“Se inclina
Dios desde los cielos hacia los hijos de los hombres, para ver si hay algún cuerdo
que busque a Dios. Todos se han descarriado y a una se han corrompido, no hay
quien haga el bien; no hay ni uno” (Ps. 55. Vs. 3, 4) ha habido épocas tanto en
el Antiguo Testamento como en el Nuevo en donde Nuestro Señor con pesar en su corazón
a dicho estas palabras desgarradoras llenas dolor y decepción, quién no recuerda la época de Noé? Como para poner
un ejemplo entre tantos.
Hoy por
hoy estamos viviendo una época peor que la de Noé porque ahora ya ha venido
Nuestro Señor al mundo y vemos una gran confusión, una gran oscuridad y, lo que
es más digno de compasión, una ignorancia sin precedentes de la religión fundada
por nuestro divino Redentor.
Hoy en
el “siglo de las luces” de la “ciencia y de la tecnología” cada vez mas hay un
desconocimiento de los misterios de nuestra fe, de la doctrina y, en fin, de
nuestra sacrosanta religión.
Lamentablemente
el hombre se aleja más de esa Luz inaccesible que “ilumina a todo hombre que
vino a este mundo, mas el mundo no la recibió, vino a los suyos y los suyos lo
rechazaron, pero a los que le recibieron les dio la gracia de ser hijos de
Dios, aquellos que creen en su nombre…” (San Juan 9, 12)
La Iglesia
sabiendo y consciente de su divina misión nos instruye a tiempo y a desatiempo
para encontrar a Dios perdido por la vorágine de este siglo malo, nos señala a
quien debemos seguir si queremos realmente salvarnos y nos advierte de los tres
enemigos del alma. Con una doctrina clara y precisa carente de errores y
sofismas como lo es la de su hijo Santo Tomas de Aquino de quien dijo Nuestro
Señor: “Tomas
bien has hablado de Mí”
I. TRES cosas le son
necesarias al hombre para su salvación: el conocimiento de lo que debe creer,
el conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de lo que debe cumplir.
El primero se enseña en el Símbolo, en el que se nos comunica la ciencia de los
artículos de la fe; el segundo en el Padrenuestro; y el tercero en la Ley.
Trataremos
ahora del conocimiento de lo que se debe cumplir. Para ello tenemos cuatro
leyes.
2. a) La primera se
llama ley natural. Y ésta no es otra cosa que la luz del entendimiento puesta
en nosotros por Dios, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar.
Esa luz y esta ley se las dio Dios al hombre al crearlo. Sin embargo, muchos
creen excusarse por la ignorancia, si no observan esa ley. Pero en contra de
ellos dice el Profeta en el Salmo IV, 6: "Son
muchos los que dicen: ¿Quién nos mostrará lo que es el bien?", como si
ignorasen qué es lo que se debe hacer, pero él mismo responde (ibidem, 7):
"Marcada está en nosotros la luz de tu rostro, Señor", o sea,
la luz del entendimiento, por la que se nos hace evidente qué debemos hacer. En
efecto, nadie ignora que aquello que no quiere que se le haga a él no debe hacérselo
a otro, y otras cosas semejantes.
3. b) Pero aunque Dios le dio al hombre en la creación esta
ley, o sea la ley natural, el diablo sembró en seguida en el hombre otra ley,
esto es, la ley de la concupiscencia.
En
efecto, mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios, guardando los
divinos preceptos, igualmente la carne estuvo en todo sujeta al alma o razón.
Pero luego que el diablo apartó al hombre, por sugestión, de la observancia de
los divinos preceptos, así también la carne le desobedeció a la razón.
Y por
eso ocurre que aun cuando el hombre quiera el bien conforme a la razón, por la
concupiscencia se inclina a lo contrario. Y esto es lo que el Apóstol dice en
Rom. 7, 23: "Pero siento otra ley en mis miembros que
repugna a la ley de mi mente". Y por eso frecuentemente la ley de
la concupiscencia echa a perder la ley natural y el orden de la razón. Por lo
cual agrega el Apóstol (ibidem): "y me encadena a
la ley del pecado, que está en mis miembros".
4. c) Así pues, por haber sido destruida la ley natural por
la ley de la concupiscencia, convenía que el hombre fuese llevado a obrar la
virtud y apartarse de los vicios: para lo cual era necesaria la ley de la
Escritura.
5. Pero es de saberse que al hombre se le aparta del mal y
se le induce al bien de dos maneras.
En
primer lugar, por
el temor; porque lo primero por lo que alguien principalmente empieza a
evitar el pecado es la consideración de las penas del
infierno y del último juicio. Por lo cual dice el Eclesiástico (I, 16):
El principio de la sabiduría es el temor de Dios"; y adelante (27): "El temor del
Señor aleja el pecado". En efecto, aunque el que no peca por
temor no es un justo, sin embargo, así empieza su justificación.
Así
pues, de este modo se aparta el hombre del mal y es inducido al bien por la ley
de Moisés, y quienes la menospreciaban eran castigados con la muerte. Hebr 10, 28:
"El que
menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia es condenado a muerte sobre la
palabra de dos o tres testigos".
6. d) Pero como este modo es insuficiente, insuficiente fue
la ley que había sido dada por Moisés, porque apartaba del mal al hombre
precisamente por medio del temor, que aunque contenía la mano, no reprimía el
corazón. Por eso hay otro modo de apartar del mal e inducir al bien, es a
saber, el medio
del amor.
Y
según este medio fue dada la ley de Cristo, a saber, la ley evangélica, que es
la ley del amor.
7. Pero es menester considerar que entre la ley del temor y
la ley del amor hay una triple diferencia.
En
primer lugar, porque la ley del temor hace siervos a sus observantes, y en
cambio la ley del amor los hace libres. En efecto, aquel que obra sólo por el
temor, obra al modo del ciervo; quien, en cambio, obra por amor, obra a la
manera del libre o del hijo. Por lo cual el Apóstol dice en 2 Cor 3, 17: "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad", porque obran por amor como hijos.
8. La segunda diferencia está en que a los observantes de
la primera ley se les ponía en posesión de bienes temporales. Isaías I, 19: "Si queréis, si
me escucháis, comeréis los bienes de la tierra". En cambio, los
observantes de la segunda ley serán puestos en posesión de los bienes
celestiales. Mateo 19, 17: "Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos"; y Mt 3, 2: "Haced penitencia, porque el reino de los
cielos está cerca".
9. La tercera diferencia está en que la primera (de las dos
leyes) es pesada:
Hechos 15, 10: "¿Por qué tentáis a Dios, queriendo imponer sobre nuestro
cuello un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de
soportar?"; y en cambio la segunda es leve: Mt 11, 30: "Pues mi yugo es suave y mi carga
ligera"; y el Apóstol en Rom 8, 15: "No recibisteis un espíritu
de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de
adopción de hijos".
10. Así es que, como ya
dijimos, hay cuatro leyes: la primera es la ley natural, grabada por Dios en la
creación; la segunda es la ley de la concupiscencia; la tercera es la ley de la escritura; la
cuarta es la ley
de la caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo. Pero es claro que
no todos pueden con el duro trabajo de la ciencia. Por lo cual Cristo nos dio
una ley abreviada, que pueda ser conocida por todos y de cuya observancia nadie
se pueda excusar por ignorancia. Y esta es la ley del amor divino. Dice el Apóstol
en Rom 9, 28: "El Señor abreviará su palabra sobre la tierra".
11. Debemos saber que
esta ley [del divino amor] debe ser la regla de todos los actos humanos. Así
como vemos en las obras de arte que es buena y bella la que se adecúa a la
regla, así también un acto humano es bueno y virtuoso cuando concuerda con la
regla del divino amor. Y cuando no concuerda con esta regla no es bueno ni
recto ni perfecto. Por lo tanto, para que los actos humanos sean buenos es
menester que concuerden con la regla del divino amor.
12. Pero debemos saber
que esta ley del divino amor opera en el hombre cuatro cosas sumamente
deseables.
I) En
primer lugar produce en él la vida espiritual.
En
efecto, de manera manifiesta, naturalmente el amado está en el amante. Por lo
cual quien ama a Dios lo tiene en sí mismo: I Juan 4, 16: "Quien
permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él".
También
es de la naturaleza del amor el transformar al amante en el amado. Por lo cual,
si amamos cosas viles y caducas, nos hacemos viles e inciertos: Oseas 9, 10: "Se hicieron
abominables como lo que amaron". Pero si amamos a Dios, nos
hacemos divinos, porque, como se dice en I Cor 6, 17: "El
que se une al Señor se hace un solo espíritu con El"
13. Pero según dice San
Agustín, "así
como el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma".
Y esto es algo manifiesto. En efecto, decimos que el cuerpo vive por el alma
cuando tiene las operaciones propias de la vida, y cuando obra y se mueve; pero
si el alma se retira, el cuerpo ni obra ni se mueve. Así también, el alma obra
virtuosa y perfectamente cuando obra por la caridad, por la cual habita Dios en
ella; y sin la caridad no obra: I Juan 3, 14: "Quien no ama permanece en la
muerte".
Porque
debemos considerar que si alguien posee todos los dones del Espíritu Santo sin
la caridad, carece de vida. En efecto, ya sea el don de lenguas, ya sea el don de
la fe, ya sea cualquiera otro, sin la caridad no dan la vida. Aunque un cuerpo
muerto se vista de oro y piedras preciosas, muerto permanece. Esto es pues lo primero
que la caridad produce.
14. 2) Lo segundo que
opera la caridad es la observancia de los divinos mandatos. San Gregorio: "Nunca está
inactivo el amor de Dios: si existe, grandes cosas opera; pero si se niega a
obrar, no es amor". Por lo cual el signo evidente de la caridad
es la prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos, en efecto, que el
amante realiza cosas grandes y difíciles por el amado. Juan 14, 23: "El que me ama
guardará mi palabra".
15. Pero se debe considerar que quien observa el mandato y
la ley del amor divino cumple con toda la ley. Pues bien, es doble el orden de
los divinos mandatos.
En
efecto, algunos son afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de
la ley que consiste en los mandamientos, es el amor, por el cual se les
observa.
Otros
son prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad, porque, como dice el
Apóstol en I Cor 13, 4, no obra ella falsamente.
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