No todas, empero, en aquella infernal algarabía
parecían de acuerdo, pues tres de ellas no proferían palabra.
Una de las habladoras las increpó:
-¿Ustedes no tienen nada que decir? ¿Les parece bien
que esta pobre amiga nuestra siga cargándose de criaturas?
Alguna contestó:
-Que cada cual haga lo que le parezca. Yo sólo tengo
dos chiquillos. No quise tener más y ahora vivo temblando por sus vidas. Me han
dicho que Dios castiga terriblemente a las madres que a su tiempo no quisieron
tener más hijos y les arrebata, de pronto, los que tuvieron. ¿Será verdad?
-¡Sí, es verdad! -respondió sollozando otra de las
que callaban.
-Yo también hice mis cálculos con mi marido y me
limité a uno solo. Era todo mi amor, lo único que me hacía querer la vida... De
pronto, mi hijito, mi cielo en la tierra, se voló como un ángel, porque Dios,
celoso de mi gran amor o irritado por mis grandes culpas, me lo ha quitado.
Durante unos minutos ninguna otra habló. Todas
cavilaban en 10 que podía ocurrirles a ellas mismas.
La tercera de las que no hablaban se levantó
impetuosamente y salió limpiándose las lágrimas. En el umbral de la sala, dijo
volviéndose asía sus amigas:
-¡Sí, es verdad! Yo tengo sólo una hijita. No tuve
confianza en la Providencia o fui débil con mi marido, que ya murió. Ahora mi
hijita está enferma, grave, grave, grave. Los médicos me la han desahuciado y
no podrá vivir mucho...
¡Es verdad, es verdad! Esta desconfianza para con
Dios es lo que más lo ofende y desapareció
y de nuevo se quedaron silenciosas las amigas.
Mi temblorosa madre no dijo nada. Sometida a la
tremenda voluntad de su marido, se había doblegado siempre y caído en todas las
aberraciones en que se cae cuando no se teme a Dios. Ahora ella temía que la
mano pesada de Dios la castigase donde más podía dolerle, que era en sus dos
hijitos nacidos años antes, y que iban a ser los últimos, según sus cálculos.
Pero el otro no nacido todavía, que venía fuera de toda previsión, estaba
condenado a morir. Y ése era yo.
Regresó de Europa el horrible doctor, cargado de
honores y de fama, porque, había difundido en conferencias y escritos la última
palabra de esa doctrina, vieja, como que venía de los tiempos de Onán en la
Biblia, pero que él remozaba con las últimas estadísticas del crecimiento
desmedida de la población del mundo, sentenciada a perecer si no se controlaba
la natalidad.
Con esto, los que hacían fraudes y cometían crímenes
para no aumentar sus hijos se tranquilizaban 'Sintiéndose bienhechores de la humanidad.
Mi ángel, que me explica indignado estas miserables
trampas, me anuncia que el doctor negro viene ahora mismo a casa.
Era la peor noticia que podría darme y mi madre, que
ya lo sabía, sufre como si le anunciaran algo peor que la muerte porque le
anuncian un crimen al que ella debe asociarse.
¿Por qué mi madre no es más resuelta y huye de su
casa hasta que se enfríen los malos propósitos de estas gentes?
Es que la pobre está acorralada por todo el mundo.
La charla frívola y perversa con sus amigas la ha agotado, Casi tiene envidia
de la tranquilidad que ellas disfrutan cometiendo indecencias y contándoselas
como gracias, unas a otras.
Y eso que ellas han sido educadas en un ambiente
religioso y que van a misa los días de precepto y que, ¡horror de horrores!, en
las fiestas muy señaladas, para no llamar la atención, se acercan al comulgatorio
después de una confesión sin dolor y sin propósito y callando la más grave de
sus culpas o achacándola al marido.
Mi ángel ya no teme referirme estas atrocidades
porque me haya fuerte para comprenderlas.
XVII
PRIMER
HACHAZO DE LA MUERTE. EL DOCTOR ASTARÓ.
¡Y pensar que tengo muy pocos meses en el seno de mi
madre! Pero mi alma es mil veces más grande que mi cuerpo.
Aquella tarde que mi madre estuvo a punto de
sucumbir de espanto porque se anunció la visita del doctor Astaró, nada ocurrió
en nuestra casa sino en la de él. Iba a salir cuando en la puerta de calle
sufrió un síncope.
Lo alzaron desvanecido y lo llevaron a su cama y
acudieron los médicos que se disputaban la gloria de atenderlo.
Su ángel de la guarda, a quien repelía aquella casa
por la hediondez que despedía para él, se instaló a su cabecera, a fin de
sugerirle ideas de contrición y deseos de llamar a un sacerdote.
Según me contó Absalón, el ángel del doctor Astaró
perdió su tiempo. Ni una sola de sus conmovedoras exhortaciones traspasó la
viejísima costra de impiedad y de orgullo qué envolvía el corazón de aquel
hombre. Si esa vez tuvo miedo de morir, conociendo el peligro en que estaba, lo
cierto es que ni un minuto pensó en Dios y en la eternidad que lo aguardaba como
un abismo. El diablo había cerrado su corazón para esos pensamientos, y su
fiera inteligencia los desechaba. Era lo que el ángel llamaba la
"impenitencia final”. En que el moribundo sólo piensa en las riquezas o en
los honores o en los placeres que terminaran para él, Y sin embargo Astaró era
bautizado y en algún tiempo hizo la primera comunión. Pero había cultivado -así
decía el ángel- la impiedad por librarse de remordimientos. Vivió largos años
sin pensar en Dios y acabó creyendo que no creía en Él.
Y sí creía, pero a la manera del diablo: creía y
temblaba! Por eso fue sordo a las palabras de su ángel, que le hablaba en el
silencio de sus tenaces insomnios.
No murió. Poco a poco fue recobrándose del primer
ataque y eso lo envalentonó. Lo hizo sentirse inmortal y dos meses después se
levantó y alegremente se dispuso a reanudar su vida de "especialista"
que lo había hecho célebre y rico.
Su primera visita fue a nuestra casa, porque mi
madre lo había esperado. No quería que ningún otro especialista se metiera en
los secretísimos asuntos que sólo se consultaban a aquel hombre.
XVIII
EL
TENEBROSO CORAZÓN DE MI MADRE.
La divina luz del corazón de mamá se ha apagado
bruscamente. Yo comprendo por qué: la desventurada ha caído en pecado mortal.
No toda la culpa es de ella. Mucho más culpable lo creo a mi padre. El doctor
negro ha hecho callar a Absalón, el ángel de mi madre. A lo menos ella no
quiere escucharlo más y juntos, mi padre y Astaró, han hablado con la voz
odiosa de hombres que todo lo saben, hasta los secretos de Dios.
¡Mi madre ha consentido en todo, en todo, en todo!
Mi ángel, sumamente triste, no trata de hacerme
creer otra cosa. ¿Para qué?
Hoy o mañana el resultado de aquella infernal conjuración
contra una obra de Dios será igual. Él me ha enseñado a pensar. Dice, eso sí,
que los niños, antes de nacer, entienden mejor el lenguaje de los ángeles.
¿Entonces yo no veré las cosas del mundo? ¿Entonces
yo no seré sacerdote, que es lo más grande que se puede ser en el mundo?
¿Entonces yo no seré santo? ¿Los hombres malos van a desbaratar los planes de
Dios? ¿Me asesinarán antes de que se me bautice y nunca veré a Dios, cara a
cara, como los ángeles, ni a la Santísima Virgen? ¿Qué castigo, Señor, merece
este crimen?
¡Pero perdónalos, si es posible, y sobre todo
perdona a la infeliz de mi madre!
Absalón, mi ángel, me escucha. Ha plegado sus alas
luminosas para taparse el rostro y llorar calladito. Cuando yo haya muerto
tendremos que separamos, porque los niños del limbo no tienen ángel de la guarda.
Soy un muchachito perfectamente formado ya, y mis
ojos, que no han visto ni verán el mundo, ya pueden llorar y lloro, durante un
largo rato, a la par de mi ángel, por todo los que pierdo a causa del egoísmo
de los hombres que no tienen confianza en Dios.
XIX
ME
ASESINAN. AQUEL MILAGROSO VASO DE AGUA.
Nos han llevado a un sanatorio donde opera el doctor
negro. Mi ángel no se aparta de mí. No lloramos ni él ni yo, pero nos miramos
en los ojos.
-Vas a sufrir mucho -me dice Absalón, mientras
llevan a mi madre a una sala, donde ya hay otras personas a juzgar por los
diversos ruidos que llegan hasta mí.
Le contesto a mi ángel y éstas van a ser mis últimas
palabras de ser humano.
-iMás de lo que sufro viéndote tan triste, mi ángel,
no voy a sufrir…
La han acostado a mi pobre madre sobre una cama que
me parece muy alta.
¡Ay, qué dolor horrendo! Me han triturado la cabeza
con unos fierros, unas tenazas diabólicas, y mi cuerpo es arrastrado y sale al
mundo palpitante y sangriento.
Todavía estoy vivo, tendido en una mesa blanca. Mi
cuerpo no es más que una masa de sangre que agoniza.
Me examinan conversan en voz baja y a ninguno de
todos esos malvados que hablan de mí se le ocurre bautizarme. Todavía podrían
ganarme el cielo y ganarse un abogado en el cielo, Hay allí, al alcance de la
mano de cualquiera de los que me miran, un vaso de agua con el que podrían
darme la visión de Dios. Pero no se les ocurre. Piensan que es un fastidio que
ese amasijo de carnes laceradas por sus tenazas diabólicas continúe vivo y haya
que matarlo otra vez.
iMalvados! Dentro de medio minuto habré muerto. ¡Yo
no veré a Dios!
En ese momento se produce el milagro más grande que
yo podría imaginar.
Absalón, mi ángel, con el permiso de Dios que acoge
mi ardiente deseo de ser bautizado, se ha revestido de aparente carne mortal.
Ha penetrado en la sala de operaciones como si fuera uno de los practicantes,
ha tomado ese vaso de agua que yo había visto y lo ha entregado a otro de los
practicantes vestidos de blanco, diciéndole:
-Tenga piedad de este niñito que todavía vive. Usted
que sabe la fórmula, bautícelo.
Un ángel no puede bautizar, Tiene que hacerlo un ser
humano, El otro sorprendido, pero halagado de escuchar lo que le acaban de
decir, se me acerca con el agua de vida y me bautiza mojándome la dolorida
cabecita: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo"
Esa agua prodigiosa me llega en el último instante
de mi vida mortal, que es el primero de mi vida sobrenatural.
No seré sacerdote, pero soy ya un angelito que
penetra en la visión de Dios.
¡Gracias, mi Señor y mi Dios! Mi alma voló al cielo
y mi pequeño cuerpo todo ensangrentado fue al crematorio. Hasta el día de la
resurrección de los muertos y el doctor negro, con mano mentirosa, escribió el
resumen de aquellas iniquidades afirmando que había sido necesario sacrificar
al niño para salvar la vida de la madre...
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