jueves, 26 de marzo de 2020

DE COMO EL MODERNISMO DESTRUYE LA FE Y LOS DOGMAS. CARTA ENCÍCLICA PASCENDI.



SAN PIO X
18. Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a pocas palabras.
Se trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una se sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a saber: los principios de la inmanencia (es el ente intrínseco de un cuerpo; en filosofía se califica a toda aquella actividad como que pertenece a un ser, cuando la acción perdura en su interior, cuando tiene su fin dentro del mismo ser. pone en tela de juicio costumbres del pensa­miento, de las tradiciones y de las autoridades, de los razonamientos considerados como adquiridos, y debe, por esta misma razón, enfrentar otras estrategias, en particular las de la trascendencia  y el simbolismo. Simplicísimo es el procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente (este inmanentismo no tiene otro origen que el hombre mismo al cual se sujeta Nuestro Señor, es decir, Dios es efecto más que causa y el hombre es la causa, ¡qué barbaridad!); el creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina son simbólicas, pero no teológicas y reales por tanto niega el dogma. He aquí el simbolismo teológico.
Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta.
Qué opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de reprensible si se entendiera rectamente (En cuanto como Dios y creador nos está presente por potencia, por esencia y por presencia por esta razón nos conoce mejor que a nosotros mismos, pero es bajo este concepto). Otros, en que la acción de Dios es una misma cosa con la acción de la naturaleza (Absurdo pensar esto porque es la acción de Dios la que le da a la naturaleza el movimiento a su fin, la naturaleza en sí misma no tiene inteligencia y es muy difícil que a si misma se ordene necesita de un ser inteligente para que ella se ordene y se desarrolle), como la de la causa primera con la de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último, hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta, lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina (El panteísmo de Espinosa es que todo es dios).
19. A este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia divina (Por permanencia divina debemos entender las tres formas arriba descritas por las cuales Dios está en nosotros, en las cuales no entra la cuarta forma de permanencia en nosotros de Dios): difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada(Esta queda solo en la persona que la tuvo mientras que la otra se trasmite a lo demás por la tradición de la Iglesia) de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. (Error a todas luces claro y aberrante que niega dicha institución a Dios Nuestro Señor Jesucristo como se ha creído siempre)Lo prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre no a un hombre Dios, cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco, mentira inaudita y falaz; lo prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos(Todas estas aberraciones ya fueron condenadas por los Pontífices anteriores y, principalmente desde Pío IX hasta Pío XII). Sin embargo, debe mantenerse que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo. (Otro error craso e intencional porque no fueron instituidos mediatamente por Él sino que Él el autor inmediato de ellos) Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de Cristo. Y como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos los cristianos viven la vida de Cristo. Más la vida de Cristo, según la fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así, cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.
A esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.
Cada uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos de decir.
b) El dogma
20. Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe (En resumen la fe como objeto no tiene identidad propia y se sujeta al objeto, es decir, al hombre mediante esa absurda inmanencia que procede del interior del hombre y de ahí se irradia al mundo negándole a la FE su carácter divino y como virtud infundida por Dios en nuestras almas, nada más contrario a la Iglesia Católica y su tradición). Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro.
En lo que mira al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este título los sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad que nace del mismo hombre; porque en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos íntimos o necesidades, del hombre. Una de ellas es para dar a la religión algo de sensible, los símbolos; la otra a fin de manifestarla, los signos; lo que no puede en ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea excomulgado».


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