9. LAS PRUEBAS INTERIORES EN GENERAL
Hemos considerado ya los bienes y los males temporales, la esencia
de la vida espiritual y sus modalidades extrínsecas.
Por medio de estas pruebas, Dios nos acaba de despegar.
El
amor propio es una hidra con muchas cabezas y que es preciso cortar una a una.
Al principio se trabajó en cercenar el apego al mundo, a los bienes de la
tierra, a los placeres de los sentidos, a la salud, etc. Y para ofrecernos su
mano poderosa, Dios ha derramado la amargura en las alegrías de acá abajo, nos
ha herido en las personas y en las cosas que nos eran más queridas, ha
entregado a nuestro cuerpo a toda clase de enfermedades. Dóciles a su acción,
hemos reportado ya notables ventajas; mas el amor propio, vencido en este terreno,
nos espera en otro más delicado: aficiónase a la parte sensible de la piedad, y
este apego es tanto más de temer, cuanto es menos grosero y más legítimo en
apariencia. Y, sin embargo, el amor perfecto no puede soportar que nuestro corazón
ande dividido por el afecto a los consuelos con el amor de Dios. ¿Qué sucederá?
Si se trata de almas menos privilegiadas para las que Dios no tiene una ternura
tan celosa, las dejará disfrutar de estas santas dulzuras, y se dará por
contento con el sacrificio de los placeres de los sentidos que ellas le han
hecho. Tal es la vida ordinaria de las personas devotas, cuya piedad está
mezclada con ciertas tendencias a buscarse a sí mismas. A la verdad, Dios no
aprueba esos defectos, pero como no les concede tantas gracias, no espera de
ellas tan elevada perfección. Muy distintas son las exigencias, como distintos
son también los designios, tratándose de almas escogidas (¿sere de esas almas elegidas?. en realidad son pocas estas almas privilegiadfas) El celo de su amor
iguala al de la ternura que les manifiesta. Deseoso de entregarse todo a ellas,
quiere también poseer su corazón sin participación ajena; y así, no se contenta
con las cruces y penas exteriores que las desprendan de las criaturas, sino que
se propone desasirías de sí mismas, y matar en ellas las últimas raíces de este
amor propio que se adhiere al sentimiento de devoción, que en él se apoya, de
él se nutre, y en él se complace. Para llevar a término esta segunda muerte,
retira Dios todo consuelo, todo gusto, todo apoyo interior, y prueba al alma
por las arideces, las repugnancias, las insensibilidades y otras penas, de
suerte que ella se encuentra en un estado de anonadamiento.
No siempre
la acción de Dios alcanza ese grado de intensidad, sino que lo aumenta o
disminuye según los designios de amor, y conforme a la fuerza y a la
generosidad de las almas. Si no juzga conveniente tratarlas con este santo rigor,
las hace al menos pasar por alternativas de consuelos y desolación, de paz y de
combate, de luz y de oscuridad. Y merced a estas continuas vicisitudes, las
vuelve flexibles y dóciles a todas sus mociones; pues, a fuerza de cambiar de situación
interior, se acaba por no tener ninguna y se halla dispuesto a tomar todas las
formas, obedeciendo a este Espíritu divino que sopla donde quiere y como
quiere.
Finalmente,
por medio de estas pruebas, dice el venerable Luis de Blosio, «Dios purifica a
las almas, las humilla, las instruye, las hace dóciles a su voluntad, cercena
todo cuanto tenían de rudo, deforme y repugnante, y las embellece con todos los
atavíos que puedan hacerlas agradables a sus ojos.
Y
cuando las halla fieles, llenas de paciencia y buena voluntad; cuando el
dilatado ejercicio de las tribulaciones las ha conducido, con la ayuda de su
gracia, hasta aquel elevado grado de perfección, que consiste en sufrir con
tranquilidad y con alegría todo género de tentaciones y de penas, entonces las
une consigo del modo más perfecto, les confía sus secretos y sus misterios, y
se comunica plenamente a ellas».
Estos
son los días del puro amor, puesto que en ellos servimos a Dios por El mismo, y
a nuestras propias expensas.
¡Cuán
difícil es amarle de verdad en la alegría, sin que se mezcle algo de amor
propio y de llana complacencia! Mas en el tiempo de las cruces y de las
privaciones interiores santamente aceptadas, no hemos de temer ya que el amor propio
se mezcle en nuestras relaciones con Dios, puesto que nada hay en ellas que no
tienda a crucificar el amor propio.
¡Qué a
propósito es esta seguridad para consuelo del que comprende el precio del amor
puro! He aquí la razón por qué tantos santos preferían las privaciones y las
penas a los consuelos y alegrías, por qué amaban tan apasionadamente las unas y
tenían verdadera pena en gozar de las otras.
Es el
tiempo de la rica cosecha para el cielo, porque ahora es cuando el alma se
eleva a las obras santas, puras y desinteresadas. «En el estado de consuelos
-dice San Alfonso-, no es menester gran virtud para renunciar a los placeres
sensuales, ni para soportar las afrentas y las adversidades; un alma así
favorecida lo sufre todo, pero muchas veces su paciencia proviene más de las
dulzuras que experimenta, que de la fuerza de su amor a Dios.» Por el contrario,
es efecto de no mediana virtud saber soportar sus miserias, sus debilidades, su
temperamento, sus defectos y todas las penas de que Dios se sirve para
corregirnos.
Después
de estas purificaciones y estos desasimientos interiores, se facilita la
elevación al perfecto abandono, a la confianza filial sólo en Dios; es decir,
que las virtudes más perfectas llegan a sernos como naturales. Por este motivo,
¡cuántas riquezas no han procurado a los santos estas miserias y estas pruebas,
sirviendo de materia a sus combates interiores, a sus victorias y al triunfo de
la gracia! Por lo demás, sólo después de haber sido despojado de esta manera y
por completo de sí mismo, es cuando uno puede llegar a no pensar sino en Dios,
a no gustar sino de Dios, a no apoyarse y complacerse sino en Dios; y ésta es
la vida nueva en Jesucristo, la formación del hombre nuevo y destrucción del viejo.
Apresurémonos, pues, a morir como el gusano de seda, para llegar a ser la
mariposa que se remonte al cielo, en vez de arrastrarse sobre la tierra.
Mas el
amor propio tiene una vida muy resistente, y no muere sino después de larga
agonía. El alma aún imperfecta, es la madera verde que suda y gime, que se
retuerce y se agita
antes de abrasarse. Es la estatua bajo el cincel del escultor, la piedra que se
talla a golpe de martillo; así las tentaciones, las arideces, las otras penas
nos hacen sentir dolorosamente sus penetrantes golpes, pero es que sin esto permaneceríamos
bloque informe, y no tomaríamos la semejanza de Jesús, paciente, humillado y
crucificado. Al perfecto
amor no se llega sino por múltiples desprendimientos, y cuanto más nos
propongamos adelantar en los caminos de la oración, en la unión de amor y la
verdadera santidad, más necesario nos será estar desasidos y libres. Buscaríamos
tanto los consuelos de Dios como al Dios de los consuelos, si no aprendiéramos
a servirle en los más terribles abandonos.
En una
palabra, siendo las penas interiores el camino de la perfección, Dios nos
privará de sus dulzuras sólo porque nos ama, sin que por eso hayamos
desmerecido. Quizá sintamos en el claustro menos dulzuras que en el mundo, pues
Dios nos purifica más enérgicamente, a fin de unirnos a Él con mayor perfección.
El
cáliz, a no dudarlo, es amargo, pero mucho más lo sería el infierno, y Dios
obra con nosotros misericordiosísimamente sustituyendo los rigores del otro
mundo con este purgatorio mitigado. Además, puesto que de gana o por fuerza es necesario
beber el cáliz de la salud, hagamos de la necesidad virtud, que es el modo de
dulcificar su amargura. Se nos hará todo más dulce, conforme la prueba nos vaya
purificando y desprendiendo, de suerte que apenas sentiremos el dolor, sino por
permisión de Dios, y en los momentos de pruebas excepcionalmente graves. Porque
la viveza del dolor proviene en gran parte de la fuerte oposición del amor
propio que no quiere ni morir ni abdicar. El amor divino se limitaría casi a no
producir sino impresiones dulces y encantadoras, si no hallara en el corazón
obstáculo alguno que le resistiera. De cualquier modo, ¿querríamos gozar del
cielo en la tierra y caminar siempre sobre rosas, en tanto que nuestro adorado
Maestro lleva su cruz y desmaya en la agonía? Bien merece el Paraíso todos los
sacrificios. El hombre espiritual no tiene el monopolio de las pruebas, pues
van las suyas embalsamadas en amor y esperanza, y todo bien considerado, menos
le cuesta a él correr hacia la santidad, que al tibio languidecer bajo el peso de
sus pasiones inmortificadas.
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