miércoles, 16 de octubre de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES

¿Cómo se han de recibir las consolaciones y las arideces? Punto es éste en que muchas almas yerran el camino; y, para no caer en este error, tengamos los ojos fijos en nuestro fin.
Tendemos a la perfección de la vida espiritual, que se caracteriza por la perfección de la caridad, y el amor se prueba por las obras. Es perfecto, cuando adquiere tal fuerza e imperio que pueda establecernos en un mismo querer y no querer con Dios; por consiguiente, en una voluntad pronta y generosa para cumplir todas sus voluntades significadas y abandonarnos a todas las disposiciones de la Providencia.
Esto denota un amor sincero, activo, enérgico, que se da a Dios sin reserva y se entrega por completo a la gracia. He aquí, según San Francisco de Sales y San Alfonso, «la verdadera devoción, el verdadero amor de Dios. Es éste el único fin que nos hemos de proponer en nuestras oraciones, comuniones, mortificaciones y demás prácticas piadosas».
Mas, si «la verdadera devoción consiste en estar firmemente resuelto a no hacer y a no querer sino lo que Dios quiere», ni las consolaciones son la devoción, ni las arideces la indevoción; pues esta voluntad firme y resuelta puede permanecer profundamente arraigada a pesar de la sequedad, y no pasar de superficial ni tener consistencia alguna en medio de las dulzuras: y esto la experiencia nos lo enseña.
No son tampoco las consolaciones y arideces un criterio seguro, como quiera que la devoción reside esencialmente en la voluntad y no en el sentimiento; por sus obras, pues, y no por las emociones hemos de apreciarla, así como por sus frutos juzgamos al árbol. Las emociones son semejantes a la flor, y constituyen un soberbio atavío de promesas, mas ¡cuántas esperanzas quedarán frustradas! ¡Cuántas ilusiones se deslizan en la devoción sensible! Las consolaciones y las arideces, bien santificadas, son un camino que conduce al fin; pero, sin embargo, no son el único, ni el principal. En la voluntad de Dios significada es donde hemos de encontrar nuestros medios fundamentales, regulares, de todos los días, como anteriormente dejamos indicado. Las consolaciones y las arideces son medios accidentales y variables que Dios nos proporciona según su beneplácito, y son de eficacia real, a veces decisiva, sin que por esto hayan de hacer olvidar los medios esenciales. De todo esto se sigue que no conviene dar a las consolaciones y arideces exagerada importancia; el fin y los medios esenciales son los que deben merecer nuestra principal atención, quedando en segundo término las consolaciones y las arideces.
Otra consideración que no conviene perder de vista, es que las consolaciones y las arideces constituyen poderoso apoyo cuando se las sabe santificar, y peligroso escollo cuando en ellas se conduce mal el alma, fuera de que además fácilmente se introduce en ellas el abuso.
La devoción sensible, y más que todo las dulzuras espirituales, son gracias preciosísimas que nos inspiran horror y disgusto por los goces de la tierra, los cuales constituyen el cebo del vicio; nos comunican también el deseo y la fuerza de caminar, de correr, de volar por el sendero de la oración y de la virtud. La tristeza oprime el corazón, la alegría lo dilata, y esta dilatación del corazón nos ayuda poderosamente a mortificar nuestra carne, a reprimir nuestras pasiones, a negar nuestra voluntad, a soportar las pruebas, haciendo brotar al mismo tiempo corrientes de generosidad y sentimientos imperiosos de ascender. En la abundancia de las divinas dulzuras, las mortificaciones son más bien consolaciones; el obedecer es un gozo, y apenas oída la primera campanada está uno ya levantado. No se deja pasar ninguna práctica de virtud, y todo se hace en paz y tranquilidad. «Nada da que sufrir -dice San Alfonso-, antes bien, injurias, trabajos, reveses, persecuciones, todo se convierte en motivo de alegría, porque todo llega a ser ocasión de ofrecer a Dios sacrificios sobre sacrificios, y de contraer con su Majestad divina una unión más íntima cada vez.» Según San Francisco de Sales, las consolaciones «excitan el gusto del alma, confortan el espíritu, y añaden a la prontitud de la devoción un santo gozo y alegría que hermosea nuestras acciones y las hace agradables aun exteriormente. Bajo cualquier aspecto que se considere, vale más el menor consuelo de devoción que las más excelentes diversiones del mundo». Es esto el sol de la vida. - Ciertamente la inclinación, la facilidad, la destreza en el servicio de Dios, son envidiables cuanto provienen de estar el alma desprendida de todo y ejercitada ya de largo tiempo en la virtud, pues en esto consiste la virtud adquirida; no obstante, no hay que desdeñar la facilidad que añaden los favores celestiales, aunque provengan de las consolaciones sensibles.
No permita Dios que digamos con Molinos: «Todo lo que experimentamos de sensible en nuestra vida espiritual es abominable, horrible, inmundo.» Es una de sus proposiciones condenadas. «Los hombre espirituales -dice Suárez- no han de desperdiciar la devoción que se experimenta en el apetito sensitivo, por ser propia no de solos principiantes, sino que además puede originarse de una muy elevada y muy perfecta contemplación, y aun ayuda y dispone a gozar de la contemplación de manera más fácil y constante.» Nuestras facultades sensibles están muy bien reguladas, y su participación es utilísima cuando nos lleva a Dios; trabajan entonces de concierto todas nuestras potencias, superiores e inferiores, y se prestan mutuo apoyo, y nuestra oración es más completa puesto que todo en nosotros ora.
He aquí el lado bueno de las consolaciones; veamos el reverso de la medalla. Puede acontecer que el alma se aficione a ellas disfrutándolas con una especie de gula espiritual, o que de esto tome ocasión para complacerse en sí misma y despreciar los demás, sobre todo si tales consolaciones provienen de la naturaleza o del demonio.
Cuando es Dios su autor, nos llevan indudablemente a la obediencia, a la humildad, al espíritu de sacrificio, a todas las virtudes. Aun en este caso, la naturaleza y el demonio tratarán de mezclar su acción con la de Dios, lo que tampoco es razón suficiente para rechazar las consolaciones. Con todo, no olvidemos que el abuso y la ilusión son siempre posibles.
En cuanto a las arideces, notemos ante todo con San Alfonso, que pueden ser voluntarias o involuntarias. Son voluntarias en su causa, cuando se deja disipar el espíritu, apegarse el corazón y a la voluntad seguir sus caprichos; y siendo éste el motivo de que se cometan infinidad de faltas, no ponemos por nuestra parte empeño en corregimos. No debemos considerar  esto como simple aridez de sentimientos, sino la tibieza misma de la voluntad. «Es tal este estado, que si el alma no se hace violencia para salir de él, irá de mal en peor, y ¡quiera Dios que con el tiempo no caiga en mayores miserias! Este género de aridez se parece a la tisis, que no mata de un golpe, pero que conduce infaliblemente a la  muerte.» En cuanto de nosotros depende hemos de poner remedio a esta sequedad, y si persiste, aceptarla como misericordioso castigo. «La aridez involuntaria es la de un alma que se esfuerza en caminar por los senderos de la perfección, que se pone en guardia contra los pecados deliberados y practica la oración», y permanece fiel a todos sus deberes. De ésta es de la que nos proponemos hablar.
Las arideces espirituales y las desolaciones sensibles son excelente purgatorio donde el alma cancela sus deudas, más aún, son el crisol en que se purifica. Es indudable que en la  abundancia de los favores divinos se desprende de la tierra y se une a Dios; con todo, de mil maneras y casi inconscientemente búscase a sí misma: hace depender su paz de lo que hay de más inestable, como las emociones de la sensibilidad, se adhiere a las consolaciones, créese rica en virtudes; hállase, pues, demasiado llena de sí misma para empaparse de Dios. Su estado es muy del agrado de la naturaleza que siempre desea ver, conocer y sentir, pero es mucho menos a propósito para satisfacer las exigencias del amor santo, que se olvida de sí mismo para poner su contento en lo que agrada a Dios. El alma permanecerá siempre débil, sujeta a no pocos defectos, imperfectamente desligada de los lazos del amor propio, si Dios por su bondad no se apresurase a someterla a un tratamiento riguroso y persistente.
El primer mal que hay que curar es la gula, que se lanza con avidez sobre las consolaciones: sensualidad refinada que en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso, a un régimen riguroso, de suerte que la sensualidad se debilite y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el tiempo a pasar sin la alegría, a buscar puramente a Dios, a hacer al espíritu menos dependiente de la sensibilidad.
Otro mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus consolaciones, fácilmente se cree mucho más adelantada de lo que en realidad está; invádanla la llana complacencia y la presunción, desprecia a los demás, y los juzga con severidad.

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