Artículo 3º.-Temor de Dios justo y sano
Cometemos
faltas demasiado manifiestas, y en consecuencia, Dios mismo imprime en nuestras
almas un vivísimo sentimiento de nuestros pecados, de nuestras miserias, de su
infinita santidad, de sus justos juicios. El alma entonces, como dejamos dicho,
temblando a los pies de un Dios tres veces santo, se pregunta con dolorosa
ansiedad lo que ha de ser de ella, si será posible su salvación. Cuando se
prolonga y repite con frecuencia, esta visita penetrante es a la vez una gracia
preciosa y un duro purgatorio. El medio de dulcificar la prueba y aprovecharse
de esa luz, es conformarnos con toda confianza y generosidad con las miras de
Dios, pues El se propone producir así tres efectos de la gracia, todos ellos
igualmente deseables: una pureza perfecta, una profundísima humildad, y un
heroico abandono.
En
primer lugar, se propone completar nuestra purificación por las angustias y
ansiedad del amor. Desde hace algún tiempo el alma va recordando con amargura
sus pecados, los borra, los expía, se cura de sus heridas. Ya no hay faltas
habituales, las menores negligencias son combatidas, y el alma ha conseguido
por fin un grado notable de pureza. Y con todo, el Dios santo y celoso la
sumerge y la vuelve a sumergir en el baño del amor de arrepentimiento, para que
allí se lave y se cure más y más; ¡tal es la pureza que exige para entrar en la
intimidad del divino Maestro! Por lo demás, aun después de haberse desprendido
por completo del pecado, quedan tendencias defectuosas que no se veían, como el
buscarse a sí misma hasta en las cosas más santas, la aversión al sacrificio,
el hambre de los goces delicados, el miedo a las humillaciones, la complacencia
en sus méritos, la confianza en sí solo, etc. Tristes residuos del amor propio,
mal tanto más funesto, cuanto que es más hábil en ocultarse y hasta en hacerse
amar. ¿Quién nos lo dará a conocer y nos librará de su influencia? Nuestras
prácticas diarias de oración y penitencia han dado principio a la obra; y a fin
de llevarla a feliz término, Dios, que nos ama con amor más fuerte y
sapientísimo, nos va a privar de sus dulzuras, va a someternos a un régimen de
sufrimientos y de humillaciones interiores, escogidas y dosificadas con
impecable sabiduría.
Empleará
con profusión las tinieblas del espíritu, la insensibilidad del corazón, las
impotencias de la voluntad, y hasta, si fuere necesario, las más humillantes
tentaciones. En fin, si es de su agrado, proyectará los rayos de una luz
penetrante sobre nuestras faltas y su justicia, sobre nuestras miserias y su
santidad. El alma comienza por fin a conocerse y a conocer a Dios; y lo que
esta visión le revela con claridad es: en nosotros, un abismo de corrupción, y
en Dios, un abismo de pureza. ¿Quién podrá explicar la sorpresa de esta pobre
alma, la vergüenza y horror que siente al verse tan despreciable, la necesidad
que experimenta de arrojarse temblando y transida de dolor a los pies de Dios
tres veces santo, con qué franqueza reconoce sus faltas, con qué sumisión
acepta el castigo y cuán reconocida se muestra hacia el buen Maestro que se
digna, a pesar de todo, soportarla, honrarla con celosa ternura? Siente como
por instinto que Dios no ha dejado de amarla: por enojado que parezca, tan sólo
persigue sus miserias y trata de desembarazarla de ellas, a fin de que sea
perfectamente bella y toda para El; no hace sufrir sino para curar, sus mismos
rigores sólo provienen de su ardiente amor, y nos revelan sus santos celos. Es,
pues, este trabajo de la Providencia un purgatorio anticipado, doloroso, pero
muy saludable, en donde nuestros pecados, nuestras imperfecciones y nuestros
defectos son consumidos poco a poco como la paja en la hoguera.
Quiere
también Dios elevarnos a la más alta humildad.
¡Sublime
y rara virtud e infinitamente deseable! Asegúranos nuestro Padre San Benito que
ella nos elevará pronto a aquel amor que arroja fuera el temor, a aquel feliz
estado en que todas las virtudes se nos hacen familiares y las practica como
naturalmente en el gozo del Espíritu Santo. Más hay doce grados que subir, y
algunos de ellos muy difíciles. ¿Será posible llegar a ellos sin un especial
socorro de Dios? Nos los ofrece en estas penas de espíritu, especialmente en
estas luces penetrantes. Cuando nos hace sentir la sequedad y falta de éxito,
cuando nos entrega a las tinieblas, a la insensibilidad, a la impotencia;
cuando nos hace blanco de las más rudas tentaciones, cuando imprime en nosotros
el más vivo sentimiento de su justicia y de nuestras faltas, de su santidad y
de nuestra corrupción, llega a ser muy fácil recibir en silencio las
contrariedades y las humillaciones, conservar la alegría en cualquier
abatimiento, considerarse como pobre obrero, no preferirse a nadie, ponerse de
una vez en el último lugar y sin compararse con nadie. Las más bellas meditaciones
sobre la humildad y todos los favores divinos no hubieran podido quizá dar el
golpe de gracia a nuestro orgullo, nos hubieran dejado quizá demasiado
satisfechos de nosotros mismos; más las pruebas y las luces de que hablamos,
nos inspiran como naturalmente el temor, el desprecio, el horror de nuestra
miseria. He aquí por qué los santos en la cumbre de la misma perfección
reputábanse el oprobio de los hombres, basura de la tierra, instrumentos a
propósito para echar a perder la obra de Dios, pecadores capaces de atraer los
castigos del cielo. Con frecuencia el buen Maestro los elevaba y colmaba de
favores; mas, si veía serles necesario, los rebajaba y anonadaba a sus propios
ojos y aun a la faz del mundo. Cuando se ha pasado repetidas veces por estas
duras humillaciones, y se ha contemplado hasta la saciedad este abismo de
miserias que somos nosotros, no se complacerá uno en sí mismo, ni pondrá su
confianza en las luces o en sus obras. El alma se hace más pequeña como por
instinto, bajo la mirada de Dios; siente la necesidad de no apoyarse sino en su
infinita bondad, de arrojarse a ciegas en ese abismo que sobrepuja al abismo de
nuestras miserias. Es este el triunfo de la humildad, y por consecuencia
inesperada, es también el triunfo de la verdadera confianza, de aquella que no
se funda en nosotros, y que se apoya plenamente en Dios sólo.
Dios,
en efecto, se propone conducirnos a esta confianza del todo pura, y por decirlo
así, heroica. Nada más fácil que ponerse en manos de Dios, cuando nos colina de
favores y prodiga las pruebas de su ternura, pero se precisa un verdadero
esfuerzo para realizarlo en el estado de que hablamos, tan miserable en
apariencia y poco a propósito para inspirar confianza. Se necesita entonces una
superabundancia de fe, de confianza y de amor, para decir a Dios a pesar de
nuestros gritos de alarma: Vuestra justicia y vuestra santidad me espantan;
pero conozco la infinita bondad de vuestro corazón, vuestra paciencia
incansable, vuestra misericordia por mí tantas veces experimentada, y como mi
alma y sus destinos eternos es lo que más amo en este mundo, a vos sólo los
confío, porque en vuestras manos estarán mil veces más seguros que en las mías,
pues nada temo tanto como mi debilidad. ¡Cuánto ha de mover a Dios esta
confianza filial! Jamás abandono alguno le proporcionó mayor honor ni mayor
gozo; jamás, por otra parte, estuvo más justificado. ¿No han de permanecer
inconmovibles los verdaderos fundamentos de nuestra esperanza en medio de estas
tempestades? Todos estriban en sólo Dios; son su bondad, su poder, sus
promesas, los méritos de nuestro Señor. La santidad de nuestras obras no
constituye el motivo de nuestra confianza, sino solamente la condición
requerida; y esta condición jamás tuvo más exacto cumplimiento. Porque estas
terribles pruebas, estas miradas penetrantes han purificado nuestra alma y la
han hecho crecer en humildad en la medida en que se ha prestado a la acción
divina. En realidad de verdad, la falta de confianza y el desaliento que
inspira, son el gran obstáculo a los designios de Dios, y hasta constituye el
único peligro, más un peligro formidable, pues pudiera precipitarnos en el
abismo de la desesperación, o al menos conducirnos a la pusilanimidad.
La
confianza y el abandono, por el contrario, ciegan esta fuente emponzoñada del
temor, de la turbación, de la inquietud y del abatimiento; y por lo mismo que
unen santamente al beneplácito divino, nos conservan la paz del alma, la calma
del espíritu; dulcifican la prueba y la hacen producir una exuberante cosecha
de las más bellas virtudes.
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