lunes, 31 de julio de 2023

Carta Encíclica "Ad Apostolorum Principiis" contra la persecucin de los catolicos en China.


A LOS VENERABLES HERMANOS Y AMADOS HIJOS ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMAS ORDINARIOS DE LUGAR.

AL CLERO Y PUEBLO CHINO EN PAZ Y COMUNION CON LA SEDE APOSTOLICA

P A P A PIO XII

Venerables Hermanos y amados hijos, Salud y Bendición Apostólica.

Cuando junto al sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, en la majestuosa Basílica Vaticana, Nuestro inmediato Predecesor, de feliz memoria, Pío XI, hace treinta y dos años, consagrando confirió la plenitud del sacerdocio "a las primicias y a los nuevos retoños del Episcopado Chino" (1), así expansionaba los sentimientos de que estaba penetrando su paternal corazón en aquel momento solemne: "Habéis venido, Venerables Hermanos, a "ver a Pedro"; más aún, de él habéis recibido el báculo, de que os serviréis para emprender los viajes apostólicos y reunir las ovejas. Y Pedro os ha abrazado con amor a vosotros, que infundís no poca esperanza de llevar a vuestros connacionales la verdad evangélica" (2).

El eco de estas palabras se reproduce hoy de nuevo en Nuestra alma, Venerables Hermanos y amados hijos, en esta hora de aflicción para la Iglesia Católica en vuestra patria. Ciertamente no fue vana ni sin fruto la esperanza del gran Predecesor Nuestro: nuevos ejércitos de Sagrados Pastores y heraldos del Evangelio se juntaron a aquel primer manípulo de Obispos que Pedro, viviente en su Sucesor, había enviado para regir aquella selecta porción del rebaño de Cristo; un vigoroso florecer de nuevas obras y empresas de apostolado, aún en medio de múltiples dificultades, florecieron entre vosotros. Y Nos, cuando más tarde tuvimos la gran dicha de erigir la jerarquía eclesiástica en China, hicimos Nuestra y aumentamos aquella esperanza y vimos abrirse todavía más amplios horizontes para la dilatación del Reino divino de Jesucristo.

Algunos años después, por desgracia, nubarrones de tempestad oscurecieron el cielo; para vuestras comunidades cristianas, algunas de las cuales ya de antiguo florecían, comenzaron tiempos tristes y llenos de dolor. Vimos a los misioneros entre quienes se contaban muchos Arzobispos y Obispos animados de un gran celo apostólico, y asimismo a Nuestro Internuncio, obligados a abandonar el suelo de China; y arrojados a la cárcel, o afligidos por las privaciones y sufrimientos de todas clases, a los sagrados Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y a muchos fieles.

Entonces Nos vimos forzados a levantar Nuestra voz angustiada para reprobar la injusta persecución, y con la Carta Encíclica "Cupimus imprimís" del 18 de enero de 1952 (3), tuvimos cuidado de recordar por amor a la verdad, conscientes de Nuestro deber, que la Iglesia Católica no puede considerarse como extraña, cuánto menos hostil, a nadie; más aún, que ella, en su maternal solicitud, abraza con la misma caridad a todas las naciones, que no ambiciona cosas terrenas, sino que, a la medida de sus fuerzas, conduce a todos los ciudadanos a la consecución del cielo. Advertimos, además, que los misioneros no pretenden los intereses de una nación particular, sino que, viniendo de todas las partes del mundo, y unidos como están por un único amor divino, desean y buscan solamente la difusión del Reino de Dios; bien claro está, por lo tanto, que su obra lejos de ser superflua o dañosa, es benéfica v necesaria para ayudar al celoso clero chino en el campo del apostolado cristiano.

Después de casi dos años, el 7 de octubre de 1954, con otra Carta Encíclica "Ad Sinarum gentem" (4) enviada a vosotros para refutar las acusaciones dirigidas contra los mismos católicos chinos, proclamábamos abiertamente que el cristiano no es, ni puede ser, inferior a ninguno en la verdadera fidelidad y amor a su patria terrena. Y porque se había difundido entre vosotros la falsa doctrina llamada de las "Tres Independencias", Nos, en virtud de Nuestro divino y universal Magisterio, advertimos que esa doctrina, según la entendían sus partidarios, ya en la significación teórica, ya en las aplicaciones prácticas que de ella se derivan, no podía ser aprobada por ningún católico, puesto que arranca a las almas de la necesaria unidad de la Iglesia.

Ahora debemos advertir que, en vuestra nación, en estos últimos años, las condiciones de la Iglesia han ido empeorando. Es verdad —y esto es motivo para Nos de gran consuelo en medio de tantas y tan grandes tristezas— que ante las prolongadas persecuciones que os afligen, no ha disminuido en vosotros la intrépida fe, ni el amor ardentísimo al Divino Redentor y a su Iglesia; intrépida fe y ardentísimo amor que habéis demostrado de mil maneras, por todas las cuales recibiréis un día el premio eterno de Dios, aunque sólo una pequeña parte de ellas ha llegado a conocimiento de los hombres.

Pero al mismo tiempo es deber Nuestro denunciar a las claras —y lo hacemos con temblor y con profunda pena— que las condiciones entre vosotros merced a planes insidiosos van empeorando hasta el punto de que parece que la falsa doctrina, que Nos hemos reprobado, va llegando a las más extremas y perniciosas consecuencias.

En efecto, con una táctica hábilmente concebida, se ha fundado entre vosotros una asociación, que ha tomado el nombre de patriótica, y a pertenecer a ella se ven forzados con toda violencia los católicos.

Esta asociación —como se ha dicho en repetidas declaraciones— tendría el fin de unir el clero y los fieles en nombre del amor a la patria y a la religión para propagar el espíritu patriótico, para defender la paz entre los pueblos, y al mismo tiempo para apoyar, reformar y propagar el socialismo establecido en vuestra Nación y para ayudar a las autoridades civiles a defender cuando se ofrezca ocasión, resueltamente la que ellos llaman libertad política y religiosa. Es sin embargo evidente que, bajo estas expresiones de paz y de patriotismo, que pueden engañar a los ingenuos, tal asociación tiende a llevar a la práctica ciertos principios y planes perniciosos.

Con la apariencia de patriotismo, que realmente se muestra falaz, tal asociación mira principalmente a que los católicos den progresivamente su adhesión a las falsedades del materialismo ateo, con las cuales se niega a Dios y se rechazan todos los principios sobrenaturales.

Con el pretexto de defender la paz, esa misma asociación acepta y propaga falsas sospechas y acusaciones contra muchos y venerables miembros del clero y aún contra los Obispos y la misma Sede Apostólica, atribuyéndoles extravagantes propósitos de imperialismo, de condescendencia y complicidad en la explotación del pueblo, de premeditada hostilidad hacia la nación China.

Mientras afirman que es necesario que exista una absoluta libertad en materia religiosa, y con la excusa de facilitar las relaciones entre la autoridad eclesiástica y la civil, de hecho, la asociación pretende que la Iglesia, desatendidos y postergados sus sagrados derechos, quede totalmente sometida a la autoridad civil. Para lo cual a los miembros se les incita a tener por buenas injustas medidas como la expulsión de los misioneros, el encarcelamiento de los Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles; asimismo a consentir en las medidas tomadas para impedir pertinazmente la jurisdicción de muchos legítimos Pastores; además a sostener principios reprobables que abiertamente atacan la unidad y universalidad de la Iglesia y su constitución jerárquica; y a admitir iniciativas que tienen por fin minar la obediencia del clero y de los fieles a sus legítimos Prelados y separar las comunidades católicas de la Sede Apostólica.

Para difundir e inculcar en todas las inteligencias con más facilidad estos principios, esta asociación, que como dijimos, se gloría con el nombre de patriótica, recurre a los más variados medios, aún a los de la opresión y la violencia: a saber, propaganda abundante y clamorosa en la prensa; reuniones y congresos, a los que se obliga a asistir con invitaciones, amenazas y engaños —aun a quienes no lo desean—, y en los que, si alguno valientemente se levanta a defender la verdad, fácilmente le hacen callar, le derrotan y le tachan de infame, como enemigo de la patria y del orden nuevo. También se ha de hacer mención de esos cursillos de formación, en los que los discípulos tienen que beber y abrazar esta falaz doctrina; y a los que van forzados sacerdotes, religiosos v religiosas, alumnos del sagrado seminario, fieles de cualquier estado y edad. En estos cursillos por medio de casi infinitas e interminables lecciones y discusiones, a lo largo de semanas y meses, las fuerzas de la mente y de la voluntad, tanto se debilitan y apagan que con esta violencia sicológica se arranca, más bien que se pide libremente, como sería justo, una adhesión, que ya casi nada tiene de humano. A esto hay que añadir esos modos de proceder que, ejercidos con todos los medios, privada y públicamente, con engaño, con dolo y con grave temor, perturban las mentes; las denominadas "confesiones, arrancadas por la fuerza; los campos de "reeducación"; los llamados "juicios populares", ante los cuales se han atrevido a arrastrar ignominiosamente para juzgarlos aun a Venerables Obispos.

Contra tales medios, que violan los más importantes derechos de la persona humana y pisotean la sagrada libertad de los hijos de Dios, no puede menos de elevarse juntó con la Nuestra la protesta de todos los fieles cristianos del mundo entero, y aun de todas las personas sensatas para deplorar el atropello contra la conciencia de los ciudadanos.

Y puesto que en nombre del patriotismo se ejecutan tales iniquidades, es deber Nuestro recordar a todos, una vez más, que es precisamente la Iglesia con su doctrina la que exhorta e incita a los católicos a fomentar un sincero y profundo amor a sus propias naciones, a prestar la debida sumisión a las autoridades públicas, salvo el derecho divino natural y positivo, a contribuir generosa y activamente a todas las empresas que conduzcan a una pacífica y ordenada prosperidad siempre creciente y a un verdadero progreso de la comunidad patria. La Iglesia jamás se ha cansado de inculcar a sus hijos la norma recibida de su Divino Redentor: "Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (5); norma que se funda en el presupuesto de que ninguna oposición puede existir entre los postulados de la verdadera religión y los verdaderos intereses de la patria.

Pero es necesario afirmar también que, si los cristianos, por deber de conciencia, deben dar al César, o sea a la autoridad humana lo que le pertenece, asimismo no puede el César es decir, los gobernantes, exigir a los ciudadanos sumisión en las cosas que tocan a Dios y no a ellos y por eso no puede pedir obediencia cuando se trata de usurpar los soberanos derechos de Dios, o bien de obligar a los fieles a obrar en oposición con sus deberes religiosos, o a separarse de la unidad de la Iglesia y de su legítima jerarquía. Entonces, sin duda alguna, todo cristiano con rostro sereno y voluntad firmísima repita las palabras con que Pedro v los primeros Apóstoles respondieron a los perseguidores: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (6).

Con enfática elocuencia los que fomentan y sostienen esta asociación, que usa el nombre de patriótica como nombre suyo propio, hablan constantemente de paz y proclaman insistentemente que los católicos deben luchar a favor de ella. Palabras, en sí mismas, magníficas y justísimas: ¿A quién se debe alabar más que a quien prepara el camino de la paz? Pero la paz, bien lo sabéis vosotros, Venerables Hermanos y amados hijos, no se funda sólo en palabras, no es una formalidad exterior, sugerida quizás por táctica ocasional y contradicha por iniciativas y obras que, más bien que inspirarse en sentimientos pacíficos, disponen los corazones a resentimientos, odios o aversiones, la verdadera paz debe fundarse sobre principios de justicia y caridad, enseñados por Aquel que se adornó, como con un título real, con el nombre de "Príncipe de la paz" (7); la verdadera paz es la deseada por la Iglesia, paz estable, justa, equitativa y ordenada —entre los individuos, las familias v los pueblos— que, respetando los derechos de cada uno, y especialmente los de Dios, una a todos con el vínculo de la recíproca y fraternal colaboración.

En tal pacífica perspectiva de armoniosa convivencia de todas las naciones, la Iglesia desea que cada Nación tenga el puesto de dignidad que le compete. La Iglesia que, siempre ha seguido con simpatía los acontecimientos y vicisitudes de vuestra Patria, ya antes, hablando por boca de Nuestro inmediato Predecesor, de feliz memoria, deseó "que fuesen plenamente reconocidas las legítimas aspiraciones y los derechos de ese pueblo, el más numerosos de la tierra, cuya civilización se remonta a edades antiquísimas, que en siglos pasados conoció períodos de grandeza, y esplendor, y al que no faltará un gran porvenir, si se mantiene en los caminos de la justicia y de la honestidad" (8)

Al contrario, según las noticias transmitidas por la radio y por la prensa, no faltan algunos —y por cierto también entre el clero, desgraciadamente— que se atreven a insinuar la sospecha y la acusación de malevolencia de la Santa Sede hacia vuestra patria. 

Cntinuará.

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