lunes, 6 de abril de 2020

LA PASION DEL SEÑOR.



El Salvador llega a Jerusalén para celebrar la Pascua

Después, llegó el Señor “con los otros discípulos” a Jerusalén y fue a casa de su amigo, que   le   estaba   esperando.   Encontraron   todo   preparado:   el   cordero,   las   lechugas amargas,  los panes  sin levadura, los bastones  y  las  demás  cosas  necesarias  para celebrar la Pascua [1]. A la hora indicada inició el Señor la ceremonia: sacrificaron el cordero, rociaron con su sangre el umbral de  la casa, y lo asaron al fuego; luego el Señor se calzó, se ciñó el vestido, tomó el bastón y se puso en pie junto a la mesa, y los apóstoles hicieron lo mismo: después comieron el cordero con pan sin levadura y lechuga amarga, de pie y de prisa, como quien está de paso. Los judíos hacían todo esto en recuerdo de su liberación y salida de Egipto, y era también como una figura o símbolo de la liberación del pecado que habíamos de conseguir gracias a la sangre derramada   por   Jesucristo   Nuestro   Salvador,   en   aquel   momento,   y  con  una   gran entereza, estaba comenzando su Pasión. Terminada la ceremonia, dejaron los bastones y se sentaron a la mesa para la cena ordinaria. Mientras comían, el Salvador, con toda su ternura, puso de manifiesto el tremendo amor que sentía por sus apóstoles, diciéndoles cuánto había deseado cenar con ellos antes de morir. “He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. El misterio que iba a suceder en aquella cena era tan grande, que necesitaba para realizarse del infinito deseo del Hijo de Dios. Les dijo también que aquélla era su última cena, y que ya no cenaría más con ellos hasta que se viesen juntos en el Banquete del Cielo, donde todo deseo se cumple. “Vosotros habéis estado conmigo y no me habéis abandonado en los momentos de prueba”, por eso estaréis también conmigo cuando yo triunfe: “Yo dispongo que mi reino sea para vosotros, como mi Padre ha dispuesto que su reino sea para Mí, para que os sentéis conmigo a mi mesa y comáis y bebáis; y luego os sentaré sobre tronos como jueces de las doce tribus de Israel”. Esto decía el Salvador a sus amigos, consolándoles, porque quedaban huérfanos, y les prometía una gran herencia para después de su muerte. Judas  estaba   entre   ellos  disimulando   su traición.   Y   el Salvador,   con   su  inimitable misericordia, comía a la mesa y en el mismo plato con un hombre de quien sabía que trataba de venderle, y que había señalado ya el precio, y que no pensaba en otra cosa sino en encontrar la ocasión oportuna para entregarle. El Señor, para hacerle ver que sabía su secreto, que iba a morir voluntariamente, y para ablandar su corazón, se quejó: “Ciertamente os digo que uno de vosotros me va a traicionar”. Al oír esto, todos se  entristecieron,   y   se   miraban   unos   a   otros  asustados;  y  examinaban  su   propia conciencia por ver si había en ella algún rastro de esa traición. Aunque su conciencia no les acusara, por temor y para tranquilizarse a sí mismo y a los demás, cada uno preguntaba con humildad: “Señor, ¿soy acaso yo? “Siguieron cenando: estaban trece a la mesa y, es probable, mojarían el pan tres y hasta cuatro personas en un mismo plato. Los apóstoles insistían al Señor para que dijese quién era el traidor, y les librase así de la sospecha de los demás y de su propio temor. Pero el Salvador quería salvar a Judas, y no descubrió del todo el secreto, no fuera a ocurrir que el odio de sus compañeros terminara de hundirle del todo. Jesús, al contrario, recalcó más la amistad, que despreciaba Judas con su traición: “De verdad os digo que el que me ha de vender” no sólo está a la mesa conmigo, sino que “moja en pan en mí mismo plato. “El Hijo del Hombre sigue su camino” hacia la cruz; pero va porque quiere, y por obedecer a su Padre, y para salvar a los hombres; “así está escrito; pero ¡desdichado del que entrega al Hijo del Hombre!”; ahora se cree que triunfa y  que va  a  ganar amigos  y  dinero, pero en  realidad va  hacia  el tormento eterno, tan grande, que “más le valiera no haber nacido”...Judas, al verse descubierto, y que la señal de mojar en el plato iba por él, con tan poca vergüenza   en   la   cara   como  poco   era   el  temor   de   Dios   que   tenía   en   el   corazón, preguntó: “¿Soy yo acaso, Señor?” Y el Salvador, en voz baja, para que los demás no lo oyeran, respondió: “Tú lo has “dicho, que según el modo de hablar de los hebreos es lo mismo que decir: Sí.
El Salvador lava los pies a sus apóstoles Era la noche del jueves, “antes del día solemne de la Pascua. Sabía Jesús que había llegado su hora”, que aquel era el día en que, al morir, “había de pasar de este mundo a su Padre, y aunque siempre había tenido mucho amor a los suyos, que estaban en este mundo, al final de su vida les dio mayores muestras de este amor”. Una vez terminada  la cena, Judas  ya decidido  a  venderle, El,  Hijo  Único de Dios, lleno  de ternura y amor hacia los suyos, se levantó de la mesa, se quitó la túnica, se ciñó una toalla, y echó agua en un lebrillo, se arrodilló, y se dispuso a lavar los pies a sus discípulos. Al hacer esto, no sólo dio un gran ejemplo de humildad, sino de amor. El amor nunca tiene en poco ningún trabajo por bajo que sea. Y esto hizo el Señor, “se humilló y tomó el aspecto de un siervo”; y no tuvo asco, nada más comer, de limpiar los pies sucios de los apóstoles Aquel que tuvo amor al lavar con su sangre nuestros pecados. Empezó por Pedro, al que solía dar el primer lugar como cabeza de los apóstoles. Es así como debe empezar la limpieza y reforma de las costumbres: por los que hacen cabeza. Pero Pedro, al ver una cosa tan nueva e insólita, se negó con su vehemencia acostumbrada: “¡Señor, ¿lavarme Tú a mí los pies?!” Esto es más para pensar que para explicarlo, dice San Agustín: “Tú... a mí” ¿Quién es ese “Tú”; quién, ese “a mí”? El Señor insistió, pues aunque la negativa de Pedro nacía sin duda de respeto hacia su Maestro, también era debida a ignorancia: no conocía los fines que pretendía el Señor, no se daba cuenta que quería expresar con ello la necesidad de limpieza interior antes de recibir el Cuerpo y la Sangre que poco después les iba a dar. No es posible alcanzar la limpieza de las propias culpas si El mismo no las lava con su propia Sangre. Todo esto quería enseñar el Salvador a Pedro, que no veía más que lo de fuera; por eso Jesús respondió: “Lo que yo hago no lo entiendes ahora”. Tengo razones suficientes para  hacerlo,   si   las  supieras   no   intentarías  impedírmelo;   pero  como   ahora   no las sabes, te opones: déjame ahora lavarte los pies como Yo quiero, que “a su tiempo lo entenderás”. Pedro siguió negándose en su testadurez, quizá pensaba que la única razón que el Señor  decía   era   por darles   ejemplo   de  humildad,   y   él no  podía   consentir  que   se humillase a sus pies; de ahí que le respondiera enérgicamente: “¡No me lavarás los pies ni ahora ni a su tiempo ni nunca! “Ante la testarudez de Pedro, que no se quería dejar lavar los pies por Aquel que iba a lavar todos sus pecados, le contestó con la misma  energía: “¡Si Yo no te lavo no tendrás parte en mi herencia!” No intentes, Pedro, impedir que quite los pecados a los hombres porque no lo puede hacer otro sino Yo, que “he venido al mundo a servir y no a ser servido, y a dar mi vida como rescate por todos los hombres”; y no exageres tu cortesía y educación hasta el punto de hacerte daño a ti mismo porque, si no te lavo Yo, puedes despedirte de mi amistad, y serás para mí como quien no tiene nada que ver conmigo. Entonces se vio que la negativa de Pedro no nacía sino de respeto y de humildad: al entender lo mucho que le importaba dejarse lavar, se ofreció a que le lavase “no sólo los pies, sino las manos también, y la cabeza”. El Salvador le dijo: “El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, que en todo lo demás está ya limpio”. Esto suele suceder cuando uno sale del baño se ensucia un poco los pies, y se los tiene que volver a limpiar. Cuando uno está limpio de pecados mortales, puede ser que se ensucie un poco con pecados veniales, y es conveniente que se lave, y es necesario que cada vez se purifique más para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor tenía clavada en el corazón la pérdida de Judas, y no dejó escapar esta nueva ocasión; así que, para demostrarle su sentimiento, para moverle a que se arrepintiera, como de paso, añadió: “Vosotros estáis limpios, pero no todos”. Porque como sabía quién le había de entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Luego, todos se dejaron lavar los pies, y ninguno se atrevió a poner la más mínima resistencia después de oír lo que el Señor había respondido a Pedro. Ya que el Salvador dijo que hiciésemos con nuestros hermanos lo que Él había hecho con nosotros, debemos estar muy atentos a lo que El hizo para saber lo que debemos nosotros hacer.

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