miércoles, 8 de abril de 2020

LA PASION DEL SEÑOR



El Señor instituye el Santísimo Sacramento
Había llegado la hora en que Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno sacerdote según el orden   de Melquisedec,   tenía  que   ofrecer  su   Cuerpo  y   Sangre  en   un  verdadero sacrificio. Con él iba a reconciliar a todo el mundo con Dios. Ese mismo Cuerpo y Sangre, que sería sacrificado en la cruz, quedó perpetuamente entre nosotros, bajo la apariencia de pan y de vino, para que fuese nuestro sacrificio limpio y agradable que ofrecer a Dios, bajo la nueva ley de la gracia. Jesucristo está realmente presente en ese Sacramento, y   nos da su  Cuerpo como  verdadera comida,  y su Sangre  como verdadera  bebida   en prueba  de   su  amor,  para   fortalecer   nuestra  esperanza,  para despertar nuestro recuerdo, para acompañar nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades, y como testimonio de nuestra salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo Testamento. Amorosamente preocupado por el futuro de su Iglesia, y ya a las puertas de su pasión y de su muerte, no hacía otra cosa sino encomendar y ordenar las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo [2].Estaban los apóstoles atentos y en tensión para ver lo que iba a ocurrir con aquella nueva ceremonia. El Salvador “se vistió la túnica que se había quitado, se sentó otra vez a la mesa” y, como si fuese a empezar otra nueva cena, mandó a sus apóstoles que se reclinaran como El. Todos expectantes, les dijo: “Habéis visto lo que he hecho con vosotros. Me llamáis Maestro y Señor, y es verdad, porque lo soy; pues si Yo, que soy vuestro Maestro y vuestro Señor, os he lavado los pies, quedáis obligados a hacer vosotros lo mismo” con caridad y humildad, por dificultoso que os parezca y aunque os desprecien. “Porque Yo os he dado el ejemplo, así que, como lo he hecho Yo, de la misma manera lo tenéis que hacer vosotros; porque el siervo no es más que su señor ni el enviado es más que el que le envía. Si entendéis bien estas cosas, seréis felices cuando las hagáis”. Es maravilloso advertir cómo el Salvador no perdía ocasión para demostrar a Judas la tristeza que le causaba su traición, y quería hacer ver que no iba engañado a la muerte, sino porque quería; por eso añadió: “Os ha dicho que seréis felices, pero no lo digo por todos, se ha de cumplir la Escritura: El que come a mi mesa me ha de traicionar. Digo esto ahora y con tiempo, antes de que se haga, para que cuando lo veáis cumplido creáis lo que os he dicho que soy”
Todos le miraban sobrecogidos, advirtiendo en su cara y en su postura que trataba de hacer algo grande y desacostumbrado. El Señor tomó un pan ácimo sin levadura, de aquellos que sobraron de la primera cena, y levantó los ojos al cielo, hacia su Eterno Padre, para que vieran que de Él venía el poder de realizar una obra tan grande. Dio las gracias por todos los beneficios que había recibido y, especialmente, por el que en aquel momento le era dado hacer a todo el mundo. Bendijo el pan con unas palabras nuevas a fin de preparar un poco a los apóstoles a aquella grandiosa novedad que quería hacer. Partió el pan de modo que todos pudieran comer de él, y lo consagró con sus palabras: el pan se convirtió en su Cuerpo, y parecía pan, y, a la vez, su mismo Cuerpo estaba presente y también visible a los ojos de los apóstoles. Las palabras con las que consagró el pan daban a entender claramente cuál era la comida que les daba: “Tomad, comed, esto que os doy es mi Cuerpo, el mismo que ha de ser entregado en la Cruz por vosotros y por la salvación de todo el mundo”. Dio a cada  uno de aquel pan consagrado, y todos lo tomaron y comieron, y sabían lo que era aquello, porque el Salvador se lo dijo con palabras bien claras. Había también sobre la mesa, entre otras, una copa de vino mezclado con un poco de agua; tomó el Señor la copa o cáliz en sus manos, dio gracias al Padre Eterno, lo bendijo también con una bendición nueva, lo consagró con sus palabras y aquel vino se convirtió en su Sangre. Aquella misma Sangre que corría por sus venas estaba realmente presente también en aquella copa, y parecía vino. Las palabras con las que había consagrado el vino fueron tan claras que los apóstoles entendieron bien lo que les daba a beber: “Bebed todos de éste cáliz, porque ésta es mi Sangre con la que confirmo el Nuevo Testamento; la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se os perdonen los pecados”. El Salvador había venido al mundo para hacer una humanidad nueva, y para establecer con ella una nueva Alianza y un Testamento mucho mejor que el Viejo Testamento que había establecido antes con los antiguos judíos. Los mandatos de este Testamento Nuevo son más suaves y más perfectos; y las promesas que se hacen, más grandes, porque ya no se refieren a bienes temporales sino eternos. Y este Nuevo Testamento se confirmó no con sangre de animales, como el Viejo, sino con la Sangre del Cordero sin mancha, que es Cristo. La Sangre que Jesucristo derramó en la cruz tuvo la eficacia de quitar todos los pecados del mundo. Este fue el Testamento que instauró el Señor en su última cena, y estaban presentes los doce apóstoles representando a la futura Iglesia. Para dar  mayor firmeza a lo que ordenaba, el Señor dio a beber su Sangre con estas palabras: “Esta  es  mi Sangre con la que  confirmo el Nuevo Testamento; la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se os perdonen los pecados”. El Señor pretendía que este Sacrificio y Sacramento durase en su Iglesia hasta el fin del mundo, por eso, no sólo consagró El mismo pan y el vino sino que dio ese poder a los apóstoles, para que ellos también consagraran y transmitieran ese poder “hasta que   El   viniese”   a   juzgar   el   mundo.   Les   mandó   expresamente   que   cuantas   veces celebrasen este sacrificio lo hicieran acordándose de Él, y del amor con que moría por los hombres. Por legado tan rico como es su Cuerpo y su Sangre, y todos los tesoros de gracia que mereció con su Pasión; así nunca podrían olvidarse de El: “Siempre que hagáis esto, hacedlo acordándoos de Mí”. Este Pan está destinado al sustento de los hombre que van como peregrinos por el mundo. Es tan grande y fuerte el fuego de su amor,  que hace  a los hombres santos, los transforma con el amor de quien les tiene tanto amor. Estas divinas palabras deben ser recibidas con fe y todo agradecimiento. Aquel Señor que no engaña dijo: “Tomad y comed, que esto es mi  cuerpo. Bebed todos de este  cáliz,  que es mi sangre”. Es grande su generosidad, sólo digna de Dios. Qué podré yo darte, Señor, por ese beneficio? Diré con todo el afecto de mi corazón: Mira, Señor, este es mi cuerpo; te lo ofrezco en el dolor, en la enfermedad, en el cansancio y la fatiga, en la penitencia; esta es mi sangre, te la ofrezco si Tú quieres que tenga que derramarla por tu gloria; esta es mi alma, que quiere obedecer en todo Tu voluntad.
Jesús dice a Juan quién es el traidor
Después de todas estas cosas, al ver el Señor que su muerte se acercaba, y que Judas persistía en su obstinación, se entristeció aún más y, lleno de congoja, repitió: “De verdad os digo que es uno de vosotros el que me ha de vender”. Judas, sin embargo, endurecido, permaneció en su mal propósito: no le bastó que Jesucristo le hiciera ver que Jesucristo conocía su traición, ni tampoco que se lo repitiera tantas veces y de tantas maneras; no se inmutó ante su Maestro arrodillado a sus pies; siguió sentado a la mesa con todos, y miraba y hablaba a Aquel que sabía su traición, y comía en su mismo plato; y hasta recibió el Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor. Por eso Judas, tan cerca de aquel hombre ingrato y obstinado, repitió ahogado por la tristeza: “De verdad os digo que es uno de vosotros el que me ha de vender”. Como no decía el nombre, todos se asustaban, y seguían mirándose unos a otros a ver por quién lo decía. Su conciencia no les acusaba, es cierto, pero creían más al Señor que a su propia conciencia, y reconocían que, como eran hombres, podían fácilmente cambiar y caer. Pedro, con su acostumbrada impetuosidad, estaba ansioso por descubrir el enemigo, para  despedazarle con  sus  propias manos si  pudiera.  No  se   atrevía   a   preguntarlo directamente al Señor y, por otro lado, no podía soportar más tiempo aquella duda. Sabía el cariño especial que el Salvador demostraba a Juan en presencia de todos, y como a Juan le resultaba fácil preguntarlo sin llamar la atención, le hizo señas desde su sitio para que averiguase a quién se refería. Juan estaba echado sobre el pecho de Jesús, y le pidió que le dijese quién era. El Señor le respondió en voz baja, solamente lo oyó Juan: “Aquel a quien Yo dé el pan mojado”. Tomó un trozo de pan, lo mojó en alguna salsa que quedaba en la mesa, y se lo dio a Judas. Aquel gesto fue para Juan la respuesta a su pregunta; para Judas, otra prueba de cariño para ablandarle el corazón, y para obligarle a cambiar su mal propósito. Pero, aquel desgraciado, por su culpa, empeoraba siempre con los remedios que el Señor le daba para salvarle. Judas se comió aquel trozo de pan y, después de ese bocado, “Satanás entró” en su alma. El demonio le había inducido a que concertase la venta de su Maestro, pero ahora, adueñándose de él con más fuerza, le instó a que ejecutara inmediatamente su plan. El Salvador, al verle cegado y fuera de sí, le dijo con calma: “Haz pronto lo que tengas que hacer”. Nadie, excepto Juan, entendió el verdadero sentido de estas palabras; imaginaron, pues Judas se encargaba de la bolsa y de los gastos comunes, que el Señor le enviara a comprar alguna cosa o que diese alguna limosna, como solía. Pero el Salvador hablaba de su alma, por eso le dijo: “Haz pronto lo que tengas que hacer”. No le aconsejaba que ejecutase una maldad tan grande, al contrario, se lo echaba en cara, haciéndole ver que leía su pensamiento. No trataba tampoco de impedirle lo que iba a hacer, porque era infinitamente mayor su deseo de padecer la muerte por amor que el odio que sentía Judas y su deseo de venderle”. “En  cuanto Judas  se comió el  bocado”  y  oyó  lo que  el Señor le decía, movido   por   Satanás,   salió   inmediatamente   del   comedor   y   de   aquella   casa   donde estaba Jesús, para no volver jamás junto a Él. Cuando Judas salió, “ya era de noche”.



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