domingo, 6 de junio de 2021

¡No Digas, Hijo, ¡no Digas . . .! ANECDOTAS DE LA GUERRA CRISTERA EN MEXICO (1926-1929)

 


Aquella mañana fresca y alegre del 29 de enero de 1927, por las

polvorientas callejuelas de un suburbio de Guadalajara, un humilde chicuelo del pueblo, de camisita y pantalón muy usados, caminaba presuroso, con sus pies descalzos, rumbo a la escuela, como lo indicaba una especie de zurrón, que llevaba colgado al hombro, en el que se podía adivinar un manojo de libros o cuadernos.

Su nombre lo ignoro, pero Dios lo sabe: y los hechos que voy a referir me han sido garantizados por una carta de un notable sacerdote misionero del Corazón de María, que andaba entonces por aquellos rumbos.

De vez en cuando, al toparse con algún transeúnte, que iba también presuroso a su trabajo, el chico se detenía, y le ofrecía una hoja suelta, un periodiquito de combate llamado Desde mi Sótano . . . muy difundido por todas partes en propaganda, del que los enemigos de Cristo llamaron el "ridículo boycot", arma elegida entonces, por la "Liga Defensora de la Libertad Religiosa", para obligar a los gobernantes a cesar en su insensata persecución a los católicos, y que con toda su "ridiculez", puso en un brete a los perseguidores, hasta el punto de que el diputado Gonzalo Santos, declarara en la misma Cámara, que aquello "que llamamos ridículo boycot es algo muy serio".

Los transeúntes miraban la hojita que les daba aquel vivaracho y simpático chiquillo, y al verlo, rápidamente, sin rechazarlo, pero con toda prudencia, se lo guardaban en la bolsa para leerlo después.

Pero quiso Dios, que uno de aquellos transeúntes con quienes el niño se encontró, y al que tendió valientemente la hojita de propaganda, fuera uno de esos esbirros de la tiranía, especie de espías disimulados, malos mexicanos, que por unos cuantos centavos, vendían al perseguidor sus conciencias.

Ver de lo que se trataba y agarrar por el brazo al muchacho, abrir su zurrón y sacar de él, en vez de libros, un paquete de las dichas hojas, todo fue uno.

—¿Quién te dio esto?

Pero el niño, por toda respuesta, se le quedó mirando, desafiante y sereno.

—¿No me lo dices? Pues ya verás cómo lo dices en la Comisaría. Vamos.

Y sin soltarlo del bracito, lo llevó hasta la oficina del Comisario de Policía.

El chico iba pálido, pero sereno.

El Sr. Comisario acababa de tomar su abundante desayuno y se encontraba satisfecho, sentado en su sillón ante la mesa de la Comisaría, contemplando las volutas del humo de su oloroso cigarrillo.

—¿Qué me traes ahí? —preguntó al esbirro que traía al niño.

—A este chamaco, que anda repartiendo en las calles estas porquerías, y no quiere decir quién se las ha dado—, respondió, echando sobre la mesa el paquete de propaganda.

—Pero a mí sí me lo vas a decir, ¿verdad? Yo soy el Comisario.

El chico cruzó sus bracitos a la espalda; miró impertérrito al policía y selló sus labios.

—Si no me lo dices te voy a zurrar un poco, ¡ya verás! Si se hubiera convertido el muchacho en una estatua de piedra, no hubiera guardado mayor firmeza en su actitud, y mayor silencio.

—¿Eh?, ¿no me lo dices?, pues ya lo verás. —Y levantándose cogió su fuete, que tenía sobre una de las sillas cercanas, y dio con él un tremendo latigazo al inocente, quien sólo lanzó un gemido de dolor.

Ante tal actitud el Comisario redobló dos o tres veces sus golpes, y como no venciera al chico, entre él y el esbirro, le arrancaron su pobre camisa y pantaloncitos y en carne viva redoblaron los golpes hasta amoratarle las espaldas.

—¡No sea malo, señor! ¡No sea malo!, ¡no me pegue así!, —lloraba el niño.

—Pues dime quién te dio esa propaganda, y no te pegaré más.

El niño apretó sus labios y aun cesó de lamentarse, para que no se le fuera a salir una palabra comprometedora.

Admirado, pero no arrepentido el Comisario, por la entereza del chico, dejó de azotarlo, le ordenó se vistiera, y le dijo al esbirro:

—Enciérralo en esa pieza vecina. Ya vendrá su madre a buscarlo y veremos entonces si habla o no habla.

En efecto, la madre del niño, que desde temprano era presa de un presentimiento doloroso e inexplicable, llegado el medio día y no viendo volver su hijo, como siempre lo hacía, satisfecho y alegre de haber ayudado en la medida de sus posibles a la buena causa, salió a buscarle.

No faltó algún conocido o vecino, a quien la pobre mujer preguntaba si no había visto al niño por casualidad, que le dijera que temprano había visto al chicuelo de las señas que daba la madre, ser llevado del brazo por un hombre en dirección de la Comisaría.

Diole un vuelco el corazón, porque adivinó que lo habían atrapado en su valiente comisión, y volviendo rápidamente a su casa preparó algo de comida para llevársela al chico, considerando que tal vez lo tendrían arrestado por algunas horas o un día cuando más, y el niño ya tendría hambre.

Corrió anhelante hacia la Comisaría con su pobre envoltorio, y se presentó al Comisario, preguntándole si tenía allí a su chico, pues le habían dicho que lo habían detenido por una travesura.

El policía sonriente, porque no se había equivocado en su previsión de que la madre del niño vendría a buscarlo, le dijo:

—No es una travesura cualquiera, señora. Es que andaba repartiendo papeles subversivos de la maldita "Liga" de los católicos; y tenemos necesidad de saber quién le dio a repartir esa propaganda; y el chico no quiere decirlo.

—Yo se la di, señor —dijo la madre, aturdida por aquella revelación de la causa principal del atropello al inocente.

—Eso no es cierto, señora. Usted no podía tener esos papeles sin que otra persona o personas se los hayan dado, y usted o el chico nos van a decir ahora, quiénes son los que la dan a repartir.

Y dando orden al esbirro, que se había presentado nuevamente en la oficina, para que trajera al muchacho, lo sacó éste de su encierro.

Presentóse el niño todo lloroso y doliente ante los ojos de su pobre madre, que comprendió inmediatamente lo habían atormentado, y lo bendecía ya en su interior por su noble actitud.

—A ver —exclamó el Comisario—, dígale usted a su hijo, que nos denuncie aquí mismo quiénes son esas personas, o voy a hacer ante usted un escarmiento, del que habrán de acordarse siempre.

Miró el niño a la madre y la madre miró al niño. Uno al otro se fortaleció con esa mirada de firmeza sin igual. . . y ¡ambos callaron!

—No lo dicen, ¿eh? Pues ahora lo verán.

Y volvió a desnudar al chico. La madre se echó a llorar amargamente al ver las amoratadas espaldas del niño, y más aún cuando vio al bárbaro policía levantar el látigo para reanudar los golpes. Ciega, valiente, como leona herida, lanzóse para interponerse entre el látigo del salvaje policía y su hijito; pero el otro esbirro estaba preparado, y agarró fuertemente a la mujer, que forcejeaba inútilmente por desprenderse de las garras de aquel bárbaro.

—Nada más digan quiénes son los que les dieron los papeles, y todo está acabado —gritó el Comisario golpeando con furor al pobrecito.

—¡No le pegue! —gritó la mujer—, ¡pégueme a mí, si es hombre, y no a un niño!

—Pues que diga . . .

Y entonces algo increíble sucedió, algo que debió resonar en el Cielo como resonaron en otro tiempo las voces de la madre de los Macabeos alentando a sus hijos al martirio. . . —¡No digas, hijo. . . no digas. . .! —clamó la madre entre un torrente de lágrimas. . .

El Comisario, furioso por haber sido vencido por una mujer y un niño, soltó el látigo, y cogiendo al niño por los bracitos se los retorció con furia, hasta que se los quebró ... El niño cayó desmayado.

Entonces el Comisario, asustado, le dijo a la madre:

—Vieja infame . . . llévese a su hijo ... tal por cual . . .

La madre se lanzó inmediatamente a levantar el cuerpo del chiquillo y abrazándolo con trabajo lo cargó sobre sus hombros, y salió como loca de la Comisaría, para ir a curarlo en su pobre vivienda. Cubriólo con su rebozo, pues estaba desnudo y sangriento. . . Y corría, corría. . . repitiendo como un estribillo

sublime. . . ¡No digas, hijo. . . no digas! En un momento dado, el cuerpecillo del mártir se estremeció sensiblemente, y la madre doliente, poniendo en su acento toda la ternura de su heroico

corazón. . . le repitió angustiada: ¡No digas, hijo. . . no digas!

Cuando al llegar a su casa depositó en la pobre camita el cuerpo llagado de su hijo. . . ¡estaba muerto!

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