Cum
venerit Paraclitus quem ego mitam
vobis a Patre, Spiritum veritatis qui a
Patre
procedid, ille testimonium perhibebid
de me.
Cuando
viniere el Consolador, el Espíritu
de verdad, que procede del Padre y que yo os enviaré de parte de mi Padre , él dará testimonio de mí. Joan. cap. XV, v . 26.
El Rey
inmortal de la Gloria se ha propuesto, mis amados oyentes, celebrar de un modo
propio de su majestad y grandeza, la gran victoria que consiguiera del príncipe
del mundo. Jesucristo había cumplido su altísima misión entre los hombres:
había borrado con su sangre la escritura de la maldición del mundo, y
realizando en su Persona todos los antiguos vaticinios, como oveja se había
dejado conducir al lugar del sacrificio, Concluida la grande obra de la
Reparación humana, resucitó por su propia virtud, y después de permanecer por
espacio de cuarenta días sobre la tierra , en cuyo tiempo consoló e instruyó a
sus Apóstoles, subió triunfante y glorioso al cielo a ocupar su trono a la
diestra del Eterno Padre. ¿Y de qué modo se propone celebrar tan admirable
triunfo? Concediendo a los hombres dones dignos de un Dios de infinita bondad y
misericordia: Áscendens Christus in altum dedit dona hominibus.
¿Y qué
don es este? El Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad que
procede del Padre y del Hijo y que desciende para iluminar a los que habían de
anunciar el Evangelio por toda la tierra.
Sí ,
cristianos: a los cincuenta días de la Pascua célebre en que Jesucristo consumó
el sacrificio de su vida, y días después de su Ascensión a los cielos, cuando
se celebraba en Jerusalén la fiesta llamada por los judíos de Pentecostés,
mandada observar en los sagrados libros del Levítico y del Deuteronomio para
recordar el gran beneficio que el Señor dispensara al pueblo de Israel,
dándoles por medio de Moisés la ley grabada en dos tablas, hallándose los Apóstoles
y discípulos reunidos en el Cenáculo, lugar que el Padre San Agustín llama
primer templo de la Iglesia cristiana, se verificó el gran prodigio de la
venida del Espíritu Santo. Allí en aquel mismo sitio donde Jesucristo celebrara
la íntima cena, aquella cena memorable en la que realizara el admirable
prodigio de su amor en la institución del Santísimo Sacramento de la
Eucaristía, encontrábanse el día de Pentecostés, la Madre de Jesús y con los
Apóstoles un gran número de discípulos entregados a la oración. Eran como las
nueve de la mañana, cuando se sintió un ruido repentino, como a manera de viento
impetuoso, y vieron resplandecer en el aire como lenguas de fuego, las cuales
se fueron colocando sobre cada uno de los congregados en aquella santa
asamblea, y fueron todos llenos del Espíritu Santo: et repleti sunt omnes
Spiritu Sancto.
Con
tan sencillas palabras como las que acabáis de oír, nos da cuenta el Evangelio
de un suceso de tan universales consecuencias. ¡Ojalá me encontrase yo capaz de
hablar dignamente y con fruto de este misterio de la Religión! El Espíritu
Santo, según el sentir del angélico doctor y de todos los teólogos, baja a promulgar
del modo más solemne y a consumar cuanto era necesario para llevar a cabo el
plan de la propagación del Evangelio.
No
trato por cierto, mis hermanos, de hacer ostentación de erudición teológica
combatiendo los absurdos errores de los macedonianos, ni de los de otros heresiarcas
sobre el punto que nos ocupa. Mi objeto es únicamente haceros conocer con el lenguaje
más sencillo los grandes prodigios que obró el Espíritu Santo cuando descendió
sobre el colegio Apostólico, y los que puede obrar en nosotros, si le recibimos
y correspondemos a sus dones.
Espíritu
Divino que iluminasteis a los Apóstoles haciéndoles aptos para predicar el
Evangelio santo; dignaos favorecerme con un rayo de luz celestial, que disipe
mi ignorancia, para desempeñar dignamente y con fruto mi santo ministerio. Sea
mi intercesora vuestra Esposa Santísima, a la que saludamos con el mayor afecto
de nuestros corazones. Ave María.
Se ha
llevado a cabo una admirable transformación.
Aquellos
hombres escogidos por Jesucristo para que continuasen la grande obra por Él
iniciada de la regeneración social por medio de la predicación del Evangelio, eran
unos hombres toscos e ignorantes: en vano se hubiese buscado en ellos
conocimiento alguno de las ciencias: además de ignorantes eran tímidos y aun cobardes.
Pues bien, cristianos, dirigíos en este día con vuestra consideración al
Cenáculo de Jerusalén.
No
solamente los Apóstoles, sino los demás discípulos del Salvador hasta el número
de ciento y veinte que allí se hallan congregados, son ya otros hombres: ha desaparecido
en todos ellos la ignorancia, así como la cobardía: explican e interpretan
admirablemente las sagradas escrituras: no hay para ellos idioma desconocido, y
a su presencia queda confundida toda la sabiduría del mundo y aparecen como
pigmeos aquellos varones que gozaran reputación de sabios entre las gentes.
Llenos de valor e intrepidez, están dispuestos a combatir los errores, y a
hacer triunfar la verdad en todas partes. Animo esforzado se necesita para luchar
con mil contrarios elementos; pero llenos de fortaleza se hallan dispuestos a
sufrir toda clase de contradicciones y hasta la misma muerte, en el
cumplimiento de sus deberes. No hay que extrañar esta transformación: es efecto
producido por el Espíritu Santo, que descendiendo sobre los discípulos de
Jesucristo, inflamó sus almas y las llenó de los más celestiales dones.
Sabido
es lo que eran los Apóstoles antes de recibir el Espíritu Santo: asociados al
Divino Maestro escuchaban de continuo su doctrina, siendo al mismo tiempo
testigos de sus maravillas y asombrosos
milagros.
Nada
de esto sirvió para que desechasen su ignorancia y sus ideas carnales. Si
Jesucristo les habla de su reino creen que es un reino temporal y aspiran a sus
primeras sillas: si ora les da a comprender el gran misterio de la Eucaristía
que ha determinado efectuar o bien les habla de su resurrección, no entienden
palabra de lo que oyen. Eran, en suma, hombres carnales y groseros, en quienes
nada hubiesen podido conseguir los más profundos maestros en las ciencias
mundanas. En la fe eran débiles: el más firme de todos, el que había sido el
primero en confesar públicamente la divinidad de Jesucristo, y había ofrecido
morir en su compañía si hubiera sido necesario, le niega lleno de cobardía en
el atrio del Pontífice.
¡Qué
diferencia tan admirable luego que el Espíritu Santo ha descendido sobre ellos!
No se ocultan ya de la vista de los hombres. Llenos de valor y de fortaleza,
anuncian que aquel a quién los judíos han hecho morir con la nota de infamia en
el patíbulo de la Cruz, es el verdadero Dios. Al eco de su voz se bambolean
sobre sus pedestales y caen por tierra las estatuas de los ídolos que
arrebataban las adoraciones de los hombres debidas tan solamente al verdadero
Dios. ¡Cuánta sabiduría en sus palabras! ¡Cuánta profundidad en sus conceptos!
¿Hay por ventura en sus sermones gentes de diversos países y naciones? Nada
importa. Todos los entienden, cual si hablasen a una vez todos los idiomas. Los
partos y los medos, los persas y los árabes, los egipcios, los habitantes de
Mesopotamia, de Judea y Capadocia, los del Ponto, la Frigia y la Bitinia, todos
los habitantes de la tierra oyen hablar a los Apóstoles en sus respectivos
idiomas, porque todos los poseen a la perfección.
Llenos
de intrepidez y ansiosos por extender el reino de Jesucristo se reparten por el
mundo , y al poco tiempo el nombre del Redentor de la humanidad es conocido en
Macedonia por la predicación de Mateo. Bartolomé en Lycaonia y en Babilonia Tadeo
triunfan del error: y mientras Andrés trabaja incansable en Acaya y Santiago el
menor predica en Mesopotamia, lo hacen también con celo infatigable, Pedro en
Roma, Juan en Asia, Santiago el mayor en nuestra España, al par que sufren grandes
trabajos por la propagación de la fe y triunfo de la naciente Iglesia, Tomas en
la India, Felipe en la Frigia, así como Simón en Egipto y Matías en la Judea.
¿Y
quién podrá, mas, numerar sus conquistas? Abrid la historia de la Iglesia,
contempladla en su infancia y no podréis menos de quedar maravillados. ¡Cuánto
puede la gracia del Señor! Ellos a la presencia de los poderosos los reprenden dándoles
en rostro con sus maldades. Verdad es que empiezan contra ellos terribles
persecuciones: que se pretende sellar sus labios por medio de crueles amenazas:
pero ellos en ser perseguidos como su divino Maestro encuentran su mayor
gloria, y aspiran no a honras mundanas ni a esos laureles que se marchitan,
sino a la aureola del cielo, vertiendo su sangre en los más horrorosos
martirios. Preparen, pues, los poderes de la tierra oscuros calabozos, que los
Apóstoles convertirán en escuela de celestial doctrina: dispongan crueles
tormentos que miraran como blandos y mullidos lechos. Nada será suficiente para
vencer la fortaleza de aquellos hombres sobre quienes descansan los dones del
Espíritu Santo.
CONTINUARA...
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