La
caridad es sufrida.
El día en que se discuta la causa de nuestra
salvación, si queremos alcanzar sentencia de salvación, es preciso que nuestra
vida se halle conforme con la de Jesucristo: Porque
a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la
imagen de su Hijo [1] Para
esto se propuso el Verbo eterno venir al mundo, para enseñarnos con su ejemplo
a llevar pacientemente las cruces que el Señor nos enviare: También Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para
que sigáis sus pisadas[2]. Para
animarnos a padecer quiso Jesucristo padecer ¡Ah!, y ¿cuál fue la vida de
Jesucristo? Vida de ignominias y de penalidades. El profeta llamó a nuestro
Redentor despreciado, abandonado de los
hombres, varón de dolores [3], el
hombre despreciado, tratado como el último de todos, el hombre de dolores; sí,
porque la vida de Jesucristo estuvo saturada de trabajos y dolores.
Pues bien, así como Dios trató a su amadísimo
Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo: A quien ama, corrígele el Señor, y azota a todo hijo que por
suyo reconoce [4]. De ahí que
dijera en cierta ocasión a Santa Teresa: «Cree, hija, que a quien mi Padre más
ama, da mayores trabajos.» Por eso la Santa, cuando se veía más trabajada,
decía que no cambiaría sus trabajos por todos los tesoros del inundo. Apareciéndose
después de muerta a una de sus religiosas, le reveló que gozaba de gran premio
en el cielo, no tanto por las buenas obras cuanto por los padecimientos que en
vida sufrió con agrado por amor de Dios, y que, si por alguna causa hubiera
deseado tornar al mundo, sería ésta tan sólo la de poder sufrir alguna cosa por
Dios. Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el paraíso. San
Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe reputarse por
gran desgracia; y añadía que una congregación o persona que no padece y es de
todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso, el día que
San Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que Dios le hubiese
dejado de su mano. Escribe San Juan Crisóstomo que, cuando el Señor concede a
alguno favor de padecer por El, le da mayor gracia que si le concediera el
poder de resucitar a los muertos,
porque, en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; más en el
padecer, Dios es quien se hace deudor del hombre; y añadía que el que pasa
algún trabajo por Cristo, aunque otro favor no recibiera que el de padecer por
Dios, a quien ama, eso sería la mayor correspondencia, y que la gracia que tuvo
San Pablo de ser arrojado a la cárcel por Cristo la tenía en más que
la de haber sido arrebatado al tercer cielo.
La constancia ha de tener
obra perfecta [5]; es
decir, que no hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que
con paciencia e igualdad de ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto
hace el amor, igualar al amante con el amado. «Todas las llamas del Redentor—decía
San Francisco de Sales—son a manera de bocas que nos enseñan cómo hemos de
padecer trabajos por El. Sufrir con constancia por Cristo, he ahí la ciencia
de los santos y el medio de santificarnos rápidamente». Quien ama a Jesucristo
desea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado. Vio
San Juan a los bienaventurados vestidos de ropas blancas y palmas en
sus manos [6] La palma es emblema del martirio, si bien no todos
los santos sufrieron el martirio. ¿Cómo, pues, todos llevan esas palmas?
Responde San Gregorio que todos los santos fueron mártires, o a manos del
verdugo o trabajados por la paciencia; de suerte, añade el Santo, que nosotros
sin hierro podemos ser mártires, con tal que nuestra alma se ejercite en la
paciencia.»
En esto estriba el mérito del alma que ama a
Jesucristo, en amar el padecimiento. «Esto me dijo el Señor otro día: ¿Piensas,
hija, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en
amar... Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos
responde el amor. ¿En qué te lo puedo más mostrar que querer para ti lo que
quise para mí? Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores.» «Pues
creer que (Dios) admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos,
es un disparate.» Y añade Santa Teresa, para consuelo nuestro: «Y aunque haya
más tribulaciones y persecuciones, como se pasen sin ofender al Señor, sino
holgándose de padecerlo por El, todo es para mayor ganancia.»
Se apareció cierto día Jesucristo a la Beata
Bautista Varanis y le dijo que «tres eran los favores de mayor precio que
Él sabía hacer a las almas sus amantes: el primero, no pecar; el segundo, obrar
el bien, que es de más subido valor; y el tercero, que es el más cumplido, padecer
por amor de Él». Conforme a esto, decía Santa Teresa de Jesús que, cuando
alguien hace por el Señor algún bien, el Señor se lo paga con cualquier
trabajo. Por ello, los santos daban en sus contrariedades gracias a Dios. San
Luis, rey de Francia, hablando de la esclavitud padecida por él en Turquía,
decía: «Me gozo y doy gracias a Dios, más por la paciencia que entre las
prisiones me ha concedido, que si hubiera conquistado toda la tierra». Y Santa
Isabel, reina de Hungría, cuando, a la muerte de su esposo, fue expulsada de
sus Estados con su hijo, abandonada de todos, entró en una iglesia de
franciscanos e hizo cantar en ella un Te Deum en acción de
gracias porque así la favorecía Dios, permitiéndola padecer por su amor.
Decía San José de Calasanz que «no sabe ganar
a Cristo el que no sabe sufrir por Cristo». Y antes lo había dicho el
Apóstol: Porque entiendo que los padecimientos
del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se ha de
manifestar en orden a nosotros [7]. Extra ordinaria
ganancia sería padecer todas las penalidades sufridas por los santos mártires,
durante nuestra vida, a trueque de disfrutar, aunque fuera sólo un momento, de
la gloria del paraíso; luego, ¿con cuánta mayor razón habremos de abrazarnos
con nuestra cruz, sabiendo que los trabajos de esta breve vida nos conquistarán
la bienaventuranza eterna? Porque ese momentáneo,
ligero, de nuestra tribulación, nos produce, con exceso incalculable, siempre
creciente, un eterno caudal de gloria [8]. San
Agapito, jovencillo de pocos años, cuando el tirano le amenazó con abrasarle la
cabeza con un yelmo encendido, respondió: «Y ¿qué mayor fortuna podría ser la
mía que perder la cabeza para verla coronada luego en la gloria?» Esto hacía
exclamar a San Francisco: «Tan grande es el bien que espero, que las penas se
me vuelven gozos.» Quien quiera la corona del cielo, fuerza es que pase por
tribulaciones y trabajos: Si constantemente
sufrimos, también con El reinaremos [9].
No puede darse premio sin mérito, ni mérito sin paciencia. No es coronado si no lucha conforme a la ley [10]. Y al que con más paciencia combatiere, le
ha de caber mayor corona.
Fuerte cosa es que, cuando se aventuran los
bienes terrenos, procuren sus amadores allegar cuanto más pueden, en tanto que,
tratándose de bienes celestiales, se contenten con decir que les basta un rinconcito en el cielo.
No hablaron así los santos, sino que en la vida se contentaban con cualquier
cosa, y hasta se despojaban de los bienes terrenos, al paso que, tratándose de
los celestiales, se esforzaban en llegar a tener cuantos más podían. Y es del
caso preguntar: ¿Quiénes estaban en lo seguro y conducente?
Y, hablando de la vida presente, es cierto que
quien con más paciencia sufre, disfruta también de mayor paz. San Felipe Neri
acostumbraba decir que en este mundo no hay purgatorio, sino tan sólo cielo o
infierno; quien soporta pacientemente las tribulaciones, disfruta ya del cielo,
y quien las rehúye, padece ya un infierno anticipado. Sí, porque, como escribe
Santa Teresa, quien abraza las cruces que Dios le manda, no las siente.
Hallándose San Francisco de Sales, en cierta ocasión, asediado de
tribulaciones, dijo: «Desde hace algún tiempo, las adversidades y secretas
contradicciones que experimento me proporcionan tan suave y dulce tranquilidad,
que no tiene igual, y son presagio de la próxima y estable unión del alma con
Dios, la cual en toda verdad es la única ambición y el único anhelo de mi
corazón. ¡Cuán cierto es que la paz no puede hallarse donde se vive vida
desconcertada, sino donde se vive vida de unión con Dios y con su santísima
voluntad! Cierto religioso misionero de Indias, asistiendo a un condenado que
se hallaba en el patíbulo, le oyó decir: «Sepa, Padre, que fui de su Orden;
mientras observé fielmente las Reglas, viví contento; más cuando empecé a
relajarme, en el mismo punto sentí pena y trabajo en todo, de tal manera que,
abandonando la religión, di rienda suelta a los vicios, que, por fin, me trajeron
al estado miserable en que me ve. Le digo esto —añadió— para que mi ejemplo
pueda servir de escarmiento a otros». El Venerable Luis de la Puente decía que
para disfrutar de paz había que tomar las cosas dulces de la vida como amargas,
y las amargas, como dulces. Sí, porque lo dulce, aun cuando agrade a los
sentidos, deja, sin embargo, un amargo remordimiento de conciencia, por la
complacencia desordenada que en ello se tiene, al paso que lo amargo, aceptado
pacientemente, como venido de la mano de Dios, se vuelve suave y querido a las
almas que le aman.
Persuadámonos de que en este valle de lágrimas
no es posible que se goce de verdadera paz de corazón sino quien sobrelleva los
padecimientos y se abraza gustoso con ellos para agradar a Dios; que tal es la
herencia y estado de corrupción que nos legó el pecado original. La condición
de los justos en la tierra es padecer amando, al paso que la de los santos en
el cielo es gozar amando. Cierto día escribió el P. Pablo Séñeri, el joven, a
una de sus penitentes, para animarla a padecer, que escribiese a los pies del
Crucifijo estas palabras: «Así se ama.» No es tanto el padecer, cuanto la
voluntad de padecer por amor de Jesucristo, la más cierta señal para ver si un
alma le ama. «¿Y qué más
ganancia —decía Santa Teresa— que tener algún testimonio de que
contentamos a Dios?» Pero, ¡ay!, que la mayoría de los hombres desmayan con
sólo oír el nombre de cruz, de humillación y de penalidades. Con todo,
no faltan almas amantes que cifran todo su contento en padecer y andan como
inconsolables cuando les faltan trabajos. «Sólo mirar a Jesús crucificado
—decía cierta persona edificante—me infunde tal amor a la cruz, que se me hace
que no podría ser feliz sin padecimientos; el amor de Jesucristo me basta para
todo». Este es el consejo que Jesús da a quien lo quiere seguir, tomar la cruz
y seguirlo: Tome a cuestas su cruz... y sígame [11]. Pero hay que tomarla y
seguirlo, no a la fuerza y con repugnancia, sino con humildad, paciencia y
amor.
¡Qué gusto proporcionan a Dios quienes, humilde
y pacientemente, se abrazan con las cruces que les envía! Decía San Ignacio de
Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del
amor de Dios como el madero de la cruz, es decir, el amarlo en medio de los
sufrimientos. Cierto día Santa Gertrudis preguntó al Señor qué sería lo que
pudiera ofrecerle más de su agrado, y Él le respondió: «Hija mía, con lo que
más me agradarías sería con sufrir pacientemente cuantas tribulaciones te
presentara». Por eso decía la gran sierva de Dios sor Victoria Angelini que más
vale un día clavado en la cruz que cien años de ejercicios espirituales. Y el
Beato P. Juan de Ávila añadía: «Más vale en las adversidades un gracias a Dios
que seis mil gracias de bendiciones en la prosperidad». Y, con todo, los hombres
desconocen el valor del padecer por Dios. Decía la Beata Angela de Foligno que,
si conociéramos el mérito de padecer por Dios, robaríamos las ocasiones del
padecimiento. De ahí que Santa María Magdalena de Pazzi, conocedora del valor
del sufrimiento, deseaba que se prolongase su vida, más bien que ir luego a disfrutar
del cielo; porque en el cielo no se puede padecer, decía.
El alma amante de Dios sólo ansia unírsele por
completo, más para alcanzar unión tan perfecta, oigamos lo que decía Santa
Catalina de Génova: «Para llegar a la unión con Dios, son necesarias
adversidades, porque Dios, por medio de ellas, destruye todos los desordenados
movimientos de nuestra alma y de nuestros sentidos. Y, por esto, injurias,
desprecios, enfermedades, pérdidas de parientes y de amigos, humillaciones,
tentaciones y demás contrariedades, nos son sumamente necesarias, para que,
batallando y de victoria en victoria, lleguemos a extinguir en nosotros las
perversas inclinaciones y no las sintamos más. Y no basta que cesen las
adversidades de parecemos desagradables, pues mientras que el amor divino no
nos las torne amables, no llegaremos a la divina unión.» De donde resulta que
el alma que anhele ser toda de Dios, como escribe San Juan de la Cruz, ha de
buscar no el gozo, sino el padecimiento en todas las cosas: «Porque buscarse a
sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; más buscar a Dios en
sí es no sólo querer carecer de eso y de es otro por Dios, sino inclinarse a
escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo, y
esto es amor de Dios»; y así ha de abrazar ávidamente todas las
mortificaciones voluntarias, y con mayor avidez aún y amor las involuntarias,
porque éstas son más queridas de Dios. Salomón dijo: Mejor es el sufrido que un héroe [12]. Sin duda que agrada a Dios quien
se mortifica con ayunos, cilicios y disciplinas, porque mortificándose da
pruebas de varonil entereza; pero mucho más agradable es a Dios holgarse en los
trabajos y sufrir pacientemente las cruces que Él nos manda. San Francisco de
Sales decía: «Las tribulaciones que nos vienen de la mano de Dios o de los
hombres, son siempre más preciosas que las que son hijas de la propia voluntad,
porque es ley general que donde menos lugar tiene nuestra voluntad, más
contento hay para Dios y provecho para nuestras almas.» En igual sentido hablaba
Santa Teresa: «Y deja casi aniquilada aquella pena con el gozo que le da ver
que le ha puesto el Señor en las manos cosa que en un día podrá ganar más
delante de Su Majestad, de mercedes y favores perpetuos, que pudiera ser
ganara él en diez años por trabajos que quisiera tomar por sí»; razón por la
cual afirmaba Santa María Magdalena de Pazzi no haber cosa en el mundo, por
acerba que fuese, que no la sufriera alegremente, pensando que procede de la
divina mano. Y así fue, porque, en los no pequeños trabajos que hubo de sufrir
en un lustro, le bastaba traer a la memoria ser voluntad de Dios, para recobrar
la paz y la tranquilidad. ¡Ah!, que, para conquistar a Dios, inestimable
tesoro, todo es nada o de ningún valor. Del P. Hipólito Durazzo es la siguiente
sentencia: «Cueste Dios lo que costare, jamás nos costará muy caro.»
Roguemos, pues, al Señor que nos halle dignos
de amarlo; que, si le amamos perfectamente, todos los bienes terrenos se nos
harán humo y lodo, al paso que las ignominias se volverán en suavísimos
deleites. Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo del alma que se entrega completamente
a Dios: «Luego que se ha llegado al perfecto amor de Dios, se vive como solo en
la tierra y ni se para en glorias o en ignominias: se desprecian tentaciones y
trabajos y se pierde el gusto y apetito de las cosas terrenas. No encontrando
ayuda ni reposo en cosas del mundo, corre el alma sin tregua ni descanso tras
del amado sin que haya estorbo que la detenga, porque ya trabajé, coma, vele,
duerma, en cuanto haga o diga, cifra su ideal y afanes en la búsqueda del
amado; que en él está su corazón por estar en él su tesoro.»
En este capítulo hemos hablado de la paciencia
en general; en el decimoquinto trataremos en especial de las ocasiones en que
habremos de ejercitarla.
San Alfonso María de Ligorio,
tomado de “Tratado del amor a Jesucristo”.
_____________________________
[1] Nam quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii
sui (Rom., VIII, 29).
[2] Christus passus est pro nobis, vobis relinquens exemplum ut sequamini
vestigia eius (I Petr., II, 21).
[3] Despectum, novissimum
virorum, virum dolorum (Is., LIII, 3).
[4] Quem enim diligit
Dominus castigat; flagellat cautem omnem fílium quem recipis (Hebr., XII,
6).
[5] Patientia autem opus
perfectum habet (Iac,
I, 4).
[6] Amicti stolis albis et
palmae in manibus eorum (Apoc, VIl, 9).
[7] Non sunt condignae
passiones huius temporis ad futuram gloriam quae revelabitux in nobis (Rom., VIII,
18).
[8] Momentaneum et leve
tribulationis nostrae, supra modum in sublimitate aeternum glorias pondus
operatur in nobis (II Cor., IV, 17).
[9] Si sustinebimus, et conregnabimus (II
Tim., II, 12).
[10] Non coronatur nisi qui legitime certaverit(ib.,
5).
[11] Tollat crucem suam...
es sequatur me (Lc,
IX,23).
[12] Melior est patiens
viro forti (Prov., XVI,
32).
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