
algún alimento, algún dinero del que les sobre, y algunas armas de las que no necesiten
mucho? De tal manera, desusada por cierto en nuestras revoluciones, se portaron
los que ayer detuvieron coches y camiones en la carretera de Cuerna vaca, sin
saberse hasta la fecha si esos individuos son alzados en armas, si son
bandoleros, si son cruzados de alguna causa desconocida. Pero, si son alzados,
aunque dejen muchas gratitudes entre los caminantes, irán a la muerte por
inanición; si son bandoleros acabarán pidiendo limosna y si son cruzados
pararán en la cruz de cualquier camino. De muchos de ellos no volvimos a tener
noticias, varios abandonaron la lucha y otros murieron en ella.
Armando Téllez Vargas, acejotaemero muy querido del Centro de Estudiantes,
fue torpemente asesinado después de haber sido hecho prisionero con otros
compañeros en una emboscada que les tendieron en la serranía del Ajusco y en la
cual cayeron cuando iban por agua al manantial. El nombre de otro de los
muertos, Manuel Bonilla, ha sido recogido con especial veneración, por las
circunstancias en que ocurrió su muerte y por su vida ejemplar. Gracias a él
conocemos muchas de las penas que pasaron estos cristeros, muy semejantes a las
nuestras, Durante la campaña escribió un diario que cayó en manos de los que lo
sacrificaron, quienes por mofarse de sus tiernas expresiones y probar su
ascendiente religioso lo dieron a la publicidad en parte. A través de sus
líneas sabemos de las penalidades sufridas en terrenos poco hospitalarios,
fríos, agresivos. Grandes esperas y golpes rápidos de audacia increíble y luego
el repliegue a refugios que parecen inaccesibles al hombre. Tuvieron algunos
días de triunfo en pueblos que los aclamaban delirantemente, sintiendo en ellos
la exaltación de la libertad religiosa; la Misa en la plaza pública, el Te Deum triunfal; pero después
nuevamente la retirada, cediendo terrenos largamente disputados, no por falta
de valor, sino por la continua escasez de municiones. Con el mismo empeño con
que socorría a los suyos, o si cabe aún mayor, Manuel Bonilla atendía a los
heridos del enemigo y ayudaba a bien morir, cristianamente, a los soldados
callistas que cayeron en su campo.
En una de las páginas de su diario revela el sufrimiento que le
embargaba cuando dice: "Dios mío, mi valor está a punto de desfallecer.
Pienso en huir de esta vida de penalidades para irme con los míos. Se me figura
que mis sacrificios son inútiles ... Qué lucha más atroz, superior a mis
fuerzas.. " En otras se queja de las deserciones de los jóvenes que como
él salieron del seno de sus familias para luchar por Cristo; pero faltos de
espíritu, sin la preparación necesaria para vida tan dura, fueron
desapareciendo, dejando aún más solos a los que perseveraron. El 13 de abril de 1927 los cristeros del
general Manuel Reyes cayeron en una emboscada en Puente de la Melera, Estado de
México, y sufrieron gran descalabro. Huyó Manuel Bonilla con un compañero
herido, a quien llevó en ancas de su caballo. El 15 de abril llegó a las 5 de
la mañana a la hacienda de San Diego, después de mucho rodear y ocultarse.
Haciéndose pasar por comprador de ganado, solicitó hablar con el dueño de la
hacienda, un señor Trevilla, a quien abrió su corazón preguntándole:
-¿Es usted católico? El señor Trevilla contestó afirmativamente, por lo
que Manuel no tuvo inconveniente en confesarle que era cristero y venía Huyendo, suplicándole proporcionara alguna
ayuda al herido que traía, y los medios para que él se disfrazara. Le entregó
el dinero que tenía como tesorero que era de su grupo; se afeitó totalmente la
barba y el bigote, que durante la campaña le habían crecido, y escondió en el
lugar que se le indicó la bandera que llevaba y su pistola, y dejó su magnífica
yegua en los corrales.
Mientras esto ocurría, por el teléfono de la misma hacienda se dio
parte de su llegada al general callista Urbalejo, y momentos después llegó un
carro con militares que se dirigieron directamente a Manuel, y lo encerraron en
uno de los cuartos de la hacienda. Mientras estuvo preso escribió cuatro
cartas, una de ellas para su madre y otra para Lucha, su novia. Además, envió
por con ea un lacónico recado a su casa diciendo:
-"Madre, ven luego, estoy preso en la hacienda de San Diego de
Linares, junto a Toluca. Quiero tu bendición y despedirme. Juan". Este era
el nombre de guerra de Manuel.
No hubo formación de causa, ni el más mínimo simulacro de juicio: sólo
una orden de muerte, y de la hacienda de San Diego lo llevaron a Toluca y de
allí al rancho de la Marquesa, junto al Monte de las Cruces. Pidió unos
momentos para encomendar su alma y poniéndose de rodillas oró. Al concluir
escribió en un trozo de papel sus últimas palabras: "Muero por Dios.
Manuel Bonilla". Erguido abrió los brazos en cruz y gritó: i Viva Cristo
Rey! La escolta disparó sobre él. Murió en Viernes Santo, a las tres de la
tarde, el 17 de abril de 1927.
En los mismos días ocurrieron otros levantamientos; entre ellos los que
más éxito alcanzaron fueron los de Parras, en Coahuila, y Puruándiro, en
Michoacán. En Parras de la Fuente, la noche del dos de enero de 1927, unos
cuarenta jóvenes se reunieron para recibir las últimas órdenes. Allí conocieron
el Manifiesto de Capistrán Garza; se confesaron y a la madrugada recibieron la
Sagrada Comunión. A las cinco de la mañana del día tres se posesionaron de la
plaza e hicieron prisioneros a las autoridades y a los más connotados
bolcheviques de la ciudad, a los cuales trataron con toda corrección. Mataron
sólo a un cromista que intentó disparar sobre ellos. Los muchachos patrullaron
la población para mantener el orden, y eran aclamados en todas partes. Se
apoderaron de los caballos y armas que tenía el gobierno en Parras y con ellos
pudieron armar cosa de 200 hombres; pero era tal el entusiasmo orden, y eran
aclamados en todas partes. Se apoderaron de los caballos y armas que tenía el
gobierno en Parras y con ellos pudieron armar cosa de 200 hombres; pero era tal
el entusiasmo, que se les unieron otros 300 más sin arma alguna, con la
esperanza de hacerse de ellas en las rancherías y pueblos vecinos. El día 4 supieron que de Torreón iba una
columna de caballería y un tren cargado de infantería enemiga. Este se hallaba
detenido a unos 55 kilómetros de Parras, pues se había tomado la precaución de
inhabilitar los puentes entre San Isidro y Hoyos.
Medidos sus recursos, vieron que no era posible hacer frente a tan
considerable número de tropa de línea perfectamente equipada, sobre todo por
carecer ellos de parque en la cantidad necesaria para una operación de esa envergadura,
y resolvieron abandonar la ciudad por la tarde, y buscar refugio en los cerros
próximos. La caballería gobiernista emprendió su persecución, pero volvió al
día siguiente con los caballos reventados, sin haber logrado calizarlos. Como
represalia saquearon los negocios y domicilios particulares de los que se
unieron al movimiento y de otros muchos cuyo único delito era ser católicos
destacados. El 9 de enero algunos bajaron del cerro en busca de víveres. Toparon
con un campesino que los recibió con afabilidad y les ofreció su casa para
pasar la noche, así como preparar les unos cabritos para la gente. Mientras los
cristeros se aprestaban al descanso, traidoramente dio aviso de la llegada de
los católicos al Cuartel de Parras. Sugería los sorprendieran durante la noche
de modo que pudieran apoderarse fácilmente de ellos. Fuerzas callistas de
caballería rodearon el rancho, pero fueron advertidos por los centinelas
cristeros, quienes dieron la voz de alarma y todos sobre las armas les resistieron
durante algún tiempo, hasta que, abrumados por el número y la superioridad del
armamento de los federales -rifles automáticos y ametralladoras-, emprendieron
la retirada protegidos por el jefe Antonio Muñiz y algunos de sus hombres, y se
defendieron desesperadamente hasta agotárseles el parque. Eran tan buenos
tiradores, que el coronel callista les dijo al aprehenderlos:
-¡Se la jugaron bien, hijos de tal. .. ! De haber tenido parque no
quedamos uno, por'ora les va p'a dentro, a ver si estiran como encogen.
De once que hicieron frente a las tropas, pudieron huir a última hora
dos. Los nueve restantes fueron aprehendidos y conducidos a pie a Parras, a
donde llegaron agotados, y les llevaron inmediatamente al panteón para
fusilarlos. El pueblo de Parras de la Fuente guarda piadosamente los nombres de
los ocho esforzados cristeros fusilados, a quienes llaman los mártires de
Parras) siendo ellos: Francisco Guzmán, Antonio Muñiz, Juan Silva, José
Rodríguez, Dolores Rodríguez, Francisco Fuentes, Plácido Esciniego y Bernardo
Morales. Antonio Muñiz, jefe del grupo, los exhortó a morir por Cristo, y bajo
su dirección gritaron los nueve al unísono con toda la fuerza de sus varoniles
pechos: i Viva Cristo Rey!
Francisco Guzmán, obrero a quien por sus virtudes y carácter se le
había nombrado Jefe Local de la Liga Defensora de la Libertad durante los meses
de resistencia pasiva, quiso morir de rodillas con los brazos en cruz. Fueron
dispuestos en tres grupos de tres, frente a los cuales tres pelotones de
soldados esperaban la orden de hacer fuego. A una señal del jefe de la escolta
rodaron abatidos los nueve soldados del Ejército Libertador, y recibió a
continuación cada uno de ellos el tiro de gracia en la sien, dado por el mismo
jefe de la tropa. Los soldados despojaron a los muertos de sus prendas de valor
y uno de ellos exclamó riendo:
-«Fanáticos hijos de tal. ¡Que venga su Cristo Rey a resucitarlos!"
Entonces, ante el asombro de todos, Isidoro Pérez, muchacho de unos
diez y nueve años, se levantó lentamente y exclamó:
-"¡Cristo Rey me ha salvado. El Sagrado Corazón me devuelve la
vida!" Por un instante quedaron
desconcertados los soldados, pero repuestos de su estupor vieron que en la
frente tenía incrustada la cruz del escudo de la ACJM que llevaba en el anillo.
Faltába le el dedo anular de la mano izquierda, el cual fue arrancado por el
tiro de gracia en el momento en que él llevaba la mano a la frente para
persignarse. Se desvió la bala al pegar contra el anillo. Discutieron entre sí
los oficiales de la escolta si debían fusilarlo de nuevo, o simplemente darle
otro tiro de gracia. Mientras tanto él abrió sus brazos en cruz, y vieron sus
manos perforadas por las balas y su frente bañada en sangre. El coronel se
opuso a que se le rematara, e Isidoro fue llevado al hospital de la población,
aún como prisionero. Allí fue sanado hasta recuperarse por completo. Se
lamentaba el valiente de que su vida "no hubiera sido aceptada por Cristo
Rey".
En Puruándiro los levantados en armas se apoderaron del cuartel y las
oficinas públicas, pero igualmente tuvieron que abandonar la población al
aproximarse fuertes contingentes de tropas. Aún se veía la retaguardia de los
cristeros cuando entraron los callistas y descargaron su ira contra algunos
católicos connotados, que, ajenos al movimiento, habían permanecido en la
ciudad. Ni las mujeres escaparon a la represión, pues colgaron a cuatro de
ellas en los árboles de la plaza pública.
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