miércoles, 3 de febrero de 2021

EPÍSTOLA ENCICLICA SOBRE LA DEVOCIÓN DEL SANTO ROSARIO Papa León XIII

 


El apostolado supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por las que atravesamos, Nos advierten a cada momento o imperiosamente Nos empujan a velar con tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia, cuanto mayores son las calamidades que la afligen.

 Por esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto es posible en defender por todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de Dios y sus divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado nuestros afanes y cuidados.

 Y creemos que nada puede conducir más eficazmente a este fin que el hacernos propicia la práctica de la religión y la piadosa devoción a la gran Madre de Dios, la Santísima Virgen María, quien es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como está por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encaminan a la Ciudad Eterna.

 Por esto y próximo ya, el solemne aniversario que recuerda los innumerables y cuantiosos beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo Rosario de María, Nosotros queremos que en el corriente año, esta devoción sea objeto de particular atención en el mundo católico, a fin de que por la intercesión de la Santísima Virgen María obtengamos de su Divino Hijo, venturoso alivio y fin a nuestros males.

 Por lo mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros

estas letras a fin de que, conocido Nuestro propósito excitéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que cumplan con él esmeradamente.

En tiempos críticos y angustiosos ha sido siempre el principal y solemne cuidado de los católicos el refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad; lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen, exenta de la mancha original, escogida para ser Madre de Dios y asociada por lo mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un favor y de un poder tan grande que nunca han podido ni podrán obtenerlo igual ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que les es de sobremanera dulce y agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, luego es de esperar que acogerá cariñosa las preces que le dirija la Iglesia universal.

 Mas esta piedad, tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los Cielos, nunca ha brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, hubiesen parecido poner en peligro la Iglesia de Dios.

 La historia, antigua y moderna y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan las preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen Santísima, así como los auxilios concedidos por Ella e igualmente en muchas circunstancias la paz y la tranquilidad pública, obtenidas por su intercesión. De ahí esos excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la victoria y de la paz, con los que se la ha saludado.

 Entre todos sus títulos es muy especialmente digno de mención el de Reina del Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le debe la cristiandad.

Ninguno do vosotros ignoráis, Venerables Hermanos, cuántos sinsabores y amarguras causaron a la Santa Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos Albigenses, que nacidos de la secta de los últimos Maniqueos, llenaron de sus perniciosos errores el Mediodía de Francia y todos los demás países del mundo latino y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su dominio con el exterminio y la muerte.

Contra tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y fundador de la Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar y que sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía en efecto, por inspiración divina, que esa devoción pondría en fuga, como poderosa máquina de guerra, a los enemigos y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regularizado y puesto en práctica por la Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia y quedaron destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas, empuñadas estas para resistirles.

 La eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el Soberano Pontífice Pío V, después de reanimar en todos los Príncipes Cristianos el sentimiento de la común defensa, trató con cuanto estaba a su alcance, de hacer propicia a los cristianos a la Todopoderosa Madre de Dios y de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que a los fieles cristianos decídalos a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la religión y a la patria; marchaban sin tener en cuenta su número, al encuentro de las fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto; mientras que los que no eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejemplo de suplicantes, imploraban y saludaban a María, repitiendo las formulas del Rosario y pedían el triunfo de los combatientes.

 La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues, empeñado el combate naval en las islas Echinadas, la escuadra de los cristianos, reportó, sin experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquiló á las fuerzas enemigas. Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias en recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII sancionó dicha festividad con el nombre del Santo Rosario.

 Asimismo, en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en Tenesvar, Hungría y Corfú, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen, y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclinó a Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la festividad del Santísimo Rosario.

 Así pues, una vez demostrado que esta fórmula de orar es agradable a la Santísima Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de nuestros predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con especiales elogios.

 Urbano IV aseguró que el Rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo cristiano, Sixto V dijo que este modo de orar cede en mayor honra y gloria de Dios y que es muy conveniente para conjurar los peligros que amenazan al mundo; León X declaró que se había instituido contra los heresiarcas y las perniciosas herejías y Julio III le apellidó loor de la Iglesia. San Pío V dijo también del Rosario que con la propagación de estas preces los fieles principiaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres distintos de lo que antes eran que las tinieblas de la herejía se disiparon y que la luz de la fe brilló en su esplendor.

 Por último, Gregorio XIII declaró que Santo Domingo había instituido el Rosario para apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María.

 Inspirándonos en este pensamiento y en los ejemplos de nuestros predecesores hemos creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que Nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días está expuesta la Iglesia, la piedad cristiana, la moralidad pública, la fe misma, que es el bien supremo y el principio de todas las virtudes; todo está amenazado cada día de los mayores peligros.

 No sólo sabéis cuán difícil es esta situación y cuánto sufrimos por hoy, sino no que también por vuestra piedad se os hace experimentar con amargura, pues es muy doloroso y lamentable ver a tantas almas de Jesucristo, ser arrancadas de la salvación por el torbellino de un siglo extraviado, siendo precipitadas en el abismo y en consecuencia en la muerte eterna.

 En nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de María, a fin de curar los males de su época. Ese gran Santo iluminado por la luz celestial, entrevió claramente que para curar a su siglo, ningún remedio podía ser tan eficaz como el atraer a los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida, impulsándoles a dirigirse a la Virgen, a quien está concedido el poder de destruir todas las herejías.

 La fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación y en este asunto de meditación está mezclada y como entrelazada con la Salutación Angélica, una oración jaculatoria a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo; los que buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer, que valiéndonos de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.

 Por lo cual no sólo excitamos vivamente a todos los cristianos, a dedicarse pública o privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de octubre de este año se consagre enteramente a la Reina del Rosario.

 Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el año, se comente con esplendor y con pompa la festividad del Rosario y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre se rece en todas las Iglesias curiales y si los ordinarios juzgan oportuno, en otras iglesias y capillas a la Santísima Virgen, al menos cinco misterios del Rosario, añadiendo las letanías lauretanas. Deseo, así mismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos y que, o se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la  adoración de los fieles y se dé luego la bendición con el mismo.

 Será también de nuestro agrado que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre. Y donde por razón de las circunstancias esto no fuere posible, procúrese asistir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes cristianas.

 En gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto y para animar a todos, abrimos los tesoros de la Iglesia y a cuantos asistieren en el tiempo antes designado a la recitación pública del Rosario y las Letanías y oraren conforme a nuestra intención, concedemos siete años y siete cuarentenas de indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces, los hicieren privadamente.

 Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en público o en secreto, si públicamente por justa causa, no pudieren las indicadas preces y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada Comunión, les dejamos libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia plenaria.

 Concedemos también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Misa y rogaren en algún templo, según nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las necesidades de la Iglesia.

¡Obrad, pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacía la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella.

 Nosotros consideramos, que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia, florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.

 Quiera Dios que excitadas por nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos, las naciones cristianas busquen con ardor cada día mayor, la protección de la Santísima Virgen María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Santo Rosario, ese culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no sólo como remedio siempre presente a sus necesidades, sino como noble adorno de la piedad cristiana.

 La celestial Patrona del género humano escuchará esas preces y concederá fácilmente a los buenos, el favor de ver acrecentarse sus virtudes y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad después de desviada, para lo sucesivo libre todo peligro y del tan apetecible sosiego.

 Alentado por esta esperanza suplicamos a Dios por la intercesión de Aquella en quien ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas nuestras fuerzas, que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales favores. Y como prenda de nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros, a vuestro clero y a los pueblos confiados a vuestros cuidados la bendición apostólica.

 

Dado en San Pedro de Roma, el 1." De Septiembre de 1883, año sexto de Nuestro Pontificado.

 

 

 

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